Saturday, December 29, 2007

proSÁBADO 047




EL CARRUAJE de Margarita de Messina se detuvo frente a la Catedral de San Juan. Uno de los lacayos colocó la banqueta debajo de la portezuela y ayudó a su señora a bajar, mientras otro les daba luz con una lámpara de aceite de coco. Margarita levantó el velo negro que le cubría el rostro joven, bajó del carruaje y subió la escalinata del templo muy despacio, observando cada escalón con cuidado. Al acercarse a las grandes puertas del vetusto edificio, sintió un agradable olor a incienso.

En la oscura sacristía, alumbrada apenas por dos antorchas, esperaba el obispo de Puerto Rico. Margarita de Messina despachó a las esclavas y a los lacayos que la escoltaban, se arrodilló ante el mitrado y le besó el anillo. El prelado les ordenó al sacristán y a los demás clérigos que salieran, levantó a Margarita de Messina por el codo y la sentó a su lado.

—Hija, perdona que te haya mandado a buscar a la casa de tu hermano. Es bueno que pases allí una temporada luego de la tragedia de anoche. Pero mis votos y una promesa me obligan a darte noticias espantosas.

—¿Excelencia?

—Antes de morir, durante la confesión, tu marido me hizo jurar que te diría todo lo que ahora escucharás: Cuando tu padre murió el año pasado te dejó toda su fortuna y sus tierras. Pero tu marido sobornó –y amenazó– al notario para cambiar el testamento y otorgarle la fortuna a tu único hermano. Lo hizo porque le temía a tu belleza y quería que dependieras de él para todo. Hundido en su egoísmo infinito, pensó que si tenías riqueza propia ya no sería tu dueño. Esta abominación la confesó anoche antes de irse con Nuestro Señor, que todo lo perdona. Lo hizo para purificar su alma y morir en paz. Luego me pidió que te suplicara perdón. Cumplo mi promesa, hija mía.

Margarita de Messina reflexionó unos minutos en silencio.

—Excelencia, ¿dijo algo más mi marido?

—Nada más. ¿Por qué?

—¿No acusó a nadie?

El sacristán, sofocado, entró de pronto al aposento semioscuro. Se excusó ante la señora y susurró unas palabras al oído del Obispo, a quien se le humedecieron los ojos. Al terminar de escuchar el mensaje afirmó con la cabeza y despachó al clérigo. Luego agarró las suaves manos de Margarita de Messina y exclamó:

—Horror, hija mía. Debo darte otra noticia execrable. Tu hermano acaba de morir, también envenenado. Resignación, hija mía.

Confesión Luis López Nieves [Puerto Rico, 1950]
http://www.ciudadseva.com/otros/lln-int.htm
http://www.cuentosymas.com.ar/cuento.php?idstory=26
http://www.alternativabolivariana.org/pdf/nieves_en_la_muralla_de_San_Juan.pdf
http://cuentoenred.xoc.uam.mx/cer/numeros/no_4/pdf/cer4_maeseneer.pdf
http://www.ciudadseva.com/
http://www.ciudadseva.com/datos/index.htm
http://lopeznieves.com/
http://www.ciudadseva.com/obra/2004/actual04/rdj02.htm
http://www.ciudadseva.com/obra/2001/mono/mono.htm
http://es.geocities.com/cuentohispano/lopeznieves/
http://7mares.podomatic.com/entry/2007-02-24T18_10_28-08_00
http://librosgratis.podomatic.com/entry/2006-11-12T17_53_58-08_00
http://simequieresescribir.blog.com/2231184/
http://freddymurphy.blogspot.com/2007/04/los-nuevos-indios.html
http://laventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=3753&mode=thread&order=0&thold=0

Contenido

Rey Enmanuel Andujar Hondura
Alejandra Bermúdez Mundo inventado
Fredy Ramón Pacheco Confesiones de una frase de despedida
Elena Román Diez pinceles para un poema
Raúl Dorantes El papel

Hondura

Las heridas de la mujer, mudas, comunicaban nuestras frustraciones dentro del silencio reciclado de los doctores. Promesas: no llorar, no ceder, no pensar… Todo rastro de sangre ha sido lavado aunque, ahí están las negras suturas que servirán de ayuda al recuerdo. Salgo (siempre en taxi, a veces en el asiento de atrás) y me destrozo la fulana con árboles cortados, la isleta rota, la promesa de palmera… de qué clase de forros salen estas ideas, en qué isla se ha visto cosa semejante.

Olivia, casi sana, cicatrizando, sueña con playas entre lo gris y soleado, arena blanca y olitas inquietas; una mano protege la falda, la otra recoge lágrimas. Recuerda: Considerando que tu abrazo es un saludo a la nada, de que vivimos en un mundo de ideas que chocan, se entrecruzan, y obstaculizan.

Deberías escribir cosas coherentes, dice el maestro de literatura creativa y le explico, Maestro, llego hasta la página en blanco tan temida con las ideas articuladas y al final viene la nostalgia de una ciudad destrozada en verano permanente en donde todo está cerrado y me gana a la coherencia y lo que termino haciendo son estos relatos de trescientas palabras, que aunque las palabras, por separado, sean interesantes, el conjunto siempre termina siendo algo bien tanguero, bien bachatú.

Me voy de nuevo porque siempre ha sido tarde, tu cuerpo sin fe ya no es mi casa, me entero que le has puesto a aquellos sentimientos un se vende, un cerrado, un se traspasa y te sientas a esperar: nuestra historia es un clasificado al que nadie hace caso. Yo me he quedado con la esperanza de besos y el tamaño profundo de tu mordida. No tuve nada que darte, esperanza única de domingo playero, constancia de que sólo somos carne de consumo.

© Rey Emmanuel Andujar

Mundo inventado

Mis aldeanas fueron a ver un médico que les diagnosticó artritis y achaques menopáusicos. Entonces retornaron al papel, cargaron sus canastas y me suplicaron que les regalara un camino para llevar sus flores. Así, de espaldas, me inventaron un mundo de silencios grandes manchados de colores.

Silencio roto

Mis aldeanas presienten en el silencio otras dimensiones. Dicen ellas que así se prepara una gran explosión universal o un grito de rebeldía. Presienten que nadie aguanta el abandono, el desamparo, el silencio, mucho rato. Por eso, necesito hablar de ellas para que ellas me inventen un camino de acuarela y crayón.

Fe

Mis aldeanas saben que están hechas de los mismos elementos que las piedras, el agua, el maíz. Oyen desde acá el grito en las cavernas y conocen de miedos universales y de cielos e infiernos. Ellas saben que yo les mutilo las ofensas, los rituales de iniciación, su necesidad de intercambiar carne con carne. Sabe que yo las obligo a creer contra todo y todos.

© Alejandra Bermúdez

Confesiones de una frase de despedida

Se perdió en el sopor del silencio. Las ratas y sus agudos chillidos atropellaban las cañerías que transportaban la sangre nauseabunda; y estallaban los tímpanos del monstruo. Se desplomaron los restos de piel y huesos, al mismo tiempo que un coro enlutado de voces fantasmagóricas salía desesperado a vomitar los últimos esputos de alma, aún apelmazados en las entrañas. Resonaban las flatulencias disparadas por las últimas palabras escritas en la conciencia. ¿Cómo podrían haber convivido en vida la vida de aquel mal viviente desecho humano, los semejantes del escritor de soledades, habitante de la oscuridad más escalofriante de la egolatría vital? Una máscara rodeada de vísceras inútiles había nacido y ni los fuegos de la pasión ni los instintos, jamás la habían desgarrado con la sutileza que lo hizo él mismo el día de su muerte. Un filoso cuchillo construido con el acero de sus propias palabras, desnudó los asquerosos panfletos acumulados en su corazón: “No amo nada ni nadie más que a mi. Soy la más suculenta e inteligente defecación de la especie. Soy el Dios de mi exclusivo infierno. ¡Soy!”…

Pero sí, era en realidad. Así desagradable y perverso. A diferencia de los que no tenían idea de su ser y creían vivir. Se imaginaban hasta especies similares y orgánicas, con sentido, con razón, alma, inteligencia y el resto de sinónimos inventados por el verdadero creador de las tinieblas; al punto de creerse contenedores de la verdad impoluta y santificada.

En las penumbras desafiantes de esa verdad, la continencia de la confesión convertía al monstruo en una criatura pensante, capaz de reconocerse así mismo. Y ¡Ay! de aquel mortal cerebro que viva, sin ser capaz de extirpar el tumor de la fe que arrastra, sin saber que esa verdad no existe; y la fe no es más que la muleta vergonzosa de un ser incapacitado para vivir. Esa pústula, lacerante y pervertida pluma en mano, podía hundir la daga de palabras dulces en la voracidad de las ansiedades femeninas; o incinerar las bondades de una ofrenda de vibraciones afectuosas, venidas de otro ser cautivado por el encanto de la víbora, a sabiendas de que el universo giraría instantes después de la herida, y él estaría en otra circunstancia, tiempo y espacio; adorado por las miserias de sus reflexiones egocéntricas, y el infinito de moléculas sobrevivientes del universo de soledad que lo habitaba.

No era ermitaño su pensamiento, sin embargo; no era la ascendente morada espiral de un gasterópodo, asimétrico recinto a causa del arrollamiento de sus vísceras. Estaba lúcido y confiaba en la palabra de regreso que ella le prodigó en la despedida. Alegres los senos, festivas sus caderas, contoneos de la mirada, los párpados entrecortando el vacío que los ojos reflejaban; un manojo de nervios erizando su piel. Un pródigo equipaje balanceando en una mano, y las llaves del auto tintineando impacientes en la otra. El me voy pero volveré antes del anochecer, aunque cantarina la voz y temblorosos los labios al pronunciarlo, era evidente despedida para no volver. La tarde ya era ocaso y las sombras se proyectaban porque justo en ese instante era el antes del anochecer. La mentira hacía lodosas las palabras y podía verse el acento del volveré goteando sobre el camino que la conducía a los brazos de su amante. El me voy si era definitivo y cristalino. El monstruo, tan experto crítico literario, sin embargo fue el más torpe analfabeta ese antes del anochecer, cuando ella decidió liberarse de sus palabras vanas, insidiosas, cargadas de letras inútiles; sus hostiles oraciones de verbos y predicados indecentes, las frases de cortedad criminal como guillotinas, cada vez que inventaba un relato de presentes o pasados. Ella se iba y solo invirtió la frase del clímax: “Me voy y jamás volveré a ver otro anochecer en tus asquerosos textos repetidos de insolencia”, debió decir, si no fuera porque ella era bondadosa y perdonaba todas las infidelidades del editor conspicuo, cuando él era, y no ahora convertido en vulgar escribiente de panfletos.

Escuchó un grito cuando cerraba la portezuela, y sabía que era la interjección del loco dejado en su estercolero de frases chorreando desde la biblioteca. Se había atravesado su pluma en la garganta, por eso ahogaba el ¡Vuelve antes del amanecer maldita! Tarde, muy tarde confesaba su debilidad, a pesar de sus danzas celestiales y sus comuniones con las musas. Tarde se resignaba a que ella llegara, aunque fuera al amanecer; porque antes del anochecer era imposible; cuando apenas el auto se ponía en marcha con las luces encendidas, los grillos aturdidos se volvían sordos y el cuerpo rodaba escaleras abajo, con la pluma en la garganta, escupiendo las últimas palabras tintas de sangre; minúsculas todas, sin exclamaciones, huecas mas bien, hasta llegar a la última contrahuella imprimiendo los últimos puntos suspensivos.

© Fredy Ramón Pacheco

Diez pinceles para un poema

Un hombre en una cueva. Una cueva en un hombre. Un hombre dentro de una cueva construyendo una ventana sobre un trípode. Un trípode de siete pies. Una ventana de cristal de hiedra.

Un hombre se acerca a una ventana a medio hacer. Una ventana por la que sólo puede ver lo que él quiera. Una ventana de cristal de hiedra hecha añicos y semillas que se sostienen en vilo por un conjuro (o un don).

Un hombre lleva sus dedos a la ventana. Las manos de un hombre se mueven a cámara lenta descansada sobre un trípode de siete pies. Los dedos de un hombre contra el cristal lo hacen acuarela. Diez pinceles para un poema.

