Friday, September 28, 2007

proSÁBADO 044




EL HOMBRE QUE ESTABA allá adentro, en el corazón del monte, oía sólo dos cantos: el suyo y el hacha.

De mañana empezó a tumbar la yaya y a los primeros golpes aletearon los pajaritos. Piaron y se fueron. El hombre, duro, oscuro y desnudo de cintura arriba, los siguió con la vista. Por entre los claros de las hojas había manchas azules.

“Aoé, tolalááá…”

El canto tiraste del hombre resonaba en el monte. Hasta muy lejos, tropezando con todos los troncos, se regaba el golpe del hacha. Tres días estuvo él tirando al suelo los árboles que rodeaban el algarrobo; pero no se sentía con fuerzas para picar el algarrobo. Seis hachadores hubieran tardado una semana. Era un árbol grueso hasta lo increíble, majestuoso, alto: el rey del monte.

La tarde sube las lomas desde la tierra llana; después persiste en levante una pintura rojiza. El hombre piensa que el cielo se quema. En el filo de su hacha está también el incendio del cielo.

Todavía canta él. Viene cantando, como si eso le ayudara a caminar. Tras los guayabales, aquí a la izquierda, recoge su humildad el techo del bohío.

El hombre vienen cantando, la mano oscura mecida, la otra al mango del hacha. Su mujer no está a la puerta, como siempre.

Estamos acostumbrados al silencio, tan acostumbrados que los pensamientos nos habla a la vista nada más. Por eso le sorprende al hombre la voz.

—Lico, estoy mala.

Su mujer, que se siente mal. Tiene el vientre esponjado y espera…

Lico piensa en la yegua, en la vaca.

—Cuidado si está cerca –murmura él.

Siente que la mujer se mueve y la oye quejarse débilmente.

Lico tiene los ojos abiertos y no ve. Recuerda su vaca joca: un día se fue, despaciosa, los ojos apagados, la barriga hinchada; otro día volvió con su ternerito; lo lamía con una gran ternura, como quien acaricia. Encuentra una razón y se prende a ella.

—Yo no lo esperaba tan pronto.

La mujer se queja y susurra:

—Pero yo estuve en el río, lavando.

Él, esperando aún, pregunta:

—¿Busco a Lola?

Y la mujer dice:

—Bueno.

A la vuelta se fue Lico a la cocina y encendió fuego; se quedó allí esperando, silencioso y cansado. Veía en sus manos la mancha roja de la llama. Tenía frío y hambre.

La madrugada empezaba a borrar la noche cuando el hombre oyó el quejido sordo; hubo después otra voz, delgadita y fañosa, que parecía llegar del monte cercano.

Ya no se necesitaba la llama en la cocina. Tan lejano como fue posible cantó un gallo. Lico se levantó y salió: quería ver el sol; pero antes que el sol asomó Lola su cara estirada y cenizosa.

—Dentre –dijo-. Es la mesma cara del taita.

Lico vio a su mujer, bajo la sábana roja, con la cabellera como una raíz negra regada en la almohada. Ya no tenía el vientre esponjado y el catre parecía pequeño: junto a la madre había una cabeza menudita, sin nariz definida, sin ojos definidos, sin boca definida: era como una carita de barro gastada por la lluvia.

El hombre quiso reír.

—Lola dice que se parece a mí –comentó.

La mujer le miró, miró al niño, sin moverse, y aprobó en silencio.

El hombre estuvo un rato callado; al fin dijo:

—Yo tengo que dirme a la tumba. No te alevantes que Lola se queda.

Y nada más. De un rincón tomó su hacha. Se detuvo un segundo en la puerta, alzó los ojos y vio el cielo.

Se fue, al hombro el hacha y el sol en filo. Su hijito tenía color de camino. Llegaría tarde al trabajo.

Pensó:

—Hoy tumbo el algarrobo.

Y el algarrobo era grueso hasta lo increíble, majestuoso, alto: el rey del monte era el algarrobo…

El algarrobo / Juan Bosch [República Dominicana, 1909-2001]
http://en.wikipedia.org/wiki/Juan_Bosch
http://juanbosch.org/listado.php?t=c
http://www.rodriguesoriano.net/micuadernoazulito/pdf/manchaindeleble.pdf
http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/Narrativa/JuanBosch/index.asp
http://www.literatura.us/juanbosch/
http://www.epdlp.com/escritor.php?id=3141
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/bosch/jb.htm
http://manueljofre.blogspot.com/2005/08/la-teora-del-cuento-de-juan-bosch.html
http://www.litterarius.com.es/apuntes_sobre_el_arte_de_escribir_cuentos_3.htm
http://www.litterarius.com.es/apuntes_sobre_el_arte_de_escribir_cuentos_2.htm
http://www.cielonaranja.com/bosch_caribe.htm

