Wednesday, May 23, 2007

proSÁBADO 040




...EL DRAMA DEL DESENCANTADO que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.

El drama del desencantado/ Gabriel García Márquez
[Colombia, 1928]
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/ggm/ggm.htm
http://www4.loscuentos.net/cuentos/other/13/
http://es.geocities.com/cuentohispano/garcia_marquez/garcia_marquez.html
http://www.mundolatino.org/cultura/garciamarquez/ggm1.htm
http://sololiteratura.com/ggm/marquezbiografia.htm

Contenido

El iris – Soyaguila
El nacimiento del olvido – Roberto Sánchez
Dogmas – Rubén Sánchez Féliz
Sabor a trufas – Helga Vega
Una de mil noches – Alfredo Cedeño
Jaguar – Enmanuel Andujar

El iris

¿A cuántos lugares del mundo podría representar esta imagen, cuántos ojos captarían ese cielo, los matices del agua, los relieves de la tierra? ¿A qué dimensión de realidad entramos al observar por la lente, una elegida entre otras, para que sea sólo esa, la que capte el segundo de observación posible de mi ojo derecho? ¿Es acaso perceptible para otro ojo derecho, este mismo contenido ínfimo del Universo? Una música puede brotar, desde una partitura bordada con los trazos de esa inmensidad y mi pequeñez. Deja su impresión, la huella de algo vivido hace tiempo, un tiempo que no puedo descifrar, aunque la memoria del iris lo reconozca. Al abrirme a esta imagen, cada vez, su eternidad se vuelve el instante presente, novedad, y no hay ningún otro rastro agregado a lo que alcanzo a ver, pues he comenzado a sentir a la historia, como la mezquina necesidad de mantener vivo lo que ya no se es, para tan solo alimentar, la posibilidad ilusoria de que algo nos ha pertenecido alguna vez. Mientras la identidad se imponga, escondida y dando batalla tras los velos de eso que afirmamos haber sido, difícilmente se dejará traslucir la Existencia Real de lo que posiblemente podamos llegar a Ser hoy.

® Soyaguila

El nacimiento del olvido

Un viento lavado por la lluvia penetra a tu casa, te alborota el ánimo y espanta la monotonía estacionada sobre ti, sobre los objetos, sobre tu vida. A cada caso, su solución, meditas. Aparte del aguacero precipitándose a distancia, otra preocupación no interrumpe tu espíritu. Esta modorra te ha seguido los pasos desde hace una semana y media. La pesadumbre maniata los deseos, la movilidad y las miradas. Ahora, la llovizna te moja las escasas preocupaciones y destapa en tu interior innumerables motivaciones infantiles que aún son fijaciones benignas. Por ejemplo, el deleite que te producía la súbita aparición de las golondrinas anunciando la lluvia (mentira que te acompañó hasta la secundaria, ya que no es que anuncien nada, sino que el fenómeno provoca que muchos insectos voladores salgan despavoridos para no perecer y ellas aprovechan la situación para alimentarse con ellos), la maravilla de los baños en el río mientras la lluvia se derramaba, los correteos y las mojaduras bajo un caño de agua de casa ajena que masajeaba la cabeza y la piel, la observación de las variadas formas en que el viento arrastraba la lluvia, la coloratura y la voluminosidad de la misma, la inexplicable caída con el sol afuera, la insólita aparición del arcoiris, en resumen, el mágico acontecer del fenómeno. Pero no puede quedarse sin explicar el enojo y las reprimendas de tu mamá, porque “sólo caen tres gotitas y ya tú estás lloviznándote, y luego la gripe, y ese catarro que molesta tanto”. Sin embargo, estas atemorizaciones no eran suficientes como para amedrentarte o detenerte. Para cuando alcanzaste la adolescencia, esto se había transformado en una costumbre arraigada. Ya en la adultez es cuestión inherente a tu personalidad. Comoquiera que se mire, el recuerdo es la nostalgia multicolor, la caja negra del individuo. Una manifestación inmediatamente genera otra, por lo que debes acudir rápido y cerrar las persianas, ya que las gotas están mojando el piso y el mobiliario. Todo fluye para bien o para mal. Un ansia irrefrenable te invade y sales al torrencial aguacero a satisfacer la vieja necesidad bajo el asombro y la risa de la vecindad. “Ese tipo está loco. Siempre que llueve hace eso”. “Con todo y ropa, ¡vaya hombre!” El internamiento en el agua y en su música nulifica los comentarios y los cuestionamientos de las voces habladoras. La humedad vence la tela y la piel se estremece, se crispa. Ocurre el trance de la adaptación al frío y te percibes distinto, rejuvenecido, otro. En el proceso de esa renovación se citan besos y caricias, abrazos y susurros, miradas y voces; debiera ser la ocasión del encuentro de los cuerpos, del contacto sublimizador de células y hormonas, miembros y cavidades, vellos y membranas. En esa armonía individual te afloran sensaciones y pulsaciones. La oportunidad, su efecto, te provocan el olvido del aciago hoy. Los avatares han sido suplantados sin premeditación, sin la alevosía que implica el desafío y sus congéneres. Ahora crees que unas manos se estacionan en tu rostro y te lo borran, dando lugar a la cabeza del arcoiris, adonde acuden pájaros, doncellas, peces, mariposas, libélulas, brisa, y tu amada. En su cabellera juegan los colores, su faz es de estrella, su piel es como la miel, un ruiseñor va en su voz... Tú bordas una canción, y es la fiesta. Ahora todos danzan y celebran el nacimiento del olvido. [a René]

