Thursday, May 3, 2007

proSÁBADO 012



El ESPACIO QUE QUEDA entre la espada y la pared es exiguo. Si huyendo de la espada, retrocedo hasta la pared, el frío del muro me congela; si huyendo de la pared, trato de avanzar en sentido contrario, la espada se clava en mi garganta. Cualquier alternativa, pues, que pretenda establecerse entre ellas, es falsa, y como tal, la denuncio. Tanto el muro como la espada sólo pretenden mi aniquilación, mi muerte, por lo cual me resisto a elegir. Si la espada fuera más benigna que el muro, o la pared, menos lacerante que el filo de aquélla, cabría la posibilidad de decidirse, pero cualquiera que las observe –la espada, la pared. Comprenderá enseguida que sus diferencias son sólo superficiales. Sé que tampoco es posible dilatar mi muerte tratando de vivir en el corto espacio que media entre la pared y la espada. No sólo el aire se ha enrarecido, está lleno de gases y de partículas venenosas: además, la espada me produce pequeños cortes (que yo disimulo por pudor) y el frío de la pared congestiona mis pulmones, aunque o toso con discreción. Si consiguiera escurrirme (imposible salvación), la espada y el muro quedarían enfrentados, pero su poder, faltando yo entre ambos, habría disminuido tanto que posiblemente el muro se derrumbara y la espada enmoheciera. Pero no existe ningún resquicio por el cual pueda huir, y cuando consigo engañar a la espada, la pared se agiganta, y si me separo de la pared, la espada avanza.

He procurado distraer la atención de la espada proponiéndole juegos, pero es muy astuta, y cuando deja de apuntar a mi garganta, es porque dirige su filo hacia mi corazón. En cuanto al muro, es verdad que a veces olvido que se trata de una pared de hielo, y, cansado, busco apoyo en él: no bien lo hago, un escalofrío mortal me recuerda su naturaleza.

He vivido así los últimos meses. No sé por cuánto tiempo aún podré evitar el muro, la espada. El espacio es cada vez más estrecho y mis fuerzas se agotan. Me es indiferente mi destino: si moriré de una congestión pulmonar o me desangraré a causa de una herida; esto no me preocupa. Pero denuncio definitivamente que entre la espada y la pared no existe lugar donde vivir.

Entre la espada y la pared/ Cristina Peri Rossi
(Uruguay, 1941)
http://www.escritoras.com/escritoras/escritora.php?i=147
http://www.educa.aragob.es/iescarin/depart/lengua/prossi.htm
http://cristinaperirossi.es/
http://www.ucm.es/info/especulo/numero6/cperiros.htm
http://revista.consumer.es/web/es/20050701/entrevista/
http://cristinaperirossi.galeon.com/aficiones955978.html

Contenido

La densa cofradía de lo inmóvil – Daniel Montoly
Sentencia – Daniela Mazzeo
Emboscado – Aymer Waldir

La densa cofradía de lo inmóvil

Era demasiado sol para ser contemplado con los ojos de este rostro ya maduro por las noches insomnes, por tanto, dejé que fuera su velo el que cubriera la desnudez de mis retinas, porque al escuchar su música mi boca se hizo prisionera del silencio. Sólo atiné abrir la puerta del templo para que su aroma me convirtiera en la pluma sin alas ni cuerpo antiguo entre los mudéjares del éter.

Lloré con los restos de su intimidad aún presente en mi jardín, entonces, los pájaros que anidaban detrás de los espejos volaron a otras tierras con sus alas heredadas de las esfinges, y, el sentir pobló donde antes sólo la niebla taciturna urdía encuentros irrealizables en torno a la inmensidad. Ahora, la ofrenda yace a sus pies con el ámbito celeste absorbiendo los febriles limbos del mar en sus úteros azules. El cronista había desaparecido entre las flores de Elena, llevándose consigo las piedras y la lámpara. Cómo vivir después de aquello, si éramos inocentes. -O solei c'este le temps de la Raison ardente- Dame el vértigo del vislumbre, que una vez atravesado por el, las páginas se llenaran de pájaros como en los árboles de la locura. Yo crearé ese cuerpo, y en él pondré el fuego de la lámpara robada a Hemiro.

El instinto: agua turbia, hace patentes sus rugidos en lo profundo de mí. Busca cubrir el suelo florecido con sus indescifrables alfabetos de cristal. Vuelo sin llevar el peso antropomórfico en mi sueño, libre para acceder a la fragua del oro rugiente donde las imágenes igual a filigranas configuran que, adelante la niebla como el agua resultan inútiles salvavidas para quien la palabra no lo atraviese en dos, partido por la ceguera de un rayo. Ya en los bajo planos de las uñas emerge la sílaba, siento como su hambre se alimenta con mi sangre y no soy yo, sino la imagen que ensombrece el espejo.