Un hombre en una cueva construye una ventana de cristal de hiedra sobre un trípode de siete pies, siete añicos y siete semillas. Un hombre dibuja un poema con diez pinceles y un conjuro (o un don) que le permite ver lo que él quiera a cámara lenta. Un hombre en una cueva en vilo sostiene una acuarela. [a rrs]

© Elena Román

El papel

Vivo en el cuarto piso de un edificio ubicado en Granville y Winthrop; una calle es ruidosa, la otra más bien tranquila. Casi pegado a la ventana del pequeño estudio, tengo un escritorio de formica, el mismo en el que solía escribir notas para recordarme lo que tenía que hacer. Pero durante el verano que recién pasó, me empezó a llenar de ansias la posibilidad de que una de las hojas se levantara a causa del viento y se escapara por la ventana. Se me ocurría que la hoja de papel podría llegar hasta la banqueta y provocar una fatalidad… Ya después caminaba por alguna de esas calles, y cada vez que veía una hoja me detenía a corroborar que no era una de las mías. De cualquier modo, la recogía y la ensartaba en un clip que siempre llevo en la mochila. No había de otra: tenía que recoger esa hoja, a menos que a ojos vistas fuera papel encerado o un pliego con restos de chocolate. En mis andanzas, llegué a topar con un paquistaní que no discriminaba: igual le daban los manuscritos en papel cuadriculado que las envolturas de celofán. En una ocasión, a la altura de la Broadway, le pedí que me dejara revisar si por ahí, entre sus montones, no se había colado alguno de mis papeles; la mala suerte no debía caer sobre él ni sobre nadie... Llegó el mes de julio. Y antes de montar mi bicicleta era de rigor revisar que no se asomara un pedazo de papel en la mochila o en alguna bolsa de mis pantalones. Ya en agosto no podía fumar sin que antes auscultara minuciosamente el cigarrillo: no fuera a suceder que hubiese algún pedacito de mis hojas perdido en la ranura que hay entre el tabaco y el filtro. Con las primeras lluvias ni siquiera intenté hacer el amor con mi mujer. Tenía la certeza de que un papel doblado con alguna de mis notas se interponía entre su vientre pálido y mi ombligo.

© Raúl Dorantes
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mediaIslaproSÁBADO 047 29 de diciembre 2007.-

Saturday, November 24, 2007

proSÁBADO 046




USTEDES DIRÁN que es pura necedad la mía, que es un desatino lamentarse de la suerte, y cuantimás de esta tierra pasmada donde nos olvidó el destino.

La verdad es que cuesta trabajo aclimatarse al hambre.

Y aunque digan que el hambre repartida entre muchos toca a menos, lo único cierto es que todos aquí estamos a medio morir y no tenemos ni siquiera donde caernos muertos.

Según parece ya nos viene de a derecho la de malas.

Nada de que hay que echarle nudo ciego a este asunto. Nada de eso. Desde que el mundo es mundo hemos andado con el ombligo pegado al espinazo y agarrándonos del viento con las uñas.

Se nos regatea hasta la sombra, y a pesar de todo así seguimos: medio aturdidos por el maldecido sol que nos cunde a diario a despedazos, siempre con la misma jeringa, como si quisiera revivir más el rescoldo. Aunque bien sabemos que ni ardiendo en las brasas se nos prenderá la suerte.

Pero somos porfiados. Tal vez esto tenga compostura.

El mundo está inundado de gente como nosotros, de mucha gente como nosotros. Y alguien tiene que oírnos, alguien y algunos más, aunque les revienten o reboten nuestros gritos.

No es que seamos alzados, ni es que le estemos pidiendo limosnas a la luna. Ni está en nuestro camino buscar de prisa la covacha, o arrancar pa'l monte cada vez que nos cuchilean los perros.

Alguien tendrá que oírnos.

Cuando dejemos de gruñir como avispas en enjambre, o nos volvamos cola de remolino, o cuando terminemos por escurrirnos sobre la tierra como un relámpago de muertos, entonces tal vez llegue a todos el remedio.

II

Cola de relámpago, remolino de muertos. Con el vuelo que llevan, poco les durará el esfuerzo. Tal vez acaben deshechos en espuma o se los trague este aire lleno de cenizas. Y hasta pueden perderse yendo a tientas entre la revuelta oscuridad.

Al fin y al cabo ya son puro escombro. El alma se ha de haber partido de tanto darle potreones a la vida. Puede que se acalambren entre las hebras heladas de la noche. O el miedo los liquide borrándoles hasta el resuello.

San Mateo amaneció desde ayer con la cara ensombrecida. Ruega por nosotros.

Ánimas benditas del purgatorio. Ruega por nosotros.

Tan alta que está la noche y ni con qué velarlos. Ruega por nosotros.

Santo Dios, Santo Inmortal. Ruega por nosotros.

Ya están todos pachiches de tanto que el sol les ha sorbido el jugo. Ruega por nosotros.

Santo san Antoñito. Ruega por nosotros.

Atajo de malvados, retahila de vagos. Ruega por nosotros.

Cáfila de bandidos. Ruega por nosotros.

Al menos éstos ya no vivirán calados por el hambre.

La Formula Secreta / Juan Rulfo [México, 1917-1986]
http://www.literatura.us/rulfo/index.html
http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/juanrulfo/cronologia.htm
http://www.elortiba.org/rulfo1.html
http://amediavoz.com/poetas.htm
http://www.um.es/cat_hisp/rulfo.htm
http://portal.rds.org.hn/listas/hibueras/msg08685.html
http://sololiteratura.com/rul/rulobras.htm
http://academic.uprm.edu/~yeseniap/id80.htm
http://www.elpelao.com/letras/2757.html
http://www.escribirte.com.ar/autores/21.htm
http://agosto.libertaddigital.com/articulo.php/1276232188
http://home.houston.rr.com/literatura/juan_rulfo.htm
http://www.ddooss.org/articulos/cuentos/Juan_Rulfo.htm
http://www.ddooss.org/articulos/cuentos/J_Rulfo.htm
http://antoncastro.blogia.com/2005/120603-la-maquina-de-escribir-de-juan-rulfo.php
http://www.antorcha.org/liter/rulfo.htm
http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/rulfo/la_voz.htm
http://www.letras.s5.com/jr220106.htm
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/rulfo/jr.htm

Contenido

El vendedor de molenillos – Virgilio López Azuán
Duda – José Báez Guerrero
Vivir del cuento – José Carvajal
Diario de una muñeca de aparador – Aletse Santiago

El vendedor de molenillos

Dios estuvo en casa, llegó con su venta de molenillos, preguntó por mi padre que había muerto, como si él no lo supiera. Mi madre, llorosa por el recuerdo evocado, secó sus lágrimas y lo invitó a tomar un café. Ella no sabía que ese vendedor era Dios.

Dios no rechazó la invitación. Mi madre fue a la cocina a preparar el café. Dios, que era un poco inquieto, se levantó del sillón y fue al patio donde los niños y las niñas jugaban sin parar. Ellos hacían figuras humanas con barro. Dios se les acercó y habló quedamente con ellos. Luego vino el milagro, como aquella vez: Sopló aire por la nariz de los muñecos. En ese momento llegó la vida, y llenos de ingratitud huyeron del lugar.

© Virgilio López Azuán
Duda

...cumplía años y durante el día había recibido llamadas de felicitación de familiares y amigos que se lamentaban de que no fuese como todos los años a celebrar un fiestón con motivo de hacerse más viejo lo que le tenía un poco triste pero su mujer le había convencido la semana anterior de que la cosa no estaba como para gastarse esos cuartos en fiestas porque al final de la noche por mucho que gozara iba a tener el bolsillo castigado y las tarjetas de crédito heridas seriamente lo cual en verdad quizás no era muy prudente y esta ingenua y dulce mujer suya siempre decía lo que estaba a flor de corazón por lo que no debía dudar de ella cuando enumeraba las razones por las cuales no convenía hacer la fiesta de cumpleaños así que se dejó convencer de que lo mejor sería salir a cenar ellos dos juntos para acordarse de cuando salían solos como salen los novios y ella le visitó en la oficina al mediodía y le llevó un brownie con velita encendida que fue todo un espectáculo y a media tarde llamó para recordarle que como iban a salir no olvidara asegurarse de llegar a tiempo a la casa pero ahora llegaba a la casa cansado de un día entero de trajinar y duda si acaso no seria mejor quedarse en casa tomándose un whisky o una copa de vino tinto mientras miraba el juego de pelota en lo que ella preparaba unos sandwichitos pero sabía que no podía salirle con eso a ella porque seguramente ya estaba cambiada de ropa esperándole porque mira la casa como está de oscura con todo cerrado pero ¿ese no es el carro de sus compadres? bueno quizás es parecido déjame entrar a echarme una agüita para irme a celebrar estos 37 años tan bien gozados que los llevo y ahora esta llave que no abre....

...al abrir la puerta se encendieron las luces y vio sorprendido cómo todos sus amigos comenzaban a cantar el happy birthday tuyú, unos con pitos y maracas y otros con sombreritos de colores evidentemente contentos por los varios tragos de ventaja que llevaban tomados mientras aguardaban que llegara a casa para sorprenderlo como en efecto lo habían sorprendido y en medio de toda la algarabía estaba parada en perfecta armonía con su belleza y sonreída con una picardía que parecía nueva en ella que siempre había sido transparente como un velo de seda blanca hasta ahora que pudo envolverlo y cegarlo con los dobleces del paño de suave traslucidez y muy creído de que iban a salir solos traerlo engañado hasta su propia casa a una espléndida fiesta de cumpleaños.

Sonrió también, miró asombrado alrededor y una duda fulminante hirió de muerte su sonrisa. ¿Y estas artes de la simulación tan extraordinariamente empleadas para montarle este asalto, habían siempre estado en ella o eran un nuevo atributo? Sonrió, y el brinco del corazón le dijo que jamás nada sería como antes....

© José Báez Guerrero

Vivir del cuento

—Perdone, ¿es usted Patterson, el escritor?

—No, no soy Patterson el escritor, soy agente de alquiler de autos.
—Disculpe.

—No se preocupe. ¿Por qué pensó que yo podía ser Patterson, el escritor?

—Es que usted se parece al escritor, y el escritor se parece a un agente de alquiler de autos. Olvídelo, son mañas de mi oficio.

—¿Y usted que hace?

—Soy interrogador.

—¿Interrogador? ¿Trabaja para la policía?

—No, trabajo para Patterson, el escritor.

—Y si es así, ¿por qué me pregunta si yo soy él? Usted debe conocerlo perfectamente.

—Sí, lo conozco perfectamente, pero qué quiere que haga. El está allí dentro del vehículo que acabamos de alquilar en esta agencia, y me dijo que viniera a preguntarle si usted era Patterson, el escritor.

—No entiendo nada.

—Pues mejor, porque yo tampoco entiendo nada.

—¿Y entonces por qué se presta para hacer este trabajo?

—Primero, porque me pagan bien sin ser, digamos, policía; y segundo porque quiero adquirir experiencia para ser como Patterson, el escritor.

—¿Y usted quiere ser como él?

—Claro, ¿a quién no le gustaría ser cómo él?

—¿Y cómo es él?

—Pues, como usted. No escribe una sola palabra, pero vive del cuento y es un hombre próspero ante los ojos de la sociedad.

—Y cómo es posible que siendo escritor no escriba ni una sola palabra.

—Bueno, él no tiene la culpa.

—Ah, no. ¿Y quién tiene la culpa?

—Los lectores.

—¿Los lectores?

—Sí, los lectores.

—A ver explíqueme, ¿por qué los lectores tienen la culpa de que un escritor como Patterson se gane la vida como escritor sin escribir ni una sola palabra?

—Porque siguen comprando sus libros.

—¡Pero todo esto es una contradicción! Sigo sin entender.

—Mire, en estos tiempos hay muchos escritores que no escriben y muchos lectores que no leen.

—¡Pero eso es una falta de honestidad con uno mismo!

— Exactamente. Pero a nadie le importa. Por ejemplo, ¿ha leído usted alguna vez a Patterson, el escritor?

—No, la verdad no lo he leído.

—Entonces, ¿por qué tiene usted esos libros de Patterson sobre su escritorio?

