Saturday, April 26, 2008

proSÁBADO 051




SAN JUAN, puerto Rico 8 de marso de 1947
Qerida bieja:

Como yo le desia antes de venirme, aqui las cosas me van vién. Desde que llegé enseguida incontré trabajo. Me pagan 8 pesos la semana y con eso bivo como don Pepe el alministradol de la central allá.

La ropa aqella que quedé de mandale, no la he podido compral pues quiero buscarla en una de las tiendas mejores. Digale a Petra que cuando valla por casa le boy a llevar un regalito al nene de ella.

Boy a ver si me saco un retrato un dia de estos para mandálselo a uste.

El otro dia vi a Felo el ijo de la comai María. El está travajando pero gana menos que yo.

Bueno recueldese de escrivirme y contarme todo lo que pasa por alla.

Su ijo que la qiere y le pide la bendision.

Juan
Después de firmar, dobló cuidadosamente el papel ajado y lleno de borrones y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Caminó hasta la estación de correos más próxima, y al llegar se echó la gorra raída sobre la frente y se acuclilló en el umbral de una de las puertas. Dobló la mano izquierda, fingiéndose manco, y extendió la derecha con la palma hacia arriba.

Cuando reunió los cuatro centavos necesarios, compró el sobre y el sello y despachó la carta.

La carta José Luis González [República Dominicana, 1926-1997]
http://www.mascuentos.com/mostrar-cuento.php?cuento=1080
http://www.mascuentos.com/mostrar-cuento.php?cuento=560
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/pr/gonzalez/jlg.htm
http://www.literatura.us/joseluis/ausente.html
http://www.proyectosalonhogar.com/escritores/JoseLGonzalez.htm
http://mquinadecoserpalabras.blogspot.com/2008/03/jos-luis-gonzlez.html
http://www.epdlp.com/escritor.php?id=3139
http://www.zonai.com/promociones/biografias/0301/gonzalez.asp

Contenido

Daniel Montoly En la corteza
Pilar Romano Por un rato más
Daniel Baruc Randy
Ángel Santiesteban Prats La Mula

En la corteza

Llegas para verme barriendo como un loco, los malos días que el tiempo deshizo con sus manos duras, pero nunca supimos tenernos el uno al otro, porque la risa del azar, se apoderó de nuestras bocas.

Somos dos expatriados. Tú con ese tenor de río, que desconoce cuántas piedras viven en su cuerpo, pero que se siente libre, aunque las lleve a perpetuidad en su cauce. Y yo, que nunca tuve destino, o al menos, jamás pensé llegar a este momento y ver, pájaros saliéndome por los ojos.

Mis manos. Tus manos suspendidas con ese olor a tierra arrasada por la lluvia, buscan los pequeños rastros de algún tesoro, pero ¿para qué te servirá la riqueza, si la aurora nació contigo? ¿Puedes tú escapar a ese nombre que te dieron las cosas? ¿Puedo yo reír, y recordar la infancia, sin que una lágrima rompa el equilibrio?

Veo que has venido. Pero la corteza del árbol ya no le teme a nuestros nombres. Tampoco a la navaja, que antes se sumergiera en ella. Ahora somos dos rostros bajo un mismo paraguas, sólo que la lluvia, aún no llega a preguntarle al cielo por la humedad a nuestras sombras.

© Daniel Montoly

Por un rato más

Cuando era chica, Catalina podía hablar. Se quedó muda después de haber pasado aquella noche bajo el árbol de hojas casi moradas, el que tenía la sombra asustada, según su madre. Se había refugiado allí después de escaparse de la vieja casa, en medio de aquel paraje que llevaba el nombre de un santo milagrero que seguramente nunca pasó por ese lugar.

Se había sentido aterrada mientras esperaba que Eulalia, su madre, volviera del hospital con su hermano Rogelio.

