Saturday, October 27, 2007

proSÁBADO 045




HUBO UNA MUJER a quien un sueño embarazo dejó preñada. La mujer no despertó, pero durante nueve meses todos vieron crecer su vientre dormido. El parto fue normal: el bebé es gordo, rosado y nítido. Sin embargo, cada vez que su madre despierta, se vuelve borroso, sus líneas se desdibujan, se lo distingue apenas de los pañales, de la batita, de la pañoleta que lo envuelve. Y pertenece otra vez, enteramente, al reino de su padre.

Sueño embarazoso / Ana María Shúa [Argentina, 1951]
http://www.literatura.org/Shua/Shua.html
http://www.literatura.org/Shua/CG_LaQueNoEsta.html
http://www.anamariashua.com.ar/
http://elcajondesastre.blogcindario.com/2005/12/00303-robinson-desafortunado-ana-maria-shua-micro-cuento.html
http://www.educared.org.ar/guiadeletras/archivos/shua_ana_maria/index.htm
http://www.edicionesdelsur.com/cuentojuven_48.htm
http://www.edicionesdelsur.com/cuentojuven_46.htm

Contenido
La pérdida – César Augusto Zapata
La niña – Mónica Da Luz
El postigo – Rubén Sánchez Féliz
Jacinto blanco y azul – Pilar Romano
Carta del amante impío – Pedro Glup

La pérdida

La música era una tristeza de acordes. En el rincón un gris todavía equilibrando su óxido contra un viento húmedo; lo que hace días fue una flor, agoniza en el jarrón chino. El abandono de la salita salta a la vista. En el mueble grande una figura en penumbra apenas gira los ojos a intervalos hacia la puerta abierta hace días. Las casas vacías empiezan a oler a casas vacías y uno siente la urgencia de hacer maletas. Pero el habitante de ésta sigue allí, con esa música que se repite y casi hace llorar, mirando al único rectángulo iluminado. De pronto, el golpe de luz es recortado por otra figura que se detiene en el umbral. Parece que se miran sin decir nada. La presencia ante la puerta da la espalda y se va. Al girar en ángulo hacia la calle pudo ver su pelo empujado por el aire húmedo, mientras el piano insistió con la tristeza. El hombre se paró del sofá (la música cesó bruscamente). Fue hasta la puerta y pasó el cerrojo.

© César Augusto Zapata

La niña

La historia de una niña de dulzura extrema, cándidos ojos y mirada tierna.

Solitaria, sin hermanos ni amigos, ella que juega a soñar, que sueña jugando.

La inmensa habitación austera, con pocos muebles, que se transforma de pronto en castillo, en mercado, en un lugar lleno de niños que la acompañan en sus aventuras, mágico mundo de duendes, con cortinas que de pronto se vuelven cascadas o telones de escenarios inventados; donde todo transmite paz y simpleza.

Afuera, la neblina invade el patio de la vieja casa, el jardín abandonado lleno de rosales, cuyas ramas retorcidas se enlazan formando una maraña indescifrable; donde los árboles crecen a voluntad y elevan sus ramas al cielo en búsqueda constante del sol.

La chiquilla se asoma ahora a la ventana;, su mano aparta la cortina y transita con la mirada el patio y no ve a nadie, apenas un gorrión distraído que se atrevió en la fría mañana a la caza de frutos maduros o alguna flor tardía que no percibió la llegada del otoño.

Esa desolación la entristece, y ella que con pasos lánguidos se retira, alejándose de esa vista.

Sobre los muebles, los osos y muñecas la observan inmutables, el cansancio la va ganando, y se recuesta en la cama, separando el mullido acolchado que con tanto amor le tejió su abuela. Siente que el pecho está a punto de estallarle -será la fatiga-y posa la cabeza en la almohada; los rulos se esparcen sobre la funda, coronando su cabeza.

