Thursday, August 23, 2007

proSÁBADO O43



VIENE, MARTÍN, Y NO ESTÁS. Me he sentado en el peldaño de tu casa, recargada en tu puerta y pienso que en algún lugar de la ciudad, por una onda que cruza el aire, debes intuir que aquí estoy. Es éste tu pedacito de jardín; tu mimosa se inclina hacia fuera y los niños al pasar le arrancan las ramas más accesibles… En la tierra, sembradas alrededor del muro, muy rectilíneas y serias veo unas flores que tienen hojas como espadas. Son azul marino, parecen soldados. Son muy graves, muy derechas. Tú también eres un soldado. Marchas por la vida, uno, dos, uno, dos, uno, dos… Todo tu jardín es sólido, es como tú, tiene una reciedumbre que inspira confianza.

Aquí estoy contra el muro de tu casa, así como estoy a veces contra el muro de tu espalda. El sol da también contra el vidrio de tu ventana y poco a poco se debilita porque ya es tarde. El cielo enrojecido ha calentado tu madreselva y su olor se vuelve aún más penetrante. Es el atardecer. El día va a decaer. Tu vecina pasa. No sé si me habrá visto. Va a regar su pedazo de jardín. Recuerdo que ella trae una sopa de pasta cuando estás enfermo y que su hija te pone inyecciones… Pienso en ti muy despacito, como si te dibujara dentro de mí y quedaras allí grabado. Quisiera tener la certeza de que te voy a ver mañana y pasado mañana y siempre en una cadena interrumpida de días; que podré mirarte lentamente aunque ya me sé cada rinconcito de tu rostro; que nada entre nosotros ha sido provisional o un accidente.

Estoy inclinada ante una hoja de papel y te escribo todo esto y pienso que ahora, en alguna cuadra donde camines apresurado, decidido como sueles hacerlo, en alguna de esas calles por donde te imagino siempre: Donceles y Cinco de Febrero o Venustiano Carranza, en alguna de esas banquetas grises y monocordes rotas sólo por el remolino de gente que va a tomar el camión, has de saber dentro de ti que te espero. Vine nada más a decirte que te quiero y como no estás te lo escribo. Ya casi no puedo escribir porque ya se fue el sol y no sé bien a bien lo que te pongo. Afuera pasan unos niños, corriendo. Y una señora con una olla advierte irritada: “No me sacudas la mano porque voy a tira la leche…” Y dejo este lápiz, Martín, y dejo la hoja rayada y dejo que mis brazos cuelguen inútilmente a lo largo de mi cuerpo y te espero. Pienso que te hubiera querido abrazar. A veces quisiera ser más vieja porque la juventud lleva en sí, la imperiosa, la implacable necesidad de relacionarlo todo al amor.

Ladra un perro; ladra progresivamente. Creo que es hora de irme. Dentro de poco vendrá la vecina a prender la luz de tu casa; ella tiene llave y encenderá el foco de la recámara que da hacia fuera porque en esta colonia asaltan mucho, roban mucho. A los pobres les roban mucho; los pobres se roban entre sí… Sabes, desde mi infancia me he sentado así a esperar, siempre fui dócil, porque te esperaba. Te esperaba a ti. Sé que todas las mujeres aguardan. Aguarda la vida futura, todas esas imágenes forjadas en la soledad, todo ese bosque que camina hacia ellas; toda esa inmensa promesa que es el hombre; una granda que de pronto se abre y muestra sus granos rojos, lustrosos; una granada como una boca pulposa de mil gajos. Más tarde, esas horas vividas en la imaginación, hechas horas reales, tendrán que cobrar peso y tamaño y crudeza. Todos estamos –oh mi amor- tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no vividos.

Ha caído la noche y ya casi no veo lo que estoy borroneando en la hoja rayada. Ya no percibo las letras. Allá donde no le entiendas en los espacios blancos, en los huecos, pon “Te quiero”… No sé si voy a echar esta hoja debajo de la puerta, no sé. Me has dado un tal respeto de ti mismo… Quizá ahora que me vaya, sólo pase a pedirle a la vecina que te dé el recado; que te diga que vine.

El recado / Elena Poniatowska [México, 1932]
http://cuentoenred.xoc.uam.mx/cer/numeros/no_2/pdf/no2_alonso.pdf
http://www.llumquinonero.es/2007/02/28/elena-poniatowska-la-princisa-que-salio-del-cuento-para-escribirlo/
http://cuhwww.upr.clu.edu/exegesis/ano10/v27/arivera.html
http://www.filo.unt.edu.ar/centinti/iiela/revista_telar/revistas/1/5.pdf
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-2182-2005-04-24.html
http://www.elmundo.es/encuentros/invitados/2001/08/178/

Contenido

Daniel Montoly – Estudio sobre la alquimia de los sueños
Nemías Meléndez – Mosaico
Manuel Cubero – Fuego
Fabricio Estrada – Excomunión
José Tobías Beato – Dibujos en la arena

Estudio sobre la alquimia de los sueños

En ese reino, lo soñado despertó al soñador a otro mundo, donde las fascinantes escenas sobre sí mismo se sucedían como en una retrospectiva cinematográfica ante sus ojos impávidos.