© Roberto Sánchez

Dogmas

El violador cayó de bruces sobre el empedrado. El alcalde y sus asistentes lo rodearon. Tras fuertes forcejeos, lo amarraron del árbol más cercano con el fin de ejecutarlo. El párroco arribó jadeando, crucifijo en mano, y empezó a reñir con el alcalde:

—¿Quién eres tú para ultimarlo? Dios es el único que puede juzgar a esta oveja descarriada.

El alcalde, a su vez, preparó el fusil y repuso:

—En eso estamos de acuerdo, Padre. Pero como se trata de mi hija, es mi deber hacer que Dios juzgue a su sobrino cuanto antes.

© Rubén Sánchez Féliz

Sabor a trufas

Nunca las he probado, ni siquiera una gota de aceite con su esencia, sólo sé que vienen de la tierra y como el oro, son difíciles de encontrar. He leído sobre la carne de jabalí alimentado con ellas y su sabor afrutado. Pero de alguna manera, dentro de mí sé a qué saben las trufas, y cuando las pruebe será como reconocer sabores de hace mucho tiempo.
Estoy segura que si te hablo de las 17 Piezas Infantiles de Antonio Estévez, podrías oírlas. Te daré las partituras, te acordarás de alguna lección de música. Oirás cada una de las tonalidades, cada fraseo, seguirás con tus dedos el dibujo de las notas.

Acerca tu oído al papel. Me rondan en los dedos las ganas de tocar, cuando lo haga será con esas piezas, para que reconozcas una vez más su sonido. Y sabes, haré sentir niños a los que me quieran oír.

© Helga Vega

Una de mil noches

Por Bagdad anduve de madrugada degollando piratas malayos que llegaban allí desde el Golfo Pérsico remontando el Tigris y una tarde al llegar la noche encontré a Scherezade desnuda triunfando con su boca de templo sobre el sultán Schahriar.

En sus calles Aladino me prestó su lámpara de poder y milagros Simbad me regaló una cimitarra y un mapa para llegar a la cueva donde Alí Babá y sus cuarenta ladrones me guardaban un tesoro que se abría como una caja de mil tapas en el cual volar feliz.

La perla del califato donde la ruina sólo la había en poemas rotos fue imperio de sensualidades y conocimiento derrotando pestes como Tamerlán arrasándola y acribillando a casi todos sus hijos o el olvido donde quisieron ahogarla infinidad de cronistas grises.

Ahora la camino de nuevo en las pantallas