Contenido

Jaime Cabrera González - A eso de la medialuna, viernes y antípodas
Martha I. Daza – Prodigio
Daniel Baruc – Rubicus Popokas
Alejandro Drewes – No solamente la caza del zorro

A eso de la medialuna, viernes y antípodas

Y entonces ahora y entonces ya y entonces la piedrecilla entonces. El glub glub piedrecilla. La noche: marisma tropical. Y esa dimensión de que por qué esto me tiene que pasar a mí, que llega hasta él o sale de él que asomado a la fuente siente otros presentes menos acuosos: reflejo de viernes, entrechocar de cuerpos, lenguaje de tijeras abiertas, cartografía de la onda y el sonido de los tambores en torno a la salamandra, el ofidio o el caimán totémico que se contornea en una pequeña tarima de madera. ¿Quién baila el cha cha? Ese que dice, no vale la pena…

Porque entonces llevado por la mano que suelta piedrecilla, dedo, articulación, uña más larga que las otras, glub glub, va encontrando en las esferas visuales la ciudad que estuvo sumergida en el ensueño de la lluvia pasada. Salen a flote: las suertes del artificio, destello de luces, confusión de ritmos, olores, argumentos, palabras a medio decir y oír, cartas, peticiones, genuflexiones orientales, renuncias por celular, mensajes cantados, flores amarillas, papelitos de colores, promesas, nuevas llamadas telefónicas, argucias, una fotografía y otra más con renovado decorado, que si en este cielo, que si en el mío, en fin, burbujas, burbujitas, glub glub, restos del naufragio que llega a toda orilla y apenas es iluminado con la teatralidad de una medialuna sobre el agua pálida en cientos de tarjetas con su puño y alma.

Para entonces ahora, para entonces ya, para entonces la primera, lo segundo, el tercer entonces le estrecha el pecho. Glub, glub. Porque ahora si sí, miamor. Glub, glub. Un par de semanas más, miamor. Glub, glub. Cuestión de circunstancias, tú sabes, miamor. Glub, glub. La traición del licor, miamor, glub, glub. La voz negra de la cantante que sube desde lejanías sureñas, ¿es este el sur?,¿qué blues es ese?, ¿este? Glub, glub. La luz última de la estrella que se extinguió, de la que sólo tenemos información millones de años después, miamor. Glub, glub. Todo bajo un cielo que es como una tapa agujereada bajo el cual hierven los seres de la pompa de jabón del viernes que estalla con la piedrecilla glub glub.

Y él aquí y él allá, y él ni aquí ni allá, habitante de estancias más serenas, de otras cronologías, bandera de tres franjas primarias, pasaporte verde, mochila tejida terciada al hombro, sumidero glub glub por donde descienden los recuerdos: no se puede desprender de los polvos de mariposas que untados en los ojos enceguecen; de juegos de aguas con citas textuales subrayadas con lápiz labial; de intersección de horas con pie de página; ni del delirio de la meteorología en que giran las escenas con sus paréntesis o sus círculos concéntricos. ¿No era lo que querías leer?, le dijo.

Porque para entonces también había existido un punto de fuga en que ella fue luna y marea, con otro mar interior, gambitos y lecciones de filosofía; y noches memorables en que apoyada de piernas abiertas, pepita sativa, contra el borde de una ventana, en una habitación de mala muerte y cabos de velas derretidos y un abanico roñoso, le había permitido sortear el no me conozcas que te quedas y otras cosas que se dicen muy ligeramente, así, glub glub, fuera del eje con que empieza otra vez a repetir su lista mental de uno desnuda dos verde tres aquella vez con el paraguas cuarto las risas en el almacén chino cinco telepatía seis café siete tú eres mi patria ocho la lectura sentada en la taza del baño nueve libélulas diez siempre tuya…

Y entonces esto y entonces lo otro y entonces estotro y entonces el entonces, el pero, el aunque, el después, el pronto en veinte idiomas, la costra que no cicatriza, las bolitas de moco apachurradas contra el vidrio de la ventana, las babas en la almohada, las espinillas, los derretimientos del reloj, el lado flaco del triángulo, fantasmas anguilas de la espera y tu ronquido depresión tropical. Ya no más piedrecilla que cae, ni onda que se amplía, ni fuente iluminada, sólo flores muertas y barquitos de papel hundidos. En el fondo la imagen, la imaginación que se ha pagado cara y su cara en un final sin glub glub con encogida de hombros, mordisco en los labios y una ceja enarcada.