Retornaba a un lejano tiempo, en su infancia, donde su madre alargaba sus alas más allá de los deseos de su lengua. El padre abría su boca para mostrarle dragones y elfos jugando a esconderse en los jardines infantiles. Y sintió miedo a crecer o a ser despojado por la existencia de su niñez.

Por primera vez creía. Pájaros quiromantes ponían planos y espejos a sus pies, los bosques taurinos a la ladera del río azul bañaron sus múltiples rostros con alcaloide amarillo extraído de un agabe. Escuchó una voz impertérrita venir de él, la envolvió en una burbuja y le dejó que se elevara, ¿para qué querer retenerla?

Estiró su cuello para verla irse, y alcanzó a ver otro reino geométrico cercano al suyo, donde vio estatuas en movimientos, otras sencillamente dialogaban entre ella,s apuntando con sus índices al sol. De repente oscureció, y la fascinación del sueño se hizo más intensa. Y los fragmentos del soñador se desintegraban, y él se rehusaba a creerlo, buscando detener la desintegración de su propio cuerpo onírico.

Fue entonces que descubrió que había olvidado la razón antes del ser soñado por los sueños, por tanto, no recordaba nada de su antiguo presente. Como, ¿Quién era? ¿De dónde venía?... o su nombre.

Agobiado, se cortó el ombligo, lo ocultó debajo de unas rocas, y nació otra criatura semejante a él, pero con atributos femeninos. Él se quedó observándola, miméticamente, y ella formó un círculo plateado en torno a su vientre. Él se le acercó. Ella lo despojó de un halo colgado en una de sus orejas.

Desde entonces no se conoce su paradero o qué pasó con su progenie, pero todos quieren emular su sueño, y a partir de lo ocurrido, todas las noches se observan grupos de humanos, mirándose en las cáscaras de los cipreses, y juran creer ver líneas uniformes metamorfosearse en mariposas en el aura del viento. [Para Thelma]

© Daniel Montoly

Mosaico

Puede que lo de Caín, no sea como lo cuentan, puede que su abogado en el juicio, fuera un inepto, (o se vendiera, o lo compraran, para el caso; es lo mismo). Pudiera ser, que el fiscal del estado se confabulara con el juez, o que en la investigación o el experticio, alguien se saltara una prueba con la aviesa intención de incriminarlo. En la quijada del burro muerto no había huellas, probablemente a Abel lo mataran para robarle. Entonces, ¿por que decir Caín? Ya bastante tenía con sus ovejas negras, con lo difícil de sus cosechas siempre exiguas, amen de las ovejas de su hermano, devastando lo poco útil del sembradío y como si no fuera suficiente; la tozudez de su dios para aceptarle ofrendas. Del perro pastor debía tres letras. Su cayado, herido de carcoma se derrumbaba a pedazos, igual que la cerca de la finca. Pensaba si pintarla de blanco colonial o blanco hueso, ¡que dilema! Cierto, las cosas no iban bien. Pero, donde su novia (trabajaba en un banco), le aprobaron un préstamo con bajos intereses y tres años de gracia. La solución es simple (este gato, no tiene cinco patas), si tenia novia y no era de la familia. Que busquen al asesino en otra parte, porque aparentemente, Moisés, o no salió nunca, o escribió de oídas y como era de esperarse, se “equivoco” a sabiendas.- [a un juicio no juicio y punto]

© Nemías Meléndez

Fuego

La tarde tendió su rojo manto sobre el horizonte. Los árboles, preñados de color, lanzaron un mensaje de muerte, ladera abajo, tras el inocente y doloroso grito de unos niños.


Sólo la noche fue testigo de cómo un leve soplo de viento barrió del mundo la última huella del cándido trasunto vital de aquellas ígneas nubecillas.

Mientras, lejos, desde un lujoso despacho, el buitre proyectaba un nuevo bosque de hormigón.

© Manuel Cubero

La excomunión

El torrente inusual de un invierno lleno de ira se arremolinaba en el aire, y caía, con golpes de mar, sobre Sabanagrande. No se sabía la hora ni el hambre, encallados en la glorieta del parque esperábamos que escampara, como pájaros abatidos.

Con los ojos fijos bajo el agua, nos sorprendimos, cuando de la esquina que conduce al atrio de la iglesia, apareció de pronto un cortejo fúnebre, cuyo féretro, alzado por cuatro borrosas figuras, se detuvo, a contraviento, frente a las puertas cerradas.

Llamaron a ellas, pero nadie abrió. Insistieron, la lluvia golpeó contra los candados del templo, pero nada. La mole barroca no abrió su boca y sus campanas se fundieron en el estruendo sórdido de la tormenta.

Por unos instantes, los hombres que cargaban al muerto, oscilaron en la duda y luego, en una conversación rápida y gestual decidieron dar vuelta atrás y dirigirse al cementerio con paso rápido.