Por algo su mamá no quería que la dejaran sola en la casa, mil veces se lo había recomendado a Rogelio, recordaba Catalina. Sola quería decir sin que estuvieran su madre o él. Julián no era de la familia; Eulalia lo había dejado vivir con ellos y dormir con ella, pero no era de la familia. Y nunca había querido enseñarle a Catalina a tallar madera. “Las mujeres tienen que usar el cuchillo para cortar carne y verduras en la cocina”, decía. A su hermano sí le prestaba el cuchillo y le enseñaba a hacer máscaras y algo parecido a estatuas. Y cuando Rogelio desobedeció y la dejó sola con Julián, ella se acercó al hombre, casi contenta, pensando que esa tarde sí le enseñaría. Pero fue otra cosa lo que le enseñó y después Catalina lloró y se quedó con ganas de ponerse una máscara todo el tiempo, para que nadie supiera quién era.

Por eso, al día siguiente, para castigar a Rogelio por haberla abandonado aunque fuera por un rato y para demostrar que las mujeres podían usar el cuchillo igual que los hombres, al quedar sola con su hermano había tomado el de Julián mientras el muchacho estaba parado sobre la banqueta para alcanzar algo en un estante, y casi sin pensar le dio un golpe con el filo sobre el pie descalzo. Dos dedos le cortó. La madre no tardó en volver y salió corriendo con Rogelio hacia el hospital, pero quedaron las gotas de sangre sobre la banqueta y el piso y hasta en la pared y a Catalina la sacudió el terror. No pudo seguir en ese lugar y huyó hacia aquel árbol cuya sombra nadie quería. Al menos su madre siempre dijo que por nada del mundo había que refugiarse allí.

Recién al día siguiente fueron a buscarla, pero Catalina ya no podía hablar. No pudo hablar nunca más. Quizá fue por eso que la madre se murió a los pocos años y quedaron solos ella y su hermano.

Bastante bien caminaba Rogelio, a pesar de la falta de los dos dedos, pero Catalina se consagró a atenderlo. Y a obedecerlo en todo. Pensaba que así podría suavizar el recuerdo de lo que había hecho.

Esta es la única talla que nos queda. No se la des a nadie, ni por plata. La necesito para otra cosa ,¿entendiste?, le había dicho su hermano, en tono serio, incuestionable.

Esa tarde, un poco antes de las seis, todavía con buena luz porque es verano, llega a la casa solitaria un automóvil del que baja un hombre de buen porte, de ojos claros, vestido a la manera de los exploradores. Catalina está sola —la recomendación materna había dejado de tener vigencia— pero no siente temor. Lo mira acercarse y piensa que es uno de los que llegan para comprar las cosas que fabrica su hermano. Justo en este momento en que él no está, piensa. Y recuerda su recomendación de no vender las tallas. Pero la recuerda tan sólo un momento: se le olvida cuando el recién llegado la saluda sonriendo, inclinándose como si ella fuera una gran dama. ¡Cuánto hacía que un hombre no le sonreía ni le tomaba la mano! se miente, porque nunca un hombre la saludó de esa manera. Por suerte se ha peinado con las trenzas cruzadas hacia arriba, bordeando la frente, como si fueran una corona. Un temblor desconocido la recorre cuando el visitante le rodea el hombro con su brazo y le hace señas, como preguntando si ella puede oír. Asiente con la cabeza enfáticamente y se acomoda las trenzas que se han movido con el sacudón del gesto. La vieja tortuga cruza cansinamente el piso de ladrillos buscando su sitio de dormir y a Catalina le parece que al pasar junto a ella le dice “este hombre no debería estar aquí”.

Pero el hombre está y le dice a Catalina, sin dejar de sonreír, que quiere comprar la talla que está sobre el estante, que puede pagar buena plata, que le ponga precio. El precio es, para la muchacha, desobedecer al hermano. Siente de pronto que puede pagarlo, que bien lo vale el halagar al visitante y no tener que recurrir a gestos que le desacomoden las trenzas. No puede decirle que no: el hombre se iría de inmediato y nadie volvería a sonreírle en años. O nunca más. Si ella accede a vender la talla, quizá le ofrezca después al hombre una taza de mate cocido o un vaso de vino y podrán beber juntos mientras cae la tarde.