—Bueno, mire, con usted no me queda otra que confesarme. Yo soy uno de esos lectores que no leen, pero no se lo diga a mi jefe, porque si se entera me baja el sueldo.

—No entiendo, ¿qué tiene que ver una agencia de alquiler de autos con la lectura?

—Lo que pasa es que mi jefe quiere ser escritor, y al igual que usted aspira a ser como Patterson.

—Pero eso a usted no le conviene. Si su jefe llega a ser como Patterson, usted perderá su empleo.

—No, no lo creo.

—¿Y por qué está usted tan seguro?

—Porque yo aspiro a ser su interrogador, aunque no sea policía. De modo que cuide su puesto, y a Patterson que cuide el suyo. Si no, yo vendré a interrogarlo a usted, y Patterson estará metido en su oficina de gerente queriendo ser como mi jefe.

© José Carvajal

Diario de una muñeca de aparador

Un día de ésos, de un año impreciso.

Sí, regreso a mi vieja afición de hilvanar palabras con la punta de un lápiz en lienzos blancos, como cuando fui la niña cuidada de mamá, la estudiante modelo, la hijita de papá, aquella a la que regalaron un diario. Y ahora, ¿quién soy? Veamos: adorno y estoy minuciosamente vestida para que deseen tenerme entre sus manos, acaricien mi pelo artificialmente cobrizo, para perpetuarme en sus pupilas por un instante. Regalo fantasías y estoy diseñada para decir eternidades en medio del gemido. Lo que no saben es que esas palabras aún me salen del corazón, porque no ven mis lágrimas de aserrín, e ignoro el sentido de la risa cínica. Se acercan, me sacan del aparador, me dan la vuelta, me suben y bajan, me visten y desvisten, me codician; me degustan, palpan, estrujan; se dejan querer y escuchan asombrados mi melodía interna, mientras en mi caja musical doy vueltas y vueltas sin parar. Cierran los ojos, me miran con la yema de los dedos, sonríen y a veces lloran porque saben que soy de porcelana, resquebrajable. Entonces, cuidadosamente me vuelven a poner en mi plataforma circular, me dan un beso, y se van. Sí, eso es lo que soy: una muñeca fina de aparador.

Una semana después de ese día cualquiera.

Como muñeca de aparador no espero nada. Sólo hago lo que tengo que hacer: cotizarme, adornar y regalar quimeras a sedientos de olvidos. Pero esta noche alguien llegó, miró más allá de mis pupilas ahogadas y me dijo que odiaba a quién me puso tras la vitrina. “Nadie me puso aquí”, le respondí. “Tú sabes que sí”, me dijo con voz susurrante, “y me duele que ni siquiera tengas el valor de admitirlo”. Yo callé por unos instantes antes de preguntarle, sin mirarlo a los ojos: “¿Importa eso ahora?” “Importa”, me contestó, “porque sin caerte te estás rompiendo, estás muriendo por dentro. ¡Déjame sacarte de aquí!” Se romperá él también, lo sé. “No me conoces, ninguno de los dos se romperá. Nadie más te pondrá tras una vitrina. Yo cuidaré de los dos.” Fueron sus últimas palabras. Tengo miedo.

Un día muy preciso, el cielo se abre.

Ahora los dos estamos dentro del aparato de quimeras y engrasamos los engranes de las horas. Todo está en orden. Bajamos la cortina del tiempo e ignoramos al mundo y sus miserias. Abiertos, sin miedo, nos contamos todos los secretos. Me gustan estas lágrimas que me saben a riachuelo de aguanueva. Miro por la ventana y desconozco el pueblo, aún cuando llevamos meses viviendo entre sus gentes que nos ven como extraños. Él duerme. Respiro su silencio y se ensancha el paraíso. Sonrío. Muy lejos están las calles donde deambulaba vestida de lentejuela, tacones altos, y mis labios de rojo insinuante. La noche me llama con voz ronca. Cierro instintivamente las cortinas espantando el presagio. El gorjeo de un búho se estrella contra el portal, y el croar de las ranas se filtra por debajo de las puertas. Un repeluzno trepa mi seguridad como mala hierba. Él me llama a refugiarme entre las sábanas, a disipar el insomnio que poco a poco diluye con el calor de su abrazo.

Un día de ésos, de un año preciso.

La muñeca está nuevamente bajo las luces de neón. Mi sombra es ahora artificial. No siento rencor. Salgo y entro a la hora que quiera de la vitrina de cristal. Me cubro bien de los azotes de la noche impía. Se han cotizado mis besos; mis caricias y mis palabras tienen precio. Soy libre. Se me acabaron las lágrimas de aserrín, y a veces regalo quimeras por el puro y mezquino placer de ponerlos a ellos a dar vueltas en mi caja fría y musical. No acepto sus besos. Ya no pueden romperme. La porcelana es ahora unicel y estambre de nylon. Me rompió aquel que, diciéndome “¡odio a quien te puso tras ese aparador!, un día, sin más ni más, desapareció. Arrastró con los restos de ternura que había dejado aquel otro, que habiendo violado mis sueños, me lanzó al ruedo, poniéndome por primera vez tras el aparador.

Un día de hoy, de un año funesto.

Nadie se acerca a mí. Los vidrios están sucios de neblina ociosa. Llueve sin cesar, sin mojar, pues hace meses que estamos en sequía, y las aceras están calientes aún cuando ya es de noche. Ladran los perros su aburrimiento y un gato me maúlla desde la azotea. Busco un techo y no lo encuentro. Mi piel besa a mis huesos; la hondura de mis ojos son los de un pozo seco. Mis manos tiemblan. Medio giro y me falta el aliento. La cuerda rota. Las medias jaladas y un zapato sin tacón. ¿Quién vendrá a darme cuerda? ¿Quién me regresará mis quimeras?

Un día cierto, hoy brilla el sol.

Todo es blanco, limpio, absurdamente etéreo. Me sostiene una cama como un lecho de nardos suaves. Por mis venas fluye el líquido vital que aminora el llanto de mi cuerpo. Él está aquí, de mi mano, y me lleva a la cornisa de nuevas lunas, de incógnitos espejos. Él fue el que me alejó de mi casa, vamos nena, soñemos... Me desviste con delicadeza, perfuma mis sueños adolescentes, y se hunde en mi pecho virgen. Hurga en mis adentros y ve en mí tierra fértil. Me vuelve a vestir, ha cambiado mis calcetas blancas por medias brillantes y vestidos de seda. Gira, me dice, y yo giro, giro, giro... Estiro mis manos, trato de tocarlo. Abro los ojos; otros ojos me miran con lástima. Batas blancas y un meneo de cabeza de derecha a izquierda, de izquierda a derecha... Mi precio tuvo su costo. La caja de música dará sus últimos acordes; se la tragará la tierra y me llevaré por siempre a unos tantos de ellos, contagiados... Nadie se atreve a acariciar mis llagas, a tomarme de la mano. De muñeca de porcelana, princesa, ahora soy un guiñapo. Un silencio de réquiem invade la habitación. Pero se abre el cielo, brilla el sol; todo es blanco, limpio, calmo: absurdamente etéreo... y sonrío antes de cerrar para siempre la cortina del tiempo.

© Aletse Santiago
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mediaIslaproSÁBADO 046 24 de noviembre 2007.-

Saturday, October 27, 2007

proSÁBADO 045




HUBO UNA MUJER a quien un sueño embarazo dejó preñada. La mujer no despertó, pero durante nueve meses todos vieron crecer su vientre dormido. El parto fue normal: el bebé es gordo, rosado y nítido. Sin embargo, cada vez que su madre despierta, se vuelve borroso, sus líneas se desdibujan, se lo distingue apenas de los pañales, de la batita, de la pañoleta que lo envuelve. Y pertenece otra vez, enteramente, al reino de su padre.

Sueño embarazoso / Ana María Shúa [Argentina, 1951]
http://www.literatura.org/Shua/Shua.html
http://www.literatura.org/Shua/CG_LaQueNoEsta.html
http://www.anamariashua.com.ar/
http://elcajondesastre.blogcindario.com/2005/12/00303-robinson-desafortunado-ana-maria-shua-micro-cuento.html
http://www.educared.org.ar/guiadeletras/archivos/shua_ana_maria/index.htm
http://www.edicionesdelsur.com/cuentojuven_48.htm
http://www.edicionesdelsur.com/cuentojuven_46.htm

Contenido
La pérdida – César Augusto Zapata
La niña – Mónica Da Luz
El postigo – Rubén Sánchez Féliz
Jacinto blanco y azul – Pilar Romano
Carta del amante impío – Pedro Glup

La pérdida

La música era una tristeza de acordes. En el rincón un gris todavía equilibrando su óxido contra un viento húmedo; lo que hace días fue una flor, agoniza en el jarrón chino. El abandono de la salita salta a la vista. En el mueble grande una figura en penumbra apenas gira los ojos a intervalos hacia la puerta abierta hace días. Las casas vacías empiezan a oler a casas vacías y uno siente la urgencia de hacer maletas. Pero el habitante de ésta sigue allí, con esa música que se repite y casi hace llorar, mirando al único rectángulo iluminado. De pronto, el golpe de luz es recortado por otra figura que se detiene en el umbral. Parece que se miran sin decir nada. La presencia ante la puerta da la espalda y se va. Al girar en ángulo hacia la calle pudo ver su pelo empujado por el aire húmedo, mientras el piano insistió con la tristeza. El hombre se paró del sofá (la música cesó bruscamente). Fue hasta la puerta y pasó el cerrojo.

© César Augusto Zapata

La niña

La historia de una niña de dulzura extrema, cándidos ojos y mirada tierna.

Solitaria, sin hermanos ni amigos, ella que juega a soñar, que sueña jugando.

La inmensa habitación austera, con pocos muebles, que se transforma de pronto en castillo, en mercado, en un lugar lleno de niños que la acompañan en sus aventuras, mágico mundo de duendes, con cortinas que de pronto se vuelven cascadas o telones de escenarios inventados; donde todo transmite paz y simpleza.

Afuera, la neblina invade el patio de la vieja casa, el jardín abandonado lleno de rosales, cuyas ramas retorcidas se enlazan formando una maraña indescifrable; donde los árboles crecen a voluntad y elevan sus ramas al cielo en búsqueda constante del sol.

La chiquilla se asoma ahora a la ventana;, su mano aparta la cortina y transita con la mirada el patio y no ve a nadie, apenas un gorrión distraído que se atrevió en la fría mañana a la caza de frutos maduros o alguna flor tardía que no percibió la llegada del otoño.

Esa desolación la entristece, y ella que con pasos lánguidos se retira, alejándose de esa vista.

Sobre los muebles, los osos y muñecas la observan inmutables, el cansancio la va ganando, y se recuesta en la cama, separando el mullido acolchado que con tanto amor le tejió su abuela. Siente que el pecho está a punto de estallarle -será la fatiga-y posa la cabeza en la almohada; los rulos se esparcen sobre la funda, coronando su cabeza.

Llama a su madre pero nadie responde, cierra los ojos. Escucha que su abuela susurra su nombre. La ve con los brazos extendidos, corre hacia ella, siente alivio en ese instante y una sonrisa se dibuja al fin en sus labios.

Así la encuentra su madre al entrar a la habitación cuando toca su frente, fría desde hace rato.

© Mónica Da Luz

El postigo

Bajo la sombra del mango había una silla forrada de ramas de palma y, contiguo a ésta, un banquillo de madera. Carlos se sentó en el banquillo, aunque era muy pequeño para su fornido cuerpo. Al rato se inclinó, tomó una piedra y la tiró con desgana hacia la pared de baldosas. Luego hizo girar sus ojos lentamente por su alrededor, sin hacer pausas en lugares determinados. Vio una ardilla trepar en un árbol, los laureles empolvados, dos jilgueros picoteando en los cogollos de un cerezo. Finalmente se detuvo a contemplar una de las esquinas del patio, donde estaban olvidados un balón de fútbol, una pequeña bicicleta oxidada por la intemperie, dos muñecos desmembrados, y, sobre una mesita coja, un tren metálico descompuesto. Carlos se apretó las sienes con los pulgares y escondió su cara entre los ocho dedos restantes, se encorvó y apoyó ambos codos sobre las rodillas. Cerró sus ojos rasgados y se quedó inmóvil en esa posición. Sentía una algarabía de sombras inexistentes que corrían por el patio, alborotando todo cuanto encontraba a su paso. Veía la pequeña bicicleta que nadie hacía pedalear corriendo a una velocidad vertiginosa, y el balón de fútbol evadiendo obstáculos para anotar un quimérico gol. También escuchó su propia voz echando reprimendas. En el mundo donde estaba inmerso, el sol brillaba perpetuamente, traspasando las hojas de la misma mata de mango y dejando retazos de fulgores desenredados sobre la tierra rojiza. De repente, oyó una voz seca, deshecha, distante, que le gritaba un nombre con un eco desgastado que se abismaba en el vacío...

