Friday, May 18, 2007

proSÁBADO 034




OBLIGADO O TRAICIONADO POR MÍ MISMO a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos. No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Esto me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es misteriosa.

Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la ciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado, pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo.

Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la planta ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo, ella crecerá de acuerdo a un contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intenciones o grandezas.

Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad. Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada.

Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda.

Falsa explicación de mis cuentos / Felisberto Hernández
[Uruguay, 1902-1964]
http://www.literatura.us/hernandez/index.html
http://cvc.cervantes.es/actcult/fhernandez/
http://es.geocities.com/cuentohispano/hernandez/hernandez.html
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/hndz/fh.htm
http://www.felisberto.org.uy/
http://www.ucm.es/info/especulo/numero22/felisber.html
http://www.ucm.es/info/especulo/numero28/felista.html
http://www.elaleph.com/fin/2005/08/63-felisberto-hernandez-quien-nun.html
http://cvc.cervantes.es/actcult/fhernandez/cronologia/1930_1964.htm
http://perso.orange.fr/marincazaou/cont/hernandez/nacion231002.html

Contenido

Ellos – Nemías Meléndez
Esos ojos, esas manos – Luciana Garcés
El Jardín Sumergido – Daniel Angulo
Voy, hasta el fin del mundo – Helga Vega

Ellos

Con la boca llena de chicléts dijo: "America don't need friends, America take whats it wants and that's all".-

Sus ojos chispearon arrogantes y su voz adoptó una inflexión de íntima satisfacción. Aquella pecosa cara de rubias cejas y pelo como trigo. Abrazó su rifle, único amigo conocido, fiel servidor y mejor compañero de faenas. Tácitamente, suponía que el mundo existía por y para ellos.

"We're the rulers", voceó mientras abordaba el vehículo blindado. Inmenso, acero duro, color arena. De vidrios tintados y grandes neumáticos a prueba de pinchazos. Su engreída cabeza, en la nube de la desasimilación de la realidad que lo rodeaba. Apenas empezaba a vivir y ya tenía en su haber muchas marcas en la culata de su mortífero artefacto bélico. Tres docenas de rayas se integraban a la decoración. En una gran nube de polvo y sílice, levantada por sus potentes ruedas 4 x 4, la mole metálica se puso en movimiento, para saltar por los aires, 100 metros más allá. Sus neumáticos a pruebas de pinchazos pisaron una bomba a orillas del camino. El resto, es historia de primera página en los diarios del mundo, mismos que leemos despreocupadamente.-

© Nemías Meléndez

Esos ojos, esas manos

Hay una ley de vida, cruel y exacta, que afirma
que uno debe crecer o, en caso contrario,
pagar más por seguir siendo el mismo.
Norman Mailer

Nunca han sido unos ojos pequeños, legañosos, siempre son grandes y con la pupila dilatada. Me miran sin abandonar su seriedad, haciendo titilar en el recodo de la órbita, una lágrima. Los ojos siempre están encajados en caras infantiles, en fotografías en blanco y negro. El flash ha deslumbrado la suavidad de sus rasgos, desdibujándolos.

Nunca están bien vestidos, parece que almacenan prendas de ropa, una sobre otra, haciendo más delgados muñecas y tobillos. Más pequeñas esas manos, que, a veces, agarran otras manitas. Llevan gorras, pañuelos, cintas, que esconden o muestran unos cabellos despeinados por un viento sin fin.

Esos ojos y esas imágenes me siguen y persiguen a través de los años. Vuelven cada vez que ululan las sirenas, o se oyen los sordos motores de los aviones, y uno espera que la fragilidad de esa mirada en claroscuro se rompa con la caída pesada de las bombas, o con esa bala que rebota en lo imposible y penetra, o ese fuego que consume, o ese gas que no se adivina.

Estas fotos tienen fecha aunque su orden de llegada hasta mis ojos no fue cronológico.

© Luciana Garcés

El jardín sumergido

El cielo era de plomo, casi…, el helado vientecillo del incipiente otoño, le acariciaba torpemente con sus gélidos dedos el rostro y parte de la cara, mientras Art caminaba sintiendo el sonido sincopado del granzón bajo sus pies, aburrido y cansado hacia la estación más cercana del metro.

En uno de esos golpes automáticos de vista, alcanzó a percibir entre la cuidada vegetación teñida de colores ocres y naranjas, un torso fornido caminando a grandes zancadas pero sin cabeza que lo guiara.

Cambió el rutinario rumbo y decidió investigar sobre aquella enigmática aparición. Rodeó la manzana analizando una a una las esculturas que empezaron a aparecer como si lo hubieran estado esperando para dar un paseo estático con él.

Las profundas oquedades de Bárbara Hepworth, le recordaron que no había comido nada en todo el día y lo iniciaron en el festejo del ancestral metal, seguida por una locura en pátina verde, infantil y aristocrática de Joan Miró.

Al doblar la esquina, sintió la embriagadora tentación de una pieza de Lichtenstein en aluminio anodizado, cual ola flotadora en el espacio, alardeando su modernidad en blanco y negro, el cómic hecho realidad, con la complicidad de las bolas reventadas de Lucio
Fontana.