Llama a su madre pero nadie responde, cierra los ojos. Escucha que su abuela susurra su nombre. La ve con los brazos extendidos, corre hacia ella, siente alivio en ese instante y una sonrisa se dibuja al fin en sus labios.

Así la encuentra su madre al entrar a la habitación cuando toca su frente, fría desde hace rato.

© Mónica Da Luz

El postigo

Bajo la sombra del mango había una silla forrada de ramas de palma y, contiguo a ésta, un banquillo de madera. Carlos se sentó en el banquillo, aunque era muy pequeño para su fornido cuerpo. Al rato se inclinó, tomó una piedra y la tiró con desgana hacia la pared de baldosas. Luego hizo girar sus ojos lentamente por su alrededor, sin hacer pausas en lugares determinados. Vio una ardilla trepar en un árbol, los laureles empolvados, dos jilgueros picoteando en los cogollos de un cerezo. Finalmente se detuvo a contemplar una de las esquinas del patio, donde estaban olvidados un balón de fútbol, una pequeña bicicleta oxidada por la intemperie, dos muñecos desmembrados, y, sobre una mesita coja, un tren metálico descompuesto. Carlos se apretó las sienes con los pulgares y escondió su cara entre los ocho dedos restantes, se encorvó y apoyó ambos codos sobre las rodillas. Cerró sus ojos rasgados y se quedó inmóvil en esa posición. Sentía una algarabía de sombras inexistentes que corrían por el patio, alborotando todo cuanto encontraba a su paso. Veía la pequeña bicicleta que nadie hacía pedalear corriendo a una velocidad vertiginosa, y el balón de fútbol evadiendo obstáculos para anotar un quimérico gol. También escuchó su propia voz echando reprimendas. En el mundo donde estaba inmerso, el sol brillaba perpetuamente, traspasando las hojas de la misma mata de mango y dejando retazos de fulgores desenredados sobre la tierra rojiza. De repente, oyó una voz seca, deshecha, distante, que le gritaba un nombre con un eco desgastado que se abismaba en el vacío...

A continuación, tronó la voz de su mujer:

—Carlos, Carlos, te traigo tu almuerzo.

Carlos salió de su mundo con el ímpetu de una serpiente atacando a su presa y advirtió el cuerpo desmedrado que se había instalado delante suyo con un plato en las manos.

—No puedo comer —le dijo—; me entró un sueño repentino y quisiera aprovecharlo.

—Pero Carlos —dijo su esposa, mirándolo fijamente a sus ojos ausentes, mientras pensaba qué hacer.

Ella sabía el estado en que se encontraba porque lo sentía en su propia carne. Durante el día, mientras él trabajaba, ella cerraba las persianas y las puertas de la casa. Estando a solas, platicaba con las penumbras en los rincones, tarareaba canciones de cuna mientras mecía ambos brazos entrelazados de un lado a otro, y soltaba súbitas carcajadas que se rompían y se trababan entre los moldes de algún llanto. Deambulaba sigilosa por toda la casa, mientras los setos crujían de pena por contener tanto dolor en su interior. Pero al llegar la tarde, se convertía en un ser diferente: se secaba hasta la más recóndita lágrima que había derramado, y a pesar de los estragos visibles en su rostro, lograba exhibir cierta lucidez. Todo esto lo hacía con el único propósito de alentar a su esposo, ya que él era quien conducía el auto aquella noche.

—Está bien, sigue descansando. Cuando tengas hambre, me llamas —le volvió a decir con dulzura, mientras daba media vuelta y se desvanecía tras el cristal de la puerta como calígine, liada en un sigiloso sollozo.

Mientras tanto, él volvió a sumirse en sus cavilaciones, concentrándose, tratando arduamente de encontrar el postigo que lo llevaría de nuevo a los juegos con su hijo.