A continuación, tronó la voz de su mujer:

—Carlos, Carlos, te traigo tu almuerzo.

Carlos salió de su mundo con el ímpetu de una serpiente atacando a su presa y advirtió el cuerpo desmedrado que se había instalado delante suyo con un plato en las manos.

—No puedo comer —le dijo—; me entró un sueño repentino y quisiera aprovecharlo.

—Pero Carlos —dijo su esposa, mirándolo fijamente a sus ojos ausentes, mientras pensaba qué hacer.

Ella sabía el estado en que se encontraba porque lo sentía en su propia carne. Durante el día, mientras él trabajaba, ella cerraba las persianas y las puertas de la casa. Estando a solas, platicaba con las penumbras en los rincones, tarareaba canciones de cuna mientras mecía ambos brazos entrelazados de un lado a otro, y soltaba súbitas carcajadas que se rompían y se trababan entre los moldes de algún llanto. Deambulaba sigilosa por toda la casa, mientras los setos crujían de pena por contener tanto dolor en su interior. Pero al llegar la tarde, se convertía en un ser diferente: se secaba hasta la más recóndita lágrima que había derramado, y a pesar de los estragos visibles en su rostro, lograba exhibir cierta lucidez. Todo esto lo hacía con el único propósito de alentar a su esposo, ya que él era quien conducía el auto aquella noche.

—Está bien, sigue descansando. Cuando tengas hambre, me llamas —le volvió a decir con dulzura, mientras daba media vuelta y se desvanecía tras el cristal de la puerta como calígine, liada en un sigiloso sollozo.

Mientras tanto, él volvió a sumirse en sus cavilaciones, concentrándose, tratando arduamente de encontrar el postigo que lo llevaría de nuevo a los juegos con su hijo.

© Rubén Sánchez Féliz

Jacinto blanco y azul

Lo primero que recuerdo cuando pienso en las fechas patrias de mi adolescencia es que a mi tío mudo le ponían escarapela. Una escarapela especial, siempre la misma, grande, redonda y plegada, con un botón metálico en el centro

En realidad, mi tío no era tan sólo mudo, tenía dificultad para desplazarse y algún retraso mental que generosamente le había dejado cierta picardía; podían dar fe de ello las mucamas de la abuela, a las que pellizcaba en las nalgas cuando pasaban cerca, mientras le asomaba, doblada entre los dientes, la lengua casi roja que a mí me pareció siempre enorme. Algunas no duraban por eso; era inútil que mi abuela les explicara que “el chico era inocente”.

A los abuelos los vi siempre resignados ante la condición del Tío Jacinto. El nombre Jacinto, según contaban en la familia, se debió a que mi abuela admiraba a Narciso Ibáñez Menta y le había pedido a su marido que anotara a su último hijo con el nombre del actor, pero mi abuelo no se acordó bien del pedido al llegar al registro civil, sólo tuvo presente que su mujer le había mencionado el nombre de una flor y de allí salió Jacinto. Un jacinto que nunca pudo florecer del todo. Tan sólo logró un brillo verdoso en los ojos que hacía recordar al mar, según su madre. Consiguió también que la hermana mayor no se casara, consagrada siempre a su cuidado. Creo que ella conservó por mucho tiempo la esperanza de tener un novio y formar una familia, porque los médicos habían dicho que Jacinto no viviría mucho tiempo, que a lo sumo llegaría a la adolescencia. Sin embargo, cuando yo tuve uso de razón, ya andaría por los treinta. Su corazón nunca estuvo del todo bien y tenía a veces unas crisis parecidas a la epilepsia, de modo que estaba prohibido hacerlo enojar.

A pesar de todo, a los primos nos parecía pintoresco el Tío Jacinto. Es que, como dije, el tío era mudo pero no del todo tonto y oía perfectamente, al punto de que su pasatiempo favorito era escuchar junto a la abuela la radionovela de la tarde. Hubo un tiempo en que me parecía que una familia no estaba completa si no había en ella un “tío jacinto”.

No sé porqué, la hermana lo bañaba en su cuarto. Trajinaba con tinas y jarras con agua caliente que llevaba hasta allí desde la cocina; cuando podíamos, los primos espiábamos por el ojo de la cerradura y la escena, entre nubes de vapor que empañaban el espejo del ropero, nos parecía irreal y misteriosa. Yo solía pensar que Jacinto sentía deseos de escapar a través del espejo, desnudo y desolado, para volverse normal y apuesto en el otro mundo más justo que de seguro había detrás del cristal. Pero la tía lo envolvía en una toalla desesperadamente azul y lo sentaba en la cama para vestirlo y devolverlo a su mundo de mudez y torpeza.

Mamá nunca tuvo que ocuparse de su hermano, pero vivía pendiente de su salud y de sus gustos, preparando comidas y confituras que le gustaban y que ella misma llevaba a la casa de la abuela, todas las tardes, en ritual inexcusable.

Otro de los rituales inevitables en la familia se cumplía durante las fechas patrias. A media mañana nos trasladábamos todos hasta la casa de unos tíos que vivían frente a la plaza donde se desarrollaban los festejos. En el lugar privilegiado de la ventana de rejas que daba a esa plaza, sentaban a Jacinto con su escarapela. A su lado, la abuela Faustina con su collar de perlas de tres vueltas. A los chicos nos mandaban a la vereda, desde donde agitábamos nuestras banderitas. Luego, el almuerzo casi multitudinario, bullicioso, interminable. A la siesta, Jacinto pasaba a sentarse en la galería y nosotros a corretear por los dos patios que tenía la casona. Los mayores jugaban a las cartas o conversaban en las habitaciones.

Cuando llegué a los catorce o quince años empecé a odiar estas reuniones. Mis amigas hacían otros planes y yo no podía participar. Ya no jugaba con mis primos, casi todos menores. Recostaba mi bronca contra una de las paredes del patio y masticaba cualquier cosa para que no la notaran. A veces, deseaba que todos “los viejos” se murieran en las habitaciones, patas para arriba, como los pájaros. En uno de esos estados, le dije a un primo casi de mi edad “vamos a sacarle la escarapela a Jacinto y digamos que la perdió”. Lo hicimos y los demás chicos, queriendo participar de la travesura, formaron una ronda alrededor del tío gritando “¡Jacinto no tiene escarapela, Jacinto no tiene escarapela!”. El gris verdoso parecido al mar empezó a desbordarse para anegar las mejillas, lampiñas y rosadas, pero los chicos seguían: “¡Jacinto no tiene escarapela!...” Cuando la abuela salía del comedor para ver qué ocurría, empezaron las convulsiones. Vinieron todos a rodear al pobre tío, ya en el suelo, sacudido cada vez más por temblores imparables. Mi bronca se había transformado en una feroz sensación de culpa. “¿Qué pasó con la escarapela de Jacinto”? preguntaban. No me sentí capaz de responder; no ayudaría en nada, pensé, para disfrazar mi miedo ante las consecuencias. Pero sentía que mi mirada tenía un filo dañino. Había despojado al pobre Jacinto de algo –lo único quizás- que lo hacía sentir igual a los demás.

No era fácil encontrar un médico en día feriado, sin embargo, a la media hora llegó una ambulancia y se llevó al Tío Jacinto, que regresó al caer la noche, sano y salvo, pero la familia no volvió a esas reuniones de los días patrios. Y yo nunca revelé el secreto sobre el asunto de la escarapela. Ya nadie se enteraría.

Jacinto murió cinco o seis años después. Fue tarde para los sueños de la tía, que quedó soltera y vino a vivir con nosotros. Ahora, junto a mamá, me ayuda a ordenar las cosas que llevaré a la casa en la que viviré con Sebastián luego del casamiento. Descolgamos perchas, revolvemos cajones. ¿Te acordás de esta carterita? me dice la tía de pronto. “todavía la tenés... recuerdo que la usabas cuando eras chica”. La abre y la vuelca. Y lo primero que cae es mi vieja culpa con forma de escarapela.

© Pilar Romano

Carta del amante impío

Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo.
Borges

Impío, arrancando la piedra herida por el rayo, comienzo a golpearme el corazón, dudando entre saltar a un hoyo, al volcán, o romper la lira de Anfión para que cada frase sea una selva, cada palabra una bestia rabiosa, cada perfume rancio un motivo de desprecio y aún así, purgándome la bilis en su otoño, solazándome en mi canto en el odio, para ella, sin requerir sus alabanzas, ni el aplauso del coro de labradores, ni la aprobación de los invisibles pero ruidosos coturnos del anfiteatro, alborotando la esperanza de escuchar las flautas, el ladrido de los perros, de ver las golondrinas del verano, las frutas con que adorna su cabeza, llena de rencores, de cólera, de maquinaciones en el muelle mientras espera mi regreso sin saber que no vuelve aquel que no se ha ido, ignorando que hasta las estatuas de bronce conocen su virtud perdida, mi odio insensato y el desprecio que esgrimo como abubillas que pican su rostro, como lobos furiosos acosándola en el bosque en el que perdimos la esperanza de mañana, la mirada oscura entre las viñas, la piedad de acuchillarla por la espalda para no ver sus ojos, nunca más, sus ojos de nieve, codiciosos, mirando ahora las olas y el tiburón que gira, el gesto de olvidar, bajo las aguas, la traición, el fango de su nombre odiado mientras me alimento de achicoria y uvas, vago entre los hombres escépticos, me abraso en el incendio de no vivir entre sus brazos de leche y tortura, orino en su recuerdo y lanzo a todos los vientos las cenizas de nuestro amor arrasado.
Maldigo su nombre, una vez más. Que así sea.

© Pedro Glup
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mediaIslaproSÁBADO 045 27 de octubre 2007.-

Friday, September 28, 2007

proSÁBADO 044




EL HOMBRE QUE ESTABA allá adentro, en el corazón del monte, oía sólo dos cantos: el suyo y el hacha.

De mañana empezó a tumbar la yaya y a los primeros golpes aletearon los pajaritos. Piaron y se fueron. El hombre, duro, oscuro y desnudo de cintura arriba, los siguió con la vista. Por entre los claros de las hojas había manchas azules.

“Aoé, tolalááá…”

El canto tiraste del hombre resonaba en el monte. Hasta muy lejos, tropezando con todos los troncos, se regaba el golpe del hacha. Tres días estuvo él tirando al suelo los árboles que rodeaban el algarrobo; pero no se sentía con fuerzas para picar el algarrobo. Seis hachadores hubieran tardado una semana. Era un árbol grueso hasta lo increíble, majestuoso, alto: el rey del monte.

La tarde sube las lomas desde la tierra llana; después persiste en levante una pintura rojiza. El hombre piensa que el cielo se quema. En el filo de su hacha está también el incendio del cielo.

Todavía canta él. Viene cantando, como si eso le ayudara a caminar. Tras los guayabales, aquí a la izquierda, recoge su humildad el techo del bohío.

El hombre vienen cantando, la mano oscura mecida, la otra al mango del hacha. Su mujer no está a la puerta, como siempre.

Estamos acostumbrados al silencio, tan acostumbrados que los pensamientos nos habla a la vista nada más. Por eso le sorprende al hombre la voz.

—Lico, estoy mala.

Su mujer, que se siente mal. Tiene el vientre esponjado y espera…

Lico piensa en la yegua, en la vaca.

—Cuidado si está cerca –murmura él.

Siente que la mujer se mueve y la oye quejarse débilmente.

Lico tiene los ojos abiertos y no ve. Recuerda su vaca joca: un día se fue, despaciosa, los ojos apagados, la barriga hinchada; otro día volvió con su ternerito; lo lamía con una gran ternura, como quien acaricia. Encuentra una razón y se prende a ella.

—Yo no lo esperaba tan pronto.