No tenemos sentido, le había dicho desde un teléfono público, descargada la batería del celular. Lo siento, miamor. No me esperes, que no regreso. Era la piedrecilla detenida, terriblemente quieta, cielo grave de abajo, forma sin forma, aguas del silencio abismal brevemente interrumpido por una pareja que pasa chapoteando risas y que no entiende a qué se refiere, ora porque no habla español, ora porque cree que se trata de un borracho más, ora porque así son los enamorados. Y entonces nada, dijo después de tragar saliva. Antípodas, que ya se vivió.

© Jaime Cabrera González

Prodigio

Respiraba dificultosamente tratando de cruzar el espacio que la separaba de aquella voz que exigía su presencia al otro lado.

Entonces una fuerza prodigiosa empezó a arrastrarla a través del túnel negro. Violentamente recorrió paisajes áridos y verdes y rostros y cuerpos. Y aparecieron los brazos enormes que la atraparon. Y sintió la tibieza de la piel que penetró su piel y suspendió el descenso…

Comenzó a flotar protegida por los dos brazos-cuerpo, por los dos brazos-talle, por los dos brazos-labios, por los dos brazos-sexo. Y se sintió libre entre el nudo que cubría su cuerpo entero, que trepaba por sus piernas y se le metía en el alma a través de las ansias. Y se sintió fuerte y liviana, se sintió pez y ave y montaña y camino. Y se volvió lluvia y planta y floreció en claveles y geranios y amó hasta las cumbres y las profundidades y fue lava subterránea y explosión de fuego en las entrañas. Y fue volcán y oasis y sueño y tiempo y gloria y derrota. Y nadie supo cómo brotó la fuerza extraña que se tomó la tarde en la sangre del crepúsculo del sol de los venados. Y nadie supo de dónde la fragancia que exhalaban sus poros. Y nadie supo nada cuando la encontraron desnuda, cubierta por su pelo en una calle de la ciudad de los rascacielos y de los edificios de espejo turbando el paso de los transeúntes que salieron de trabajar aquella tarde del veintinueve de junio. [A Victoria Eugenia]

© Martha I. Daza

Rubicus Popokas

El doctor Rúbicus Popokas se había pasado la mitad de la vida en la búsqueda del alacrán Emperador. Muy pocas personas de su generación habían oído hablar de él, y eran menos aún las que creían en su existencia. Un viejo códice en Sánscrito al que había tenido acceso en el Museo del Cairo decía que tal espécimen, en su edad adulta, llegaba a alcanzar la dimensión exacta de un cachorro de gato y podía producir una especie de melodía que embobaba a sus víctimas mientras el alacrán Emperador las aguijoneaba hasta matarlas.

Rúbicus Popokas estaba convencido de que tal animal existía y estaba obsesionado con encontrarlo. En su biblioteca de París, donde además de sus incunables poseía con orgullo no disimulado su colección única de arañas y alacranes, había preparado un lugar para cuando lo encontrase y había mandado a maquilar una pequeña placa de bronce con su nombre.

En el afán de encontrarlo le había dado la vuelta al mundo varias veces. No hubo desierto ni selva que no visitara en su frenética carrera. En esos años había visto desfilar ante sus ojos de todo, pero el alacrán Emperador parecía estar siempre un paso delante de él.

De vez en vez le llegaban vagas noticias de personas desconocidas, que decían haberlo visto en alguna ciudad remota. O que afirmaban haber escuchado su canto de Sirenas, en medio de la noche. Y el doctor Rúbicus Popokas corría inmediatamente hacia allá, aunque estuviera del otro lado del planeta.

Estaba por cumplir 69 años y la mitad de ellos los había dedicado a la búsqueda infructuosa del alacrán Emperador. Ya estaba casi resignado a no encontrarlo, cuando un atardecer de Junio un hombre increíblemente flaco, puso sobre su escritorio un ánfora de barro, tapada con un lienzo lleno de pequeños agujeros.

—Es el animal que buscas –dijo el hombre, como si lo hubiese dicho para nadie.

—¿Cómo estaré seguro de eso? inquirió el doctor Popokas, fijando sus ojos en la extraña luminosidad de los ojos del hombre.

—Porque él está tan cansado de correr como usted mismo –contestó el hombre mientras se alejaba.

—¿Cuánto le debo? –tuvo que gritarle el doctor, sintiendo que el co0razón se le salía del pecho por la emoción.

—Nada –escuchó que dijo la voz que se alejaba-. Las cosas que más se desean en la vida, casi nunca tienen precio.

El doctor Rúbicus Popokas se quedó solo nuevamente, en su oficina de un suburbio de Tegucigalpa. Era lunes y nunca pensó que el lunes fuese buen día para recibir regalos. Pero, allí estaba el ánfora, frente a él, sobre el escritorio. Y como muestra de su contundente existencia, del interior del ánfora empezó a emerger una melodía que se le antojaba música de ángeles. Estuvo varias horas escuchándola, y sólo cuando comenzó a ganarle el sueño, pensó en la conveniencia de encender su grabadora portátil, por si acaso el animal amanecía ronco. Amanecer ronco era un decir, porque él sabía que se trataba de un alacrán y no de un Ruiseñor o de un Ángel, aunque cantaba como ellos.