Catalina se llena de algo que no sabe cómo se llama y piensa que si vuelve Rogelio y le corta los dedos de un pie, no importa.

© Pilar Romano

Randy

Randy vio que bajaban el ataúd de su jefe a la honda fosa y le entraron unas incontrolables ganas de reír. Contuvo la respiración, apretó el estómago, se mordió los labios casi hasta sacarse sangre y finalmente buscó la razón para no soltar una estruendosa carcajada en los rostros compungidos y en las lágrimas copiosas que dejaban escapar, más allá de las hermosas coronas funerarias, la viuda y las tres huérfanas del difunto.

—Usted nunca va a ser nada en la vida, Randy.

—Sí patroncito.

—Si patroncito qué…

—Que usted tiene razón, que nunca seré nada en la vida.

—Me alegra que lo reconozcas, muchacho.

—Sí, patroncito, si usted quiere lo reconozco.

—Créame, odio a la gente que no reconoce su realidad.

.—¿Y qué es la realidad, patrón?

—Lo que es; mejor dicho, lo que uno es o no es en la vida.

—¡Ah…!

—Por ejemplo usted; desde el primer día que le vi entrar por esa puerta, supe que usted nunca sería nada en la vida. Y ya ve que no me equivoqué. Ya tiene más de 35 años en esta oficina y no ha podido pasar de velador.

—No patrón…

—¿Y sabe por qué Randy?

—No, señor…

—Porque el que nace pa maceta no pasa del corredor, Randy; usted no sería capaz de distinguir ni siquiera a la muerte aunque la tuviera de frente.

Pero sí había podido. Vio venirse abajo el andamio y pensó que los travesaños con sus puntas filosas serían como estiletes en la carne disponible, y con un movimiento teatral dejó el camino franco a su jefe, que se apresuró a pasar acaso pensando que los hombres como él merecían ir siempre adelante. No faltaba más.

Y una de las varillas lo atravesó como a pez arponeado.

En ese momento supo Randy que su jefe estaba equivocado respecto a él. Por eso tenía deseos de reír. Reír con una risa grande, como cuando era niño, como hacía tiempo que no se reía, como si no tuviera artritis, ni le estuviera fastidiando la próstata, ni debiendo un mes de renta se hubiera quedado sin trabajo. Y lo hizo, se rió hasta orinarse en los pantalones.

Su estruendosa carcajada hizo salir despavoridas a las palomas que se guarecían del sol en los techos de las bóvedas cercanas.

© Daniel Baruc

La Mula

Trabaja en la enfermería y le dicen La Mula porque carga las medicinas y todo lo que se mueve lícita e ilícitamente en el penal. A veces un mandante sale en auxilio de algún paisano que se encuentra en otra galera, y utiliza a La Mula para enviar un angular afilado que limpie honores o prevenga ataques enemigos. Además, mueve las ventas de comida, ropa, cigarros y jabones. Se le puede pedir un repuesto de bolígrafo, sobre, papel de carta, aguja, pastillas Parkinsonil. Alguna que otra vez lo mandan a repartir excremento dentro de un nylon como ofensa o advertencia. Todo lo resuelve un mago.

El elegido como mula es casi siempre un infeliz, alguien que no tiene valor para enfrentarse a otro preso. En ocasiones te preguntas por qué una persona insignificante y débil es tan respetada. Contradictoriamente, tiene en sus manos tu suerte y tu vida: una demora de varios minutos o un aviso no entregado puede cambiarlo todo. Él juega con el destino, a veces lo decide, y nunca se sabe cuándo te puede salvar o hundir.

© Ángel Santiesteban Prats
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mediaislaproSÁBADO 051 26 de abril de 2008.-