La mujer se queja y susurra:

—Pero yo estuve en el río, lavando.

Él, esperando aún, pregunta:

—¿Busco a Lola?

Y la mujer dice:

—Bueno.

A la vuelta se fue Lico a la cocina y encendió fuego; se quedó allí esperando, silencioso y cansado. Veía en sus manos la mancha roja de la llama. Tenía frío y hambre.

La madrugada empezaba a borrar la noche cuando el hombre oyó el quejido sordo; hubo después otra voz, delgadita y fañosa, que parecía llegar del monte cercano.

Ya no se necesitaba la llama en la cocina. Tan lejano como fue posible cantó un gallo. Lico se levantó y salió: quería ver el sol; pero antes que el sol asomó Lola su cara estirada y cenizosa.

—Dentre –dijo-. Es la mesma cara del taita.

Lico vio a su mujer, bajo la sábana roja, con la cabellera como una raíz negra regada en la almohada. Ya no tenía el vientre esponjado y el catre parecía pequeño: junto a la madre había una cabeza menudita, sin nariz definida, sin ojos definidos, sin boca definida: era como una carita de barro gastada por la lluvia.

El hombre quiso reír.

—Lola dice que se parece a mí –comentó.

La mujer le miró, miró al niño, sin moverse, y aprobó en silencio.

El hombre estuvo un rato callado; al fin dijo:

—Yo tengo que dirme a la tumba. No te alevantes que Lola se queda.

Y nada más. De un rincón tomó su hacha. Se detuvo un segundo en la puerta, alzó los ojos y vio el cielo.

Se fue, al hombro el hacha y el sol en filo. Su hijito tenía color de camino. Llegaría tarde al trabajo.

Pensó:

—Hoy tumbo el algarrobo.

Y el algarrobo era grueso hasta lo increíble, majestuoso, alto: el rey del monte era el algarrobo…

El algarrobo / Juan Bosch [República Dominicana, 1909-2001]
http://en.wikipedia.org/wiki/Juan_Bosch
http://juanbosch.org/listado.php?t=c
http://www.rodriguesoriano.net/micuadernoazulito/pdf/manchaindeleble.pdf
http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/Narrativa/JuanBosch/index.asp
http://www.literatura.us/juanbosch/
http://www.epdlp.com/escritor.php?id=3141
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/bosch/jb.htm
http://manueljofre.blogspot.com/2005/08/la-teora-del-cuento-de-juan-bosch.html
http://www.litterarius.com.es/apuntes_sobre_el_arte_de_escribir_cuentos_3.htm
http://www.litterarius.com.es/apuntes_sobre_el_arte_de_escribir_cuentos_2.htm
http://www.cielonaranja.com/bosch_caribe.htm

Contenido

Jaime Cabrera González - A eso de la medialuna, viernes y antípodas
Martha I. Daza – Prodigio
Daniel Baruc – Rubicus Popokas
Alejandro Drewes – No solamente la caza del zorro

A eso de la medialuna, viernes y antípodas

Y entonces ahora y entonces ya y entonces la piedrecilla entonces. El glub glub piedrecilla. La noche: marisma tropical. Y esa dimensión de que por qué esto me tiene que pasar a mí, que llega hasta él o sale de él que asomado a la fuente siente otros presentes menos acuosos: reflejo de viernes, entrechocar de cuerpos, lenguaje de tijeras abiertas, cartografía de la onda y el sonido de los tambores en torno a la salamandra, el ofidio o el caimán totémico que se contornea en una pequeña tarima de madera. ¿Quién baila el cha cha? Ese que dice, no vale la pena…

Porque entonces llevado por la mano que suelta piedrecilla, dedo, articulación, uña más larga que las otras, glub glub, va encontrando en las esferas visuales la ciudad que estuvo sumergida en el ensueño de la lluvia pasada. Salen a flote: las suertes del artificio, destello de luces, confusión de ritmos, olores, argumentos, palabras a medio decir y oír, cartas, peticiones, genuflexiones orientales, renuncias por celular, mensajes cantados, flores amarillas, papelitos de colores, promesas, nuevas llamadas telefónicas, argucias, una fotografía y otra más con renovado decorado, que si en este cielo, que si en el mío, en fin, burbujas, burbujitas, glub glub, restos del naufragio que llega a toda orilla y apenas es iluminado con la teatralidad de una medialuna sobre el agua pálida en cientos de tarjetas con su puño y alma.

Para entonces ahora, para entonces ya, para entonces la primera, lo segundo, el tercer entonces le estrecha el pecho. Glub, glub. Porque ahora si sí, miamor. Glub, glub. Un par de semanas más, miamor. Glub, glub. Cuestión de circunstancias, tú sabes, miamor. Glub, glub. La traición del licor, miamor, glub, glub. La voz negra de la cantante que sube desde lejanías sureñas, ¿es este el sur?,¿qué blues es ese?, ¿este? Glub, glub. La luz última de la estrella que se extinguió, de la que sólo tenemos información millones de años después, miamor. Glub, glub. Todo bajo un cielo que es como una tapa agujereada bajo el cual hierven los seres de la pompa de jabón del viernes que estalla con la piedrecilla glub glub.

Y él aquí y él allá, y él ni aquí ni allá, habitante de estancias más serenas, de otras cronologías, bandera de tres franjas primarias, pasaporte verde, mochila tejida terciada al hombro, sumidero glub glub por donde descienden los recuerdos: no se puede desprender de los polvos de mariposas que untados en los ojos enceguecen; de juegos de aguas con citas textuales subrayadas con lápiz labial; de intersección de horas con pie de página; ni del delirio de la meteorología en que giran las escenas con sus paréntesis o sus círculos concéntricos. ¿No era lo que querías leer?, le dijo.

Porque para entonces también había existido un punto de fuga en que ella fue luna y marea, con otro mar interior, gambitos y lecciones de filosofía; y noches memorables en que apoyada de piernas abiertas, pepita sativa, contra el borde de una ventana, en una habitación de mala muerte y cabos de velas derretidos y un abanico roñoso, le había permitido sortear el no me conozcas que te quedas y otras cosas que se dicen muy ligeramente, así, glub glub, fuera del eje con que empieza otra vez a repetir su lista mental de uno desnuda dos verde tres aquella vez con el paraguas cuarto las risas en el almacén chino cinco telepatía seis café siete tú eres mi patria ocho la lectura sentada en la taza del baño nueve libélulas diez siempre tuya…

Y entonces esto y entonces lo otro y entonces estotro y entonces el entonces, el pero, el aunque, el después, el pronto en veinte idiomas, la costra que no cicatriza, las bolitas de moco apachurradas contra el vidrio de la ventana, las babas en la almohada, las espinillas, los derretimientos del reloj, el lado flaco del triángulo, fantasmas anguilas de la espera y tu ronquido depresión tropical. Ya no más piedrecilla que cae, ni onda que se amplía, ni fuente iluminada, sólo flores muertas y barquitos de papel hundidos. En el fondo la imagen, la imaginación que se ha pagado cara y su cara en un final sin glub glub con encogida de hombros, mordisco en los labios y una ceja enarcada.

No tenemos sentido, le había dicho desde un teléfono público, descargada la batería del celular. Lo siento, miamor. No me esperes, que no regreso. Era la piedrecilla detenida, terriblemente quieta, cielo grave de abajo, forma sin forma, aguas del silencio abismal brevemente interrumpido por una pareja que pasa chapoteando risas y que no entiende a qué se refiere, ora porque no habla español, ora porque cree que se trata de un borracho más, ora porque así son los enamorados. Y entonces nada, dijo después de tragar saliva. Antípodas, que ya se vivió.

© Jaime Cabrera González

Prodigio

Respiraba dificultosamente tratando de cruzar el espacio que la separaba de aquella voz que exigía su presencia al otro lado.

Entonces una fuerza prodigiosa empezó a arrastrarla a través del túnel negro. Violentamente recorrió paisajes áridos y verdes y rostros y cuerpos. Y aparecieron los brazos enormes que la atraparon. Y sintió la tibieza de la piel que penetró su piel y suspendió el descenso…

Comenzó a flotar protegida por los dos brazos-cuerpo, por los dos brazos-talle, por los dos brazos-labios, por los dos brazos-sexo. Y se sintió libre entre el nudo que cubría su cuerpo entero, que trepaba por sus piernas y se le metía en el alma a través de las ansias. Y se sintió fuerte y liviana, se sintió pez y ave y montaña y camino. Y se volvió lluvia y planta y floreció en claveles y geranios y amó hasta las cumbres y las profundidades y fue lava subterránea y explosión de fuego en las entrañas. Y fue volcán y oasis y sueño y tiempo y gloria y derrota. Y nadie supo cómo brotó la fuerza extraña que se tomó la tarde en la sangre del crepúsculo del sol de los venados. Y nadie supo de dónde la fragancia que exhalaban sus poros. Y nadie supo nada cuando la encontraron desnuda, cubierta por su pelo en una calle de la ciudad de los rascacielos y de los edificios de espejo turbando el paso de los transeúntes que salieron de trabajar aquella tarde del veintinueve de junio. [A Victoria Eugenia]

© Martha I. Daza

Rubicus Popokas

El doctor Rúbicus Popokas se había pasado la mitad de la vida en la búsqueda del alacrán Emperador. Muy pocas personas de su generación habían oído hablar de él, y eran menos aún las que creían en su existencia. Un viejo códice en Sánscrito al que había tenido acceso en el Museo del Cairo decía que tal espécimen, en su edad adulta, llegaba a alcanzar la dimensión exacta de un cachorro de gato y podía producir una especie de melodía que embobaba a sus víctimas mientras el alacrán Emperador las aguijoneaba hasta matarlas.

Rúbicus Popokas estaba convencido de que tal animal existía y estaba obsesionado con encontrarlo. En su biblioteca de París, donde además de sus incunables poseía con orgullo no disimulado su colección única de arañas y alacranes, había preparado un lugar para cuando lo encontrase y había mandado a maquilar una pequeña placa de bronce con su nombre.

En el afán de encontrarlo le había dado la vuelta al mundo varias veces. No hubo desierto ni selva que no visitara en su frenética carrera. En esos años había visto desfilar ante sus ojos de todo, pero el alacrán Emperador parecía estar siempre un paso delante de él.

De vez en vez le llegaban vagas noticias de personas desconocidas, que decían haberlo visto en alguna ciudad remota. O que afirmaban haber escuchado su canto de Sirenas, en medio de la noche. Y el doctor Rúbicus Popokas corría inmediatamente hacia allá, aunque estuviera del otro lado del planeta.

Estaba por cumplir 69 años y la mitad de ellos los había dedicado a la búsqueda infructuosa del alacrán Emperador. Ya estaba casi resignado a no encontrarlo, cuando un atardecer de Junio un hombre increíblemente flaco, puso sobre su escritorio un ánfora de barro, tapada con un lienzo lleno de pequeños agujeros.

—Es el animal que buscas –dijo el hombre, como si lo hubiese dicho para nadie.

—¿Cómo estaré seguro de eso? inquirió el doctor Popokas, fijando sus ojos en la extraña luminosidad de los ojos del hombre.

—Porque él está tan cansado de correr como usted mismo –contestó el hombre mientras se alejaba.

—¿Cuánto le debo? –tuvo que gritarle el doctor, sintiendo que el co0razón se le salía del pecho por la emoción.

—Nada –escuchó que dijo la voz que se alejaba-. Las cosas que más se desean en la vida, casi nunca tienen precio.

El doctor Rúbicus Popokas se quedó solo nuevamente, en su oficina de un suburbio de Tegucigalpa. Era lunes y nunca pensó que el lunes fuese buen día para recibir regalos. Pero, allí estaba el ánfora, frente a él, sobre el escritorio. Y como muestra de su contundente existencia, del interior del ánfora empezó a emerger una melodía que se le antojaba música de ángeles. Estuvo varias horas escuchándola, y sólo cuando comenzó a ganarle el sueño, pensó en la conveniencia de encender su grabadora portátil, por si acaso el animal amanecía ronco. Amanecer ronco era un decir, porque él sabía que se trataba de un alacrán y no de un Ruiseñor o de un Ángel, aunque cantaba como ellos.

Miró de nuevo el ánfora. “Allí –pensó- está la causa del fracaso de mis tres matrimonios”.