Estoy desnudo ante lo inmóvil… inútilmente, desnudo en ese territorio de lo inmóvil.

© Daniel Montoly

Sentencia

Cuando se va, parece mentira que yo haya podido ser tan feliz. Me aferro con furia a su último recuerdo, que bien pudiera ser un gesto de la mano, algún movimiento de los dedos, su mirada fija. Luego, la distancia aunque sea mínima y con el transcurso de los minutos el advenimiento de la niebla, ese último gesto desvaneciéndose de a poco, y mi furioso apego y resistencia para no perderlo. Me es prácticamente imposible no dedicarme a ello, a la conservación de su imagen, como víctima voluntaria y ejecutante del sostenimiento de un museo. Imposible no destinar a ello la atención, la memoria, incluso traicionando otros recuerdos. Mañana volverá, quizás hoy mismo, pero mientras tanto la imagen que de él tengo comienza a perder nitidez, se cubre de un gris seco, áspero, y entonces pasa a pertenecerle a otra persona, en otra vida. A mi pesar, creo más en su no existencia que en que haya sido real. Tal es así, con tanta fuerza se instaura, que todo lo demás -despertarme, comer, decir adiós- también parece ficticio, y su recuerdo borrándose es una araña y en torno a ella se despliega una tela en la que caen y se pegotean todas mis pobres vivencias. Al llegar la noche el peor enemigo es el propio cansancio (¿me quieres? cómo no quererte; se me va la vida en ello). Siempre me deja una sombra, aún siendo de noche (tú, me dejas una sombra sin saberlo, sobre tu último gesto). La cama, la puerta de la habitación en la que está la cama, yo misma; todos comenzaremos a desvanecernos lentamente, de manera inexorable. Pocas fuerzas me quedan cuando acaba el día, y siento que el recuerdo va soltando mi mano y se precipita lejos de mi conciencia. No volveré a dormir.

© Daniela Mazzeo

Emboscado

Pisa con suavidad porque estás pisando mis sueños
William Burtler Yeats

Pronuncias el castigo antes de escuchar descargos, suena el látigo que me aquieta desde el temor de verme sorprendido en el silencio; me enlazas a traición y ajustas la mordaza del reproche. Apaciguado así, inauguras tus intentos de seducción para domarme. Traes motivos sobrados para vengar las múltiples infidelidades que otros han cometido, pero dices atraparme por mi incontinencia. Posas de desdichada y viertes la materia de una nube frente a mí para confundirme. Bebo, sediento tras la captura y no percibo la diferencia entre el agua apetecida y el brebaje ofrecido; se inunda mi voracidad con la calma que trae el hechizo. Me conduces del cabestro a tus antojos y me encierras en el establo del desprecio.

Preso allí, veo como ofreces banquetes en el Olimpo y no me invitas. El rastro de tus excesos se acumula en tu tono de voz, y en el oh de tus palabras, que proponen calma, escucho el arre no pronunciado de la revancha. No es conmigo el desquite, desamárrame. Déjame libre en el bosque. Permíteme salir al galope huyendo de tus obsesiones. Regrésame al sitio de donde me has sacado con la intención de calmar tu angustia. Desátame para esquivar la rudeza de esta costumbre que tienes de producir dolores, permite que la disciplina de mi linaje no obedezca ciega tu llamada de capataz.

No quiero sobrevivir a los lacerantes sufrimientos que produces con las flechas de tus celos, renuncio a la calidad de inmortal que tu misma me procuraste. Resigno mi cuero a ser marcado por tu fuego pasionario con la condición que sólo en mí te montes, propongo este convenio tras la huella de aquel paraíso que perdiste; allí también estuve y fueron tus manos las que me lo arrebataron. Libérame o vuélvete fiel como pregonas para equilibrar la balanza en que me subes.


O permíteme, entonces, salir desbocado a meter todas y cada una de mis seis extremidades entre las equivocaciones posibles del jardín laberíntico del placer. Que la lujuria también ascienda por estas cuatro patas equinas y estos dos brazos humanos. Que la lascivia arree este trasero del que surge la mitad posterior de un caballo. Suéltame para copular a mi antojo con yeguas magnesias. Déjame ser Quirón… regrésame al sitio de donde somos los centauros

© Aymer Waldir
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© mediaIslaproSÁBADO 18 de febrero 2005.-

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