© Rubén Sánchez Féliz

Jacinto blanco y azul

Lo primero que recuerdo cuando pienso en las fechas patrias de mi adolescencia es que a mi tío mudo le ponían escarapela. Una escarapela especial, siempre la misma, grande, redonda y plegada, con un botón metálico en el centro

En realidad, mi tío no era tan sólo mudo, tenía dificultad para desplazarse y algún retraso mental que generosamente le había dejado cierta picardía; podían dar fe de ello las mucamas de la abuela, a las que pellizcaba en las nalgas cuando pasaban cerca, mientras le asomaba, doblada entre los dientes, la lengua casi roja que a mí me pareció siempre enorme. Algunas no duraban por eso; era inútil que mi abuela les explicara que “el chico era inocente”.

A los abuelos los vi siempre resignados ante la condición del Tío Jacinto. El nombre Jacinto, según contaban en la familia, se debió a que mi abuela admiraba a Narciso Ibáñez Menta y le había pedido a su marido que anotara a su último hijo con el nombre del actor, pero mi abuelo no se acordó bien del pedido al llegar al registro civil, sólo tuvo presente que su mujer le había mencionado el nombre de una flor y de allí salió Jacinto. Un jacinto que nunca pudo florecer del todo. Tan sólo logró un brillo verdoso en los ojos que hacía recordar al mar, según su madre. Consiguió también que la hermana mayor no se casara, consagrada siempre a su cuidado. Creo que ella conservó por mucho tiempo la esperanza de tener un novio y formar una familia, porque los médicos habían dicho que Jacinto no viviría mucho tiempo, que a lo sumo llegaría a la adolescencia. Sin embargo, cuando yo tuve uso de razón, ya andaría por los treinta. Su corazón nunca estuvo del todo bien y tenía a veces unas crisis parecidas a la epilepsia, de modo que estaba prohibido hacerlo enojar.

A pesar de todo, a los primos nos parecía pintoresco el Tío Jacinto. Es que, como dije, el tío era mudo pero no del todo tonto y oía perfectamente, al punto de que su pasatiempo favorito era escuchar junto a la abuela la radionovela de la tarde. Hubo un tiempo en que me parecía que una familia no estaba completa si no había en ella un “tío jacinto”.

No sé porqué, la hermana lo bañaba en su cuarto. Trajinaba con tinas y jarras con agua caliente que llevaba hasta allí desde la cocina; cuando podíamos, los primos espiábamos por el ojo de la cerradura y la escena, entre nubes de vapor que empañaban el espejo del ropero, nos parecía irreal y misteriosa. Yo solía pensar que Jacinto sentía deseos de escapar a través del espejo, desnudo y desolado, para volverse normal y apuesto en el otro mundo más justo que de seguro había detrás del cristal. Pero la tía lo envolvía en una toalla desesperadamente azul y lo sentaba en la cama para vestirlo y devolverlo a su mundo de mudez y torpeza.

Mamá nunca tuvo que ocuparse de su hermano, pero vivía pendiente de su salud y de sus gustos, preparando comidas y confituras que le gustaban y que ella misma llevaba a la casa de la abuela, todas las tardes, en ritual inexcusable.

Otro de los rituales inevitables en la familia se cumplía durante las fechas patrias. A media mañana nos trasladábamos todos hasta la casa de unos tíos que vivían frente a la plaza donde se desarrollaban los festejos. En el lugar privilegiado de la ventana de rejas que daba a esa plaza, sentaban a Jacinto con su escarapela. A su lado, la abuela Faustina con su collar de perlas de tres vueltas. A los chicos nos mandaban a la vereda, desde donde agitábamos nuestras banderitas. Luego, el almuerzo casi multitudinario, bullicioso, interminable. A la siesta, Jacinto pasaba a sentarse en la galería y nosotros a corretear por los dos patios que tenía la casona. Los mayores jugaban a las cartas o conversaban en las habitaciones.