El corazón seguía golpeando el interior de su pecho como un tambor, pero decidió que si ya había esperado media vida para conocerlo, bien podía esperar hasta que amaneciera, y así abrir el ánfora en presencia de todos los medios de comunicación. Llamó a sus contactos en el National Geographic, y estos le prometieron enviarle un equipo de reporteros. Saldrían en el próximo vuelo y llegarían en las primeras horas de la mañana.

El doctor no creyó prudente abandonar la oficina y decidió recostarse en la pequeña cama sándwich, en la que tomaba sus siestas del mediodía y en la que, de vez en vez, había tenido apresuradas sesiones amatorias con una que otra investigadora.

Se durmió. Soñó que continuaba escuchando al alacrán Emperador, y que lo veía.

Soñó que era como un pequeño ángel, con cuatro pares de alas en la espalda, pero provisto del aguijón asesino en la parte alta de la frente. Despertó. Estaba bañado en sudor frío.

Miró por instinto hacia el escritorio y ya no vio el ánfora. Se incorporó, nervioso, y la localizó en el suelo, hecha añicos. En ese instante escuchó el canto del alacrán Emperador. La melodía del animal manaba como las aguas de un arroyo desde la repisa más allá de la cama, y descubrió que el insecto se preparaba a saltar sobre él.

El doctor Popokas entendió entonces que la hermosa melodía era la de la muerte. Era sublime, triste, y seductora. Despertó del sueño de amor de la canción fatal y Agarró la pistola que siempre llevaba a la cintura y con un solo disparo, borró para siempre lo que había sido su razón de ser durante media vida.

Instantes después empezó a sentir una nostalgia dura y rasposa por aquella canción. En ese momento supo que ya había sido tocado y para siempre por el aguijón de muerte del mítico alacrán.

© Daniel Baruc

No solamente la caza del zorro

En un lugar de Entre Ríos al que llaman San José de Feliciano. Tal vez hacia 1905, en la ribera ondulante del río que los nombra, según los relatos orales de la larga tradición familiar, contados y recontados todavía por una voz en la espesura de los montes. Refugio de indios. Waikiraros. Algunos registros quedan todavía, papeles parcos y amarillentos en algunos journals de otro tiempo.
...

Agudas puntas de flecha entrevistas en la niebla de infancia removieron sus razones oscuras para rescatar esta historia. Nada extraordinario por lo demás, todo engañosamente simple y sumario, como la nieve que nunca cayó aquí; como ciertos meteoros. Cuerpos extraños en el rostro del mundo, inquietantes.

Habría sido en 1850, cuando los ingleses empezaron a tender los hilos de araña del ferrocarril desde Santiago del Estero hacia el sur y hacia el oeste; o quizás el sargento Anderson ya estaría aquí como mercenario, habría llegado antes que las otras máquinas. Señor de la tierra, lo evocan aún los relatos como azote celeste con el sol cayendo a plomo, cazando todo lo que se moviera en esos parajes, con las negras botas y la Colt

Su montura y su impávido rostro, y las boleadoras que estrellaba –que sigue estrellando- en los cráneos de los pequeños nativos, que salían a jugar confiados tal vez en un rito ancestral que los protegería.

El cazador y su pálida sombra que no desdeñaban siquiera la pequeña vida frágil de venados y pájaros.
...

Algunos pocos habrían tenido otra suerte, según testimonios recogidos, como esclavos en la estancia del patrón. Alguno incluso habrá visto a un hermano colgando como trofeo de caza detrás del recado inglés.

Sí, una historia tan simple: ellos, los dueños de estas flechas rotas; nosotros y esta expedición tanto tiempo después, en el mismo lugar y bajo el denso follaje de la verde noche inminente. Y de pronto un brusco silencio que reverbera y estalla, donde retumba una voz y se vuelve coro en el canto de violados siglos, una vaga amenaza de tambores fantasmales.

Seguimos avanzando en larga huida hacia delante de nosotros mismos. Arriba, una muda luna blanca es testigo: apenas el escenario quieto, un cielo vacío.

Nadie recuerda ya –ni Dios en su infinita memoria de ultrajes -. Y nadie nos juzga.

Pero algo muy dentro se pudre. Ah tan dentro.

© Alejandro Drewes
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mediaIsla proSÁBADO 044 29 de setiembre 2007.-

Thursday, August 23, 2007

proSÁBADO O43



VIENE, MARTÍN, Y NO ESTÁS. Me he sentado en el peldaño de tu casa, recargada en tu puerta y pienso que en algún lugar de la ciudad, por una onda que cruza el aire, debes intuir que aquí estoy. Es éste tu pedacito de jardín; tu mimosa se inclina hacia fuera y los niños al pasar le arrancan las ramas más accesibles… En la tierra, sembradas alrededor del muro, muy rectilíneas y serias veo unas flores que tienen hojas como espadas. Son azul marino, parecen soldados. Son muy graves, muy derechas. Tú también eres un soldado. Marchas por la vida, uno, dos, uno, dos, uno, dos… Todo tu jardín es sólido, es como tú, tiene una reciedumbre que inspira confianza.

Aquí estoy contra el muro de tu casa, así como estoy a veces contra el muro de tu espalda. El sol da también contra el vidrio de tu ventana y poco a poco se debilita porque ya es tarde. El cielo enrojecido ha calentado tu madreselva y su olor se vuelve aún más penetrante. Es el atardecer. El día va a decaer. Tu vecina pasa. No sé si me habrá visto. Va a regar su pedazo de jardín. Recuerdo que ella trae una sopa de pasta cuando estás enfermo y que su hija te pone inyecciones… Pienso en ti muy despacito, como si te dibujara dentro de mí y quedaras allí grabado. Quisiera tener la certeza de que te voy a ver mañana y pasado mañana y siempre en una cadena interrumpida de días; que podré mirarte lentamente aunque ya me sé cada rinconcito de tu rostro; que nada entre nosotros ha sido provisional o un accidente.

Estoy inclinada ante una hoja de papel y te escribo todo esto y pienso que ahora, en alguna cuadra donde camines apresurado, decidido como sueles hacerlo, en alguna de esas calles por donde te imagino siempre: Donceles y Cinco de Febrero o Venustiano Carranza, en alguna de esas banquetas grises y monocordes rotas sólo por el remolino de gente que va a tomar el camión, has de saber dentro de ti que te espero. Vine nada más a decirte que te quiero y como no estás te lo escribo. Ya casi no puedo escribir porque ya se fue el sol y no sé bien a bien lo que te pongo. Afuera pasan unos niños, corriendo. Y una señora con una olla advierte irritada: “No me sacudas la mano porque voy a tira la leche…” Y dejo este lápiz, Martín, y dejo la hoja rayada y dejo que mis brazos cuelguen inútilmente a lo largo de mi cuerpo y te espero. Pienso que te hubiera querido abrazar. A veces quisiera ser más vieja porque la juventud lleva en sí, la imperiosa, la implacable necesidad de relacionarlo todo al amor.

Ladra un perro; ladra progresivamente. Creo que es hora de irme. Dentro de poco vendrá la vecina a prender la luz de tu casa; ella tiene llave y encenderá el foco de la recámara que da hacia fuera porque en esta colonia asaltan mucho, roban mucho. A los pobres les roban mucho; los pobres se roban entre sí… Sabes, desde mi infancia me he sentado así a esperar, siempre fui dócil, porque te esperaba. Te esperaba a ti. Sé que todas las mujeres aguardan. Aguarda la vida futura, todas esas imágenes forjadas en la soledad, todo ese bosque que camina hacia ellas; toda esa inmensa promesa que es el hombre; una granda que de pronto se abre y muestra sus granos rojos, lustrosos; una granada como una boca pulposa de mil gajos. Más tarde, esas horas vividas en la imaginación, hechas horas reales, tendrán que cobrar peso y tamaño y crudeza. Todos estamos –oh mi amor- tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no vividos.

Ha caído la noche y ya casi no veo lo que estoy borroneando en la hoja rayada. Ya no percibo las letras. Allá donde no le entiendas en los espacios blancos, en los huecos, pon “Te quiero”… No sé si voy a echar esta hoja debajo de la puerta, no sé. Me has dado un tal respeto de ti mismo… Quizá ahora que me vaya, sólo pase a pedirle a la vecina que te dé el recado; que te diga que vine.

El recado / Elena Poniatowska [México, 1932]
http://cuentoenred.xoc.uam.mx/cer/numeros/no_2/pdf/no2_alonso.pdf
http://www.llumquinonero.es/2007/02/28/elena-poniatowska-la-princisa-que-salio-del-cuento-para-escribirlo/
http://cuhwww.upr.clu.edu/exegesis/ano10/v27/arivera.html
http://www.filo.unt.edu.ar/centinti/iiela/revista_telar/revistas/1/5.pdf
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-2182-2005-04-24.html
http://www.elmundo.es/encuentros/invitados/2001/08/178/

Contenido

Daniel Montoly – Estudio sobre la alquimia de los sueños
Nemías Meléndez – Mosaico
Manuel Cubero – Fuego
Fabricio Estrada – Excomunión
José Tobías Beato – Dibujos en la arena

Estudio sobre la alquimia de los sueños

En ese reino, lo soñado despertó al soñador a otro mundo, donde las fascinantes escenas sobre sí mismo se sucedían como en una retrospectiva cinematográfica ante sus ojos impávidos.

Retornaba a un lejano tiempo, en su infancia, donde su madre alargaba sus alas más allá de los deseos de su lengua. El padre abría su boca para mostrarle dragones y elfos jugando a esconderse en los jardines infantiles. Y sintió miedo a crecer o a ser despojado por la existencia de su niñez.

Por primera vez creía. Pájaros quiromantes ponían planos y espejos a sus pies, los bosques taurinos a la ladera del río azul bañaron sus múltiples rostros con alcaloide amarillo extraído de un agabe. Escuchó una voz impertérrita venir de él, la envolvió en una burbuja y le dejó que se elevara, ¿para qué querer retenerla?

Estiró su cuello para verla irse, y alcanzó a ver otro reino geométrico cercano al suyo, donde vio estatuas en movimientos, otras sencillamente dialogaban entre ella,s apuntando con sus índices al sol. De repente oscureció, y la fascinación del sueño se hizo más intensa. Y los fragmentos del soñador se desintegraban, y él se rehusaba a creerlo, buscando detener la desintegración de su propio cuerpo onírico.

Fue entonces que descubrió que había olvidado la razón antes del ser soñado por los sueños, por tanto, no recordaba nada de su antiguo presente. Como, ¿Quién era? ¿De dónde venía?... o su nombre.

Agobiado, se cortó el ombligo, lo ocultó debajo de unas rocas, y nació otra criatura semejante a él, pero con atributos femeninos. Él se quedó observándola, miméticamente, y ella formó un círculo plateado en torno a su vientre. Él se le acercó. Ella lo despojó de un halo colgado en una de sus orejas.

Desde entonces no se conoce su paradero o qué pasó con su progenie, pero todos quieren emular su sueño, y a partir de lo ocurrido, todas las noches se observan grupos de humanos, mirándose en las cáscaras de los cipreses, y juran creer ver líneas uniformes metamorfosearse en mariposas en el aura del viento. [Para Thelma]

© Daniel Montoly

Mosaico

Puede que lo de Caín, no sea como lo cuentan, puede que su abogado en el juicio, fuera un inepto, (o se vendiera, o lo compraran, para el caso; es lo mismo). Pudiera ser, que el fiscal del estado se confabulara con el juez, o que en la investigación o el experticio, alguien se saltara una prueba con la aviesa intención de incriminarlo. En la quijada del burro muerto no había huellas, probablemente a Abel lo mataran para robarle. Entonces, ¿por que decir Caín? Ya bastante tenía con sus ovejas negras, con lo difícil de sus cosechas siempre exiguas, amen de las ovejas de su hermano, devastando lo poco útil del sembradío y como si no fuera suficiente; la tozudez de su dios para aceptarle ofrendas. Del perro pastor debía tres letras. Su cayado, herido de carcoma se derrumbaba a pedazos, igual que la cerca de la finca. Pensaba si pintarla de blanco colonial o blanco hueso, ¡que dilema! Cierto, las cosas no iban bien. Pero, donde su novia (trabajaba en un banco), le aprobaron un préstamo con bajos intereses y tres años de gracia. La solución es simple (este gato, no tiene cinco patas), si tenia novia y no era de la familia. Que busquen al asesino en otra parte, porque aparentemente, Moisés, o no salió nunca, o escribió de oídas y como era de esperarse, se “equivoco” a sabiendas.- [a un juicio no juicio y punto]

© Nemías Meléndez

Fuego

La tarde tendió su rojo manto sobre el horizonte. Los árboles, preñados de color, lanzaron un mensaje de muerte, ladera abajo, tras el inocente y doloroso grito de unos niños.