La curiosidad se apoderó de nosotros que decidimos acompañar de largo al entierro, el primer entierro sin campanas ni rezos que habíamos visto en nuestras vidas.

El largo recorrido hacia el cementerio fue casi la imagen de una barca oscura, cuyos remeros, batían las corrientes que se despeñaban por la cuesta empedrada. Atrás, vadeando su estela de muerte, íbamos nosotros, como delfines del leteo.

Al despuntar los dos inmensos ceibones que abren paso al camposanto, los hombres se detuvieron, bajaron el ataúd y rezaron largamente. Los ceibones burbujeaban y ladeaban sus enormes copas, zarzas fragorosas que semejaban corales monstruosos bajo aquel inagotable temporal. Una vez terminadas sus oraciones, los hombres cargaron de nuevo al muerto y avanzaron entre los troncos, se detuvieron un instante ante estas otras puertas, dudando de nuevo, pero esta vez, el vacío los flanqueaba y entraron, hieráticos y con un mayor estruendo en su silencio.

Sin que ellos notaran nuestra presencia, pudimos colarnos hacia una buena posición desde donde pudimos ver que adentro, los esperaban dos peones que, en un esfuerzo frenético condenado al fracaso, trataban de sacar el agua que anegaba la tumba abierta por ellos mismos. Los dolientes, bajaron el ataúd y esperaron, pero muy pronto se dieron cuenta que los peones necesitaban de su ayuda y, con latas que servían de floreros a otras tumbas, comenzaron a achicar aquel pozo dentro del cual pretendían sumergir a su deudo.

Y no les quedó otra que aceptarlo: la tormenta no cesaría ni la tumba dejaría de colmarse de agua. Se cruzaron un par de miradas, bajaron la cabeza un instante –de nuevo en ese instante en que la vida se suspende como una gota de lluvia en las nubes- y procedieron a depositar el cajón en su interior.

Pero nada los prepararía para el rechazo manifiesto de la tierra, que una vez sentido el áspero pino en sus entrañas, lo vomitó al acto como si de un corcho sumergido se tratara. Sin amilanarse, tomaron las palas y piochas y con ellas, intentaron empujar el cajón hasta el fondo, mientras éste burbujeaba convulso. Pero nada, la tumba no lo quería recibir y la tormenta arreciaba contra las tablas en medio de un trepidante encono.

Consiguieron piedras y cruces de cemento arrancadas, le arrojaron encima hasta la grava que en principio estaba destinada para la plancha y para terminar de hundirlo, hicieron el gesto definitivo de lanzarle la lápida.

Todo quedó para la lluvia y nuestros recuerdos. Los hombres se persignaron y se perdieron en el regreso presuroso hacia el pueblo. La tumba del suicida quedó completada con todos los escombros que la lluvia le arrancó a la vida ese día.

© Fabricio Estrada

Dibujos sobre la arena

Bajo el sol los granos de arena refulgen como plata y oro. El viento juguetea, al tiempo que murmura advertencias. De pronto, miles de crustáceos asustados buscan refugio en las cuevas de los alrededores. Decenas de mujeres gritan y huyen. Los niños lloran y los hombres tiemblan al pensar en el pavoroso porvenir de los suyos.

Es que la playa ha sido tomada. Miles de soldados romanos corren por ella jubilosamente arrogantes. Sus corazas y cascos brillan dorados, al tiempo que con sus espadas y lanzas imponen el terror.

Un estudioso se encuentra en la playa; uno que, algunos acusan de haber provocado días atrás el incendio de los barcos que transportaban a estos mismos soldados, mediante un ingenio de espejos. También dicen que inventó contra ellos la catapulta.

Pero al momento el estudioso no se da cuenta de nada, tan concentrado está en los diagramas que sobre la arena muestran poleas, tornillos y palancas con los que pretende mover el mundo.

Una ligera espuma cubre tímidamente algunas fórmulas que anticipan el cálculo de Leibniz y Newton. Viéndolas, el sabio sonríe…….No obstante, su aislamiento y soledad se interrumpe de pronto cuando un valiente de mirada violenta se coloca a su lado. También mira las fórmulas, y asume que con ellas el anciano se burla de su presencia. Mas éste no le hace caso y persiste en su tarea………

El tosco saca su espada y comienza a deshacer las anotaciones que la arena, bajo el empuje del viento y las olas, es incapaz de salvar. De ellas quedan solamente figuras imprecisas.

“No borres mis diagramas” le ordena severo el sabio. Entonces el truculento, sin pensarlo dos veces, agita su espada otra vez y lo mata. Decenas de siglos han transcurrido desde aquella escena insensata.

Todavía aquella arena, testigo del crimen, refulge como plata y oro. Pero el mundo ha olvidado el nombre del soldado romano. Sin embargo, aún el viento de Siracusa juguetea sobre la playa y desde entonces murmura el nombre glorioso del sabio……...

© José Tobías Beato
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mediaIslaproSÁBADO 25 de agosto 2007.-