Miró de nuevo el ánfora. “Allí –pensó- está la causa del fracaso de mis tres matrimonios”.

El corazón seguía golpeando el interior de su pecho como un tambor, pero decidió que si ya había esperado media vida para conocerlo, bien podía esperar hasta que amaneciera, y así abrir el ánfora en presencia de todos los medios de comunicación. Llamó a sus contactos en el National Geographic, y estos le prometieron enviarle un equipo de reporteros. Saldrían en el próximo vuelo y llegarían en las primeras horas de la mañana.

El doctor no creyó prudente abandonar la oficina y decidió recostarse en la pequeña cama sándwich, en la que tomaba sus siestas del mediodía y en la que, de vez en vez, había tenido apresuradas sesiones amatorias con una que otra investigadora.

Se durmió. Soñó que continuaba escuchando al alacrán Emperador, y que lo veía.

Soñó que era como un pequeño ángel, con cuatro pares de alas en la espalda, pero provisto del aguijón asesino en la parte alta de la frente. Despertó. Estaba bañado en sudor frío.

Miró por instinto hacia el escritorio y ya no vio el ánfora. Se incorporó, nervioso, y la localizó en el suelo, hecha añicos. En ese instante escuchó el canto del alacrán Emperador. La melodía del animal manaba como las aguas de un arroyo desde la repisa más allá de la cama, y descubrió que el insecto se preparaba a saltar sobre él.

El doctor Popokas entendió entonces que la hermosa melodía era la de la muerte. Era sublime, triste, y seductora. Despertó del sueño de amor de la canción fatal y Agarró la pistola que siempre llevaba a la cintura y con un solo disparo, borró para siempre lo que había sido su razón de ser durante media vida.

Instantes después empezó a sentir una nostalgia dura y rasposa por aquella canción. En ese momento supo que ya había sido tocado y para siempre por el aguijón de muerte del mítico alacrán.

© Daniel Baruc

No solamente la caza del zorro

En un lugar de Entre Ríos al que llaman San José de Feliciano. Tal vez hacia 1905, en la ribera ondulante del río que los nombra, según los relatos orales de la larga tradición familiar, contados y recontados todavía por una voz en la espesura de los montes. Refugio de indios. Waikiraros. Algunos registros quedan todavía, papeles parcos y amarillentos en algunos journals de otro tiempo.
...

Agudas puntas de flecha entrevistas en la niebla de infancia removieron sus razones oscuras para rescatar esta historia. Nada extraordinario por lo demás, todo engañosamente simple y sumario, como la nieve que nunca cayó aquí; como ciertos meteoros. Cuerpos extraños en el rostro del mundo, inquietantes.

Habría sido en 1850, cuando los ingleses empezaron a tender los hilos de araña del ferrocarril desde Santiago del Estero hacia el sur y hacia el oeste; o quizás el sargento Anderson ya estaría aquí como mercenario, habría llegado antes que las otras máquinas. Señor de la tierra, lo evocan aún los relatos como azote celeste con el sol cayendo a plomo, cazando todo lo que se moviera en esos parajes, con las negras botas y la Colt

Su montura y su impávido rostro, y las boleadoras que estrellaba –que sigue estrellando- en los cráneos de los pequeños nativos, que salían a jugar confiados tal vez en un rito ancestral que los protegería.

El cazador y su pálida sombra que no desdeñaban siquiera la pequeña vida frágil de venados y pájaros.
...

Algunos pocos habrían tenido otra suerte, según testimonios recogidos, como esclavos en la estancia del patrón. Alguno incluso habrá visto a un hermano colgando como trofeo de caza detrás del recado inglés.

Sí, una historia tan simple: ellos, los dueños de estas flechas rotas; nosotros y esta expedición tanto tiempo después, en el mismo lugar y bajo el denso follaje de la verde noche inminente. Y de pronto un brusco silencio que reverbera y estalla, donde retumba una voz y se vuelve coro en el canto de violados siglos, una vaga amenaza de tambores fantasmales.

Seguimos avanzando en larga huida hacia delante de nosotros mismos. Arriba, una muda luna blanca es testigo: apenas el escenario quieto, un cielo vacío.

Nadie recuerda ya –ni Dios en su infinita memoria de ultrajes -. Y nadie nos juzga.

Pero algo muy dentro se pudre. Ah tan dentro.

© Alejandro Drewes
_______________

mediaIsla proSÁBADO 044 29 de setiembre 2007.-