Sólo la noche fue testigo de cómo un leve soplo de viento barrió del mundo la última huella del cándido trasunto vital de aquellas ígneas nubecillas.

Mientras, lejos, desde un lujoso despacho, el buitre proyectaba un nuevo bosque de hormigón.

© Manuel Cubero

La excomunión

El torrente inusual de un invierno lleno de ira se arremolinaba en el aire, y caía, con golpes de mar, sobre Sabanagrande. No se sabía la hora ni el hambre, encallados en la glorieta del parque esperábamos que escampara, como pájaros abatidos.

Con los ojos fijos bajo el agua, nos sorprendimos, cuando de la esquina que conduce al atrio de la iglesia, apareció de pronto un cortejo fúnebre, cuyo féretro, alzado por cuatro borrosas figuras, se detuvo, a contraviento, frente a las puertas cerradas.

Llamaron a ellas, pero nadie abrió. Insistieron, la lluvia golpeó contra los candados del templo, pero nada. La mole barroca no abrió su boca y sus campanas se fundieron en el estruendo sórdido de la tormenta.

Por unos instantes, los hombres que cargaban al muerto, oscilaron en la duda y luego, en una conversación rápida y gestual decidieron dar vuelta atrás y dirigirse al cementerio con paso rápido.

La curiosidad se apoderó de nosotros que decidimos acompañar de largo al entierro, el primer entierro sin campanas ni rezos que habíamos visto en nuestras vidas.

El largo recorrido hacia el cementerio fue casi la imagen de una barca oscura, cuyos remeros, batían las corrientes que se despeñaban por la cuesta empedrada. Atrás, vadeando su estela de muerte, íbamos nosotros, como delfines del leteo.

Al despuntar los dos inmensos ceibones que abren paso al camposanto, los hombres se detuvieron, bajaron el ataúd y rezaron largamente. Los ceibones burbujeaban y ladeaban sus enormes copas, zarzas fragorosas que semejaban corales monstruosos bajo aquel inagotable temporal. Una vez terminadas sus oraciones, los hombres cargaron de nuevo al muerto y avanzaron entre los troncos, se detuvieron un instante ante estas otras puertas, dudando de nuevo, pero esta vez, el vacío los flanqueaba y entraron, hieráticos y con un mayor estruendo en su silencio.

Sin que ellos notaran nuestra presencia, pudimos colarnos hacia una buena posición desde donde pudimos ver que adentro, los esperaban dos peones que, en un esfuerzo frenético condenado al fracaso, trataban de sacar el agua que anegaba la tumba abierta por ellos mismos. Los dolientes, bajaron el ataúd y esperaron, pero muy pronto se dieron cuenta que los peones necesitaban de su ayuda y, con latas que servían de floreros a otras tumbas, comenzaron a achicar aquel pozo dentro del cual pretendían sumergir a su deudo.

Y no les quedó otra que aceptarlo: la tormenta no cesaría ni la tumba dejaría de colmarse de agua. Se cruzaron un par de miradas, bajaron la cabeza un instante –de nuevo en ese instante en que la vida se suspende como una gota de lluvia en las nubes- y procedieron a depositar el cajón en su interior.

Pero nada los prepararía para el rechazo manifiesto de la tierra, que una vez sentido el áspero pino en sus entrañas, lo vomitó al acto como si de un corcho sumergido se tratara. Sin amilanarse, tomaron las palas y piochas y con ellas, intentaron empujar el cajón hasta el fondo, mientras éste burbujeaba convulso. Pero nada, la tumba no lo quería recibir y la tormenta arreciaba contra las tablas en medio de un trepidante encono.

Consiguieron piedras y cruces de cemento arrancadas, le arrojaron encima hasta la grava que en principio estaba destinada para la plancha y para terminar de hundirlo, hicieron el gesto definitivo de lanzarle la lápida.

Todo quedó para la lluvia y nuestros recuerdos. Los hombres se persignaron y se perdieron en el regreso presuroso hacia el pueblo. La tumba del suicida quedó completada con todos los escombros que la lluvia le arrancó a la vida ese día.

© Fabricio Estrada

Dibujos sobre la arena

Bajo el sol los granos de arena refulgen como plata y oro. El viento juguetea, al tiempo que murmura advertencias. De pronto, miles de crustáceos asustados buscan refugio en las cuevas de los alrededores. Decenas de mujeres gritan y huyen. Los niños lloran y los hombres tiemblan al pensar en el pavoroso porvenir de los suyos.

Es que la playa ha sido tomada. Miles de soldados romanos corren por ella jubilosamente arrogantes. Sus corazas y cascos brillan dorados, al tiempo que con sus espadas y lanzas imponen el terror.

Un estudioso se encuentra en la playa; uno que, algunos acusan de haber provocado días atrás el incendio de los barcos que transportaban a estos mismos soldados, mediante un ingenio de espejos. También dicen que inventó contra ellos la catapulta.

Pero al momento el estudioso no se da cuenta de nada, tan concentrado está en los diagramas que sobre la arena muestran poleas, tornillos y palancas con los que pretende mover el mundo.

Una ligera espuma cubre tímidamente algunas fórmulas que anticipan el cálculo de Leibniz y Newton. Viéndolas, el sabio sonríe…….No obstante, su aislamiento y soledad se interrumpe de pronto cuando un valiente de mirada violenta se coloca a su lado. También mira las fórmulas, y asume que con ellas el anciano se burla de su presencia. Mas éste no le hace caso y persiste en su tarea………

El tosco saca su espada y comienza a deshacer las anotaciones que la arena, bajo el empuje del viento y las olas, es incapaz de salvar. De ellas quedan solamente figuras imprecisas.

“No borres mis diagramas” le ordena severo el sabio. Entonces el truculento, sin pensarlo dos veces, agita su espada otra vez y lo mata. Decenas de siglos han transcurrido desde aquella escena insensata.

Todavía aquella arena, testigo del crimen, refulge como plata y oro. Pero el mundo ha olvidado el nombre del soldado romano. Sin embargo, aún el viento de Siracusa juguetea sobre la playa y desde entonces murmura el nombre glorioso del sabio……...

© José Tobías Beato
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mediaIslaproSÁBADO 25 de agosto 2007.-

Friday, July 27, 2007

proSÁBADO 042




ELLA TENDRÍA CINCO O SEIS AÑOS cuando empecé a enterarme verdaderamente de su existencia. Hasta entonces era la primera hija de los Torres, una criatura tan bella que parecía hecha con manos de artista, pero no de la manera acostumbrada: Una enanita cargosa que estaba aprendiendo a hablar y oía conversaciones sin entender, ya con una mirada fija en los rostros parlantes de los mayores.

Claro, mis visitas nocturnas a los Torres con bebidas sin más límite que los rechazos de hígado o estómagos siempre o casi siempre reducidas a temas literarios, conversados casi sin discusiones con la admirable inteligencia de Rodrigo y su infalible intuición poética y algún escritor que transcurría con su pareja, se repitieron durante algunos años. Alicia tejía las horas, infatigable, con colores variados de las lanas.

Muy pronto llegó la media docena de años para la niña y se produjo y reprodujo en los principios de la madrugada un cambio de ambiente sutil y memorable. Se llamaba Beatriz, le decían Bichi, yo la llamaba -tal vez todavía- Bichicome. Mal vestido peinador de playas, resignado con la pobre, diaria cosecha.

Se produjo un cambio. Alicia interrumpía muy de vez en cuando su labor para pronunciar, cabeza inclinada, alguna frase corta y venenosa que encajaba con suavidad y destreza en la charla y que muchas veces era para mí. La sonrisa era de pura diversión; nunca acompañaba la pequeña maldad de las palabras.

Como te decía, hubo la imposición de un rito. Fue como si una noche, de pronto, hubiera dejado de mojar la cama y todos la miramos con sorpresa, seguros de que solo para ella habían pasado los años, dos o tres, e irrumpiera en nuestra conversación interminable, acaso la misma con que la habíamos aburrido cuando era una niña de paso balbuceante.

Así, una noche, cuando yo era el único contertulio que seguía hablando de libros y chismes, cuando había quedado solo con sus padres, ella, Bichicome, apareció envuelta en un salto de cama de la madre, adornado en los bordes con marabú teñido de violeta, que arrastró por la alfombra, fingió bostezar y desperezarse, caminó alrededor de la mesa bebiendo todos los restos de bebidas que habían sido olvidados en los vasos. Después se acercó con la boca fruncida y malhumorada, los ojos brillantes por la risa y se acomodó frente a nosotros, en el gran sofá ahora vacío y jugó con los adornos del salto de cama. El cabello muy largo y rubio. Sonrió a nosotros; a los ángeles, a los pequeños diablos, sus amigos. De vez en cuando una pregunta inútil, una curiosidad mentirosa pronunciada con voz de queja, que era innecesario responder.

Y así, una noche y otra y todas las noches de mis visitas. Era demasiado niña para que yo la mirara con ojos distintos a los del hombre que tiene una hija de casi igual cantidad de años y que vive en otra ciudad y fue enseñada a odiarme. Pero ningún sentimiento de nostalgia me impedía mirar a mi Bichicome y pensar melancólico que cuando ella tuviera quince años yo sería irremediablemente viejo.

Después, sin avisos visibles, como suelen llegar estas cosas, la Gracia descendió sobre Alicia y se hizo bautizar y confesó y llena de temor, como si la niña estuviera enferma, decidió bautizarla sin espera.

Bichicome tenía un tío millonario que vivía en un yate y navegaba entonces por aguas de Canadá. Católico como correspondía a un latino con fortuna, aceptó entusiasta la invitación para el padrinazgo y telegrafió la fecha en que, entre viento y motores, podría estar en Monte.

Pero ya por entonces el corazón de Bichi era mío, obsequiado sin que yo se lo pidiera. Era todo lo que podía darme; pero ya lo había hecho en silencio y nada se había enmendado. Y nadie pudo modificar su veto al padrino de oro. Ni sermones, ni razonamientos, ni tenaces insistencias. Yo sería el padrino o no habría bautizo. No pudo elegir peor.

Y así llegó la mañana en que atravesando la resaca entré a la iglesia o capilla, soporté el latín del cura, vi como le mojaba a Bichi la frente con óleos sagrados, le ponía sal en la lengua y pasaba con Rodrigo a la sacristía para colocar la manufactura de un ángel. Bichi disfrazada de novia imposible; solamente el Señor podía darle acomodo en su lecho.

Ya en la calle vi empañarse mis lentes; estaba mezclando a la hija ausente con mi única ahijada. Y recordé que ambas iban a crecer y perder para siempre el paraíso de la infancia.

Bichicome / Juan Carlos Onetti
[Uruguay, 1909{1994]
http://www.literatura.us/onetti/index.html
http://sololiteratura.com/one/onettiprincipal.htm
http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/onetti/index.htm
http://www.borris-mayer.net/onetti/
http://www.uruguaytotal.com/videos/c5_info.htm
http://ellamentodeportnoy.blogspot.com/2007/03/el-astillero-de-juan-carlos-onetti.html
http://www.epdlp.com/escritor.php?id=2101
http://video.google.com/videoplay?docid=5460788355133802164
http://www.educared.org.ar/guiadeletras/archivos/onetti_juan_carlos/index.htm
http://www.henciclopedia.org.uy/autores/Delatorre/Onetti.htm
http://www.aviondepapel.com/aviadores/onetti.htm
http://letras-uruguay.espaciolatino.com/onetti/index.htm
http://www.youtube.com/watch?v=oNv8uUBf_kQ
http://www.oei.org.ar/edumedia/pdfs/T11_Docu5_Onetti.pdf
http://www.elpais.com/todo-sobre/persona/Onetti/Juan/Carlos/4017/

Contenido

José O. Álvarez – Pedro mena, autor de Borges
Sergio Borao Llop – Moebiana
Pablo Martínez – La presa
Pilar Romano – Volver en julio

Pedro Mena, autor de Borges

Soy Pedro Mena y soy el autor de Borges. Puede que esta confesión caiga como baldado de agua fría en la cabeza de los amantes de ese impostor, pero es una verdad que no ha visto la luz por estar cumpliendo condena. Un editor que tiene los derechos de la obra cervantina y ahora "dizque borgesiana", me demandó por plagio.