Cuando llegué a los catorce o quince años empecé a odiar estas reuniones. Mis amigas hacían otros planes y yo no podía participar. Ya no jugaba con mis primos, casi todos menores. Recostaba mi bronca contra una de las paredes del patio y masticaba cualquier cosa para que no la notaran. A veces, deseaba que todos “los viejos” se murieran en las habitaciones, patas para arriba, como los pájaros. En uno de esos estados, le dije a un primo casi de mi edad “vamos a sacarle la escarapela a Jacinto y digamos que la perdió”. Lo hicimos y los demás chicos, queriendo participar de la travesura, formaron una ronda alrededor del tío gritando “¡Jacinto no tiene escarapela, Jacinto no tiene escarapela!”. El gris verdoso parecido al mar empezó a desbordarse para anegar las mejillas, lampiñas y rosadas, pero los chicos seguían: “¡Jacinto no tiene escarapela!...” Cuando la abuela salía del comedor para ver qué ocurría, empezaron las convulsiones. Vinieron todos a rodear al pobre tío, ya en el suelo, sacudido cada vez más por temblores imparables. Mi bronca se había transformado en una feroz sensación de culpa. “¿Qué pasó con la escarapela de Jacinto”? preguntaban. No me sentí capaz de responder; no ayudaría en nada, pensé, para disfrazar mi miedo ante las consecuencias. Pero sentía que mi mirada tenía un filo dañino. Había despojado al pobre Jacinto de algo –lo único quizás- que lo hacía sentir igual a los demás.

No era fácil encontrar un médico en día feriado, sin embargo, a la media hora llegó una ambulancia y se llevó al Tío Jacinto, que regresó al caer la noche, sano y salvo, pero la familia no volvió a esas reuniones de los días patrios. Y yo nunca revelé el secreto sobre el asunto de la escarapela. Ya nadie se enteraría.

Jacinto murió cinco o seis años después. Fue tarde para los sueños de la tía, que quedó soltera y vino a vivir con nosotros. Ahora, junto a mamá, me ayuda a ordenar las cosas que llevaré a la casa en la que viviré con Sebastián luego del casamiento. Descolgamos perchas, revolvemos cajones. ¿Te acordás de esta carterita? me dice la tía de pronto. “todavía la tenés... recuerdo que la usabas cuando eras chica”. La abre y la vuelca. Y lo primero que cae es mi vieja culpa con forma de escarapela.

© Pilar Romano

Carta del amante impío

Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo.
Borges

Impío, arrancando la piedra herida por el rayo, comienzo a golpearme el corazón, dudando entre saltar a un hoyo, al volcán, o romper la lira de Anfión para que cada frase sea una selva, cada palabra una bestia rabiosa, cada perfume rancio un motivo de desprecio y aún así, purgándome la bilis en su otoño, solazándome en mi canto en el odio, para ella, sin requerir sus alabanzas, ni el aplauso del coro de labradores, ni la aprobación de los invisibles pero ruidosos coturnos del anfiteatro, alborotando la esperanza de escuchar las flautas, el ladrido de los perros, de ver las golondrinas del verano, las frutas con que adorna su cabeza, llena de rencores, de cólera, de maquinaciones en el muelle mientras espera mi regreso sin saber que no vuelve aquel que no se ha ido, ignorando que hasta las estatuas de bronce conocen su virtud perdida, mi odio insensato y el desprecio que esgrimo como abubillas que pican su rostro, como lobos furiosos acosándola en el bosque en el que perdimos la esperanza de mañana, la mirada oscura entre las viñas, la piedad de acuchillarla por la espalda para no ver sus ojos, nunca más, sus ojos de nieve, codiciosos, mirando ahora las olas y el tiburón que gira, el gesto de olvidar, bajo las aguas, la traición, el fango de su nombre odiado mientras me alimento de achicoria y uvas, vago entre los hombres escépticos, me abraso en el incendio de no vivir entre sus brazos de leche y tortura, orino en su recuerdo y lanzo a todos los vientos las cenizas de nuestro amor arrasado.
Maldigo su nombre, una vez más. Que así sea.

© Pedro Glup
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mediaIslaproSÁBADO 045 27 de octubre 2007.-