Pero la fascinación original del bronce encontrado, lo frenó al instante y decidido salió en busca del jardín encantado. Unos pasos más adelante encontró la entrada. El espacio contenido, era de una singular belleza y de un misterio atemporal circundante. Dos amplias escalinatas, una a cada lado abordaban los laberínticos senderos, en los que las esculturas cual novias a la espera, se percibían en su silencio ancestral.

Art miró su reloj de pulsera y comprobó que tenía poco tiempo para el recorrido y que además el jardín se cerraba en media hora, así que apresuró el paso y empezó a bajar hacia el primer sendero. El solo hecho de bajar hacia el interior de la tierra aunque fueran unos cuantos metros abajo del nivel del suelo, dotaban al espacio del jardín de una magia particular, bañado generosamente además por la luz uterina del atardecer.

Un vociferante profeta de Pablo Gargallo, invitaba a los transeúntes al lúdico recorrido con sus negras vísceras metálicas expuestas al oxidante ambiente. Un coqueto Eros de Arman jugaba seductoramente con su divisionismo hierático ante la pasividad esotérica de una elegante pieza de Edgar Degas. El viento del este sopló lentamente entre las ramas y alcanzó a darle un leve movimiento a la pieza de Alexander Calder, el rojo y el azul contrastaban con la opacidad del momento mientras se reflejaban en el elegante espejo de agua, Art sintió un poco de frío y hundió sus manos en la raída chaqueta de cuero, sus dedos sintieron un pennie olvidado y decidió lanzarlo a la fuente no sin antes pedir un deseo.

Sintió de pronto que le temblaban las piernas al enfrentarse al símbolo de la victoria encarnado en el desnudo heroico de una mujer apabullante de Maillol, el complejo edípico en su broncínea expresión,… Uf! Gracias a Dios era metálica, ya se imaginaba la tortura de Pigmalión frente a Galatea y se alegró de no estar en esa situación de Dios doméstico.

Un rotundo y voluptuoso Henry Moore, contrastaba con la elongación ecuménica de un Giacometti asustado por la telaraña que crecía sin pagar arriendo en su oreja izquierda e imperturbable ante el aroma de láudano prohibido que revoloteaba alrededor de la enigmática figura de Balzac escondido en su pesada túnica, quizás blandiendo debajo un arma blanca para defenderse de la banda de facinerosos que Rodin había enviado desde Calais, como siempre burgueses altaneros comprometidos en un "bisnes" oscuro y siniestro, algo así como una reelección anunciada y que asustaban al más alimaña que pasaba por allí, prueba de ello era sin lugar a dudas el torso mutilado que le había llamado su atención en primera instancia y que seguía huyendo por el temor a perder un pedazo más de sus partes nobles.

Una cipote mano negra sobre su hombro lo llenó de pánico, pero al voltear se dió cuenta que era el guardián del jardín que en un inglés ugandés le decía que ya era hora de salir.
Art lo entendió a medias y a regañadientes se dispuso a salir, no sin antes dedicarle los últimos segundos del coitus interruptus a los desnudos femeninos (¿) masacrados de Willem de Kooning, en claro homenaje a su suegra y la infantil alegría de cabalgar con el cielo de sombrero de Marini.

Ya sentado cómodamente en el Metro y rumbo a la estación de White Flint, Art se dormitó y empezó a reconstruir mentalmente la película escultórica del jardín, esperando encontrar en el apartamento de los conejos algo para soportar el frío y calmar la monstruosa hambre que ya casi era un hombre.

Al día siguiente en la sala de espera del aeropuerto, ojeando el Washington Post, Art encontró una pequeña noticia, como todas las culturales, en las que las autoridades del Smithsonian Institute no se explicaban como el jardín de esculturas había quedado bajo las aguas, se le atribuía, después de un profundo estudio del FBI, a un pennie lanzado con tanta precisión por el último turista que salió del sitio, que obstruyó el pequeño drenaje y causó la tremenda inundación.

© Daniel Angulo

Voy, hasta el fin del mundo

Siempre la vi bella, era la más bella, sueño y admiración de niñas, zapatos altos y carmín en los labios. Siempre la vi en la iglesia tan devota y rezandera. Lo mío era otra cosa, jugar y volar hasta la cúpula, oír la voz del cura a lo lejos porque mi voz interna gritaba, cantaba y soñaba entre nubes pintorreteadas. Ella en cambio, si llegaba temprano, pasaba silenciosa cada una de las cuentas del rosario, yo le miraba los labios ofreciendo su letanía, ojos cerrados sin esfuerzo que alternaban el gesto de buscar al Altísimo muy alto. Jamás la vi comulgar, sólo rezaba, con el tiempo dejó de asistir al confesionario. Mamá no la quería, lo sé por la mirada arpía que le lanzaba cuando tiernamente me acariciaba la mejilla. Mi curiosidad y morbo se desataron en silencio: ¿Qué tanto le pedía a Dios la tía joven y bonita? ¿Qué pecadillo le atormentaba? De ella nadie hablaba, pero con el tiempo supe que hablaban demasiado. [Al Padre Pablo]

© Helga Vega
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© mediaIslaproSÁBADO 25 de febrero 2006.-

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