Sus espías académicos defensores de las letras y la dignidad me cogieron copiando El Quijote al pie de la letra y eso me ha costado casi toda mi vida en prisión. Sin embargo, el mismo desgraciado que desgració mi vida se dio mañas para hacerse a mis escritos.

Ahora que soy libre me encuentro con que todos mis apuntes los han falseado y tergiversado y le son atribuidos a un tal Borges.

El tiempo de prisión me curó de la costumbre de copiar textualmente a los clásicos que tenía desde que tengo uso de razón. Dante, Shakespeare, Homero, Tomás de Aquino, Aristóteles y uno o dos más eran mis maestros. Repetir textualmente los escritos de estos autores me permitía adentrarme en los vericuetos de su genialidad para apropiarme de su memoria, aburrirme con sus ángeles y gozar con sus demonios. Era una forma de re-lectura en la que me escudaba para evitar la pérdida de tiempo con la basura de los contemporáneos que mis contertulios me recomendaban con ahínco.

Aunque mi amigo el siquiatra me diagnosticó que la mejor manera de ser escritor era asistiendo a los talleres de escritura, con una sola vez que asistí a uno de ellos quedé curado. Me estrellé con mucha parla, poca letra.

En la corte no aceptaron mis excusas. Con palabras altisonantes tan caras a esa gentuza me disculpé con aquello de que la mejor lectura es la que se escribe. El peso de la fortuna del editor de marras pesó en el mazo de madera del juez y mi vida se dirigió por los senderos del infortunio.

No fue por falta de talento que no escribí novelas o ensayos peripatéticos. La brevedad de mis escritos se debió, en principio a la falta de papel, al final a una progresiva desconfianza hacia el lenguaje. El único escrito largo, exceptuando las obras que copiaba textualmente, fue el que escribí en las paredes de la cárcel que pintaban una y otra vez. Ésa, que considero mi obra maestra, era mandada a borrar por el director de prisiones cada vez que llenaba sus muros. Enemigo acérrimo del graffiti castigaba sin piedad toda escritura. Abrigo la esperanza que algún día, cuando logre aclarar todo este embrollo, pueda exhumar el palimpsesto de mi obra maestra siguiendo los procedimientos que utilizaron para recuperar el original de la Ultima Cena de Leonardo de Vinci que casi había desaparecido.

La infamia de todo este enredo merece una historia local. Han llegado al descaro de titular a unos de mis manuscritos como "Textos cautivos", cuando el que estaba cautivo era yo. Afortunadamente puedo contar el cuento porque no llegaron al extremo de poner en práctica los postulados del homicida Roland Barthes.

No quiero agobiarlos con hechos de mi vida para dar constancia de mi reclamo, sino enumerar algunas de las obras cuyos títulos y contenido fueron tergiversados añadiéndoles retazos de enciclopedia para congraciarse con los pedantes.

"El Delta", que seguía las electroencefalográficas frecuencias del sueño, fue cambiado a "El Aleph" que se ubica en el nivel de lo real. La cuadratura del tiempo finito representado en un dado, dio paso a la cacofonía del caos del infinito tiempo circular representado en una minúscula bola brillante.

El Jardín de los senderos que se bifurcan era el de los senderos que se multiplican. Había rehusado ese título que fue el primero que me asaltó al escribirlo, porque me parecen abominables las pobres dicotomías que tanto sirven a los críticos.

Funesto el desmemoriado, quien había servido de conejillo de indias a un doctor alemán de apellido Alzheimer, lo bautizaron Funes, el memorioso. El protagonista mío veía la inutilidad de la historia que siempre se repite. Por eso su memoria era virgen. Ninguna idea lo manchaba. En cambio el otro, se convertía en una enciclopedia ambulante de datos inútiles que matan la capacidad del asombro.

Para no caer en el campo de las repeticiones, de las enumeraciones ad infinitum abusadas por mi impostor, el lector ya puede imaginar lo que sucedió con todos los otros manuscritos. Si de lector pasivo se trata (Dios me libre de invocar aquí la torcedura política de Cortázar), remítase a la teoría de la recepción del tan manoseado teórico alemán.

Su supuesto "corpus" literario es motivo de discusión en todos los círculos del planeta. Lecturas borgesianas compiten con lecturas chamánicas y lecturas bíblicas. En los primeros he tratado de entrar para aclarar dicha impostura pero siempre me sacan a empellones y me declaran persona no grata.

Una revista francesa que denunció el entuerto fue sacada de circulación y Roger Caillois, quien firmaba el documento, condenado al olvido. Antonio Tabuchi, siguiendo las pistas del francés, lo corroboró en el suplemento literario del periódico Clarín de Buenos Aires el 13 de junio de 1996, pero recibió su bien merecido: fue ignorado y declarado loco.

No culpo a Borges. Él fue solo una víctima del tinglado armado por académicos y editores. Se aprovecharon de su bondad pero fundamentalmente de su ceguera, como se aprovecharon de mí por venir de un lugar remoto.

Por ese complejo de inferioridad de creer que sólo trasciende lo que huela a extranjero, vea a blanco y suene a plata, hasta mi nombre fue cambiado. En lugar de Pedro Mena, natural del Chocó, negro y sin dinero, me llamaron Pierre Menard.

© José O. Álvarez

Moebiana*

Para verificar que venía siguiéndome, ensayé itinerarios imposibles. Así, ejecutamos con precisión idénticos vaivenes, idénticas elipses, recortes y tirabuzones. Recorrimos extraños vericuetos, laberintos y desiertos. Inventamos rutas, estaciones y nombres de ciudades.

Como era previsible, nos perdimos; y lo que es peor: Después de tantas vueltas inútiles ya ni siquiera sabemos quién es el perseguido y quién el perseguidor, ni qué motivó esta situación, ni adónde nos dirigimos.

*Moebiana. De Moebius. La banda o anillo de Moebius es una superficie de un sólo lado, donde envés y revés son la misma cosa.

© Sergio Borao Llop

La presa

Desde que murió su madre, aquella vida de los barrios se le había hecho insoportable a René Marte. En verdad, desde su adolescencia, cuando le viraron el mundo y lo trajeron a vivir entre el bullicio de los altoparlantes, el monótono pregón de los buhoneros y el humo maloliente de los vehículos y la basura acumulada en todos los rincones, jamás pudo adaptarse a este cinturón de miseria donde vinieron a recalar.

Por ello, ante la desidia de la gente y el hedor que lo inundaba todo, no lo pensó dos veces; se fue a vivir al campo, huyéndole al bullicio y al progreso de la capital. Tenía vivo en sus recuerdos el río de su niñez, ese hermoso caudal que bordeaba los terrenos que dejó su padre en heredad, y que lo vio crecer hasta que era ya un hombrecito. Al fin y al cabo eso era lo que siempre había soñado: volver al campo, y construir su casa en el cerro.

Cuando miró su rancho recién terminado, creyó que tal vez sería más acogedor si tuviera en el frente un gran árbol que le diera sombra. Pensó en el framboyán que había visto camino al río, y fue a buscarlo. Lo sembró donde había mejor tierra para que creciera mas rápido. Alguien le había dicho que la borra de café era un buen abono, que hacía que los árboles se dieran grandes.
Pasaron los días. René le echaba borra de café a su matita, que cuidaba con esmero, como si fuera su única familia. Le acariciaba las hojas de vez en cuando mientras la plantita crecía y crecía casi frente a sus ojos. Algunas veces, al acariciarla, pensaba en Carmencita, la hija del bodeguero, a quien le había prometido regresar para llevársela a vivir con él a ese cerro de Bonao. Cómo era de putica la condenada –pensó-. Recordó las travesuras que ella le hacia cuando estaban solos en el colmado, mostrándole los senos sólo para verle la cara, ya que le decía que él era muy serio; y con tanta picardía lo recordaba, que hasta se reía, porque fue ella quien casi lo obligó para darle su primer beso. Cuando bajaba al pueblo generalmente era para llamarla, comprar algo y recoger la borra que le guardaba una tía suya que tenía un negocio donde se vendía café colado.

Su tía siempre le decía que se fuera a vivir con ella al pueblo, pero él se negaba diciéndole que en ese cerro viviría con su mujer y criaría los hijos que Dios le diera; siempre alejado del ruido y el desorden de la gente.

El árbol había crecido en poco tiempo, su fronda ya era suficiente para dar su sombra y René, sentado bajo ella en una silla de guano, se extasiaba recordando a la mujer que pronto estaría acompañándolo en aquella hermosa soledad; siempre observaba lo fuerte que había quedado el rancho, no lo tumbaría ni un huracán –pensaba-. Tiró la vista al llano y vio sus reses y sus chivos pastando tranquilos, y más adelante, el río que se perdía entre el monte. Fue entonces cuando volvió a escuchar el mismo rugido que otras veces, pero ahora se oía mas cerca; sí, eran tractores, los conocía muy bien, y no precisamente de arar la tierra; los había visto en acción en Villa Juana cuando tumbaron el ranchito donde vivió junto a su madre, y le dieron los chelitos con los que había logrado su soñada heredad. Pero el ruido todavía venía de lejos. Cerró los ojos y continuó pensando en Carmencita.

Una mañana, tuvo un sueño. Soñó que entre su sabana tibia se deslizaban unas suaves manos que lo acariciaban, y pudo ver dibujada la figura de una escultural mujer que se contorneaba libidinosa y en celo. Se imaginó que era Carmencita que había llegado y lo tentaba a hacer travesuras; al descubrir la sabana quedó perplejo, millones de raicillas del framboyán, haciendo un extraño zumbido se habían unido y formado una escultura con figura de mujer que yacía a su lado, como una amante esposa en busca de amor.

Lo despertó el rugido estrepitoso y violento de las máquinas. Comprendió que el sonido no era del sueño que venía, era de la realidad. Las voces de los hombres se confundían entre los tractores que se diputaban el derrumbe del cerro.

René Marte vio su framboyán partido en mil pedazos entre las fauces de un tractor. No fue rabia, ni estupor, fue amor. Le fue encima al maquinista con un machete. Sonó un disparo. René cayó rodando hasta donde se hallaba su árbol deshecho entre la pala mecánica. Abrió sus ojos y acarició sus hojas como lo hacía cada mañana. Un hilillo de sangre se deslizó de su boca hecha tierra, mientras una profunda y terrible oscuridad le cegaba los ojos, y le robaba sus sueños para siempre…

Ante la confusión reinante, el capataz, pistola en manos, dejó escuchar su voz:

–Pero ese hombre estaba loco, por poco le rompe el pescuezo a ese infeliz que tiene tres muchachos –señalando al maquinista-. Parece que nadie le dijo que por aquí es que va la presa.

© Pablo Martínez

Volver en julio

Qué les puedo contar en esta noche de julio...

Que mi corazón sigue trotando sin apuro y me reclama de vez en cuando alguna invitación, pero lo dejo seguir porque no sé adónde llevarlo, porque no veo ninguna puerta nueva por donde entrar con él.

Que sigo pensando que el pasado fue mejor, quizá porque tengo miedo de haber desfigurado el futuro.

Que me parece que pocas cosas buenas llegan y las que llegan no duran.
Pero quiero contarles también que sé salir de las sombras y los incendios. Más cansada quizá, pero íntegramente yo. A veces me ayuda alguien, desde un laberinto de historias que se me han vuelto invisibles.

Estamos en julio otra vez. Y julio tiene ese silencio tan especial... un silencio que me empuja a buscar abrazos.

Quizá sea agosto o quizá sean los frescos tardíos de setiembre los que me hagan recordar que aún cerrando los ojos puedo ver volar los pájaros y que esos pájaros vuelan para mí.

© Pilar Romano
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mediaIslaproSÁBADO 28 de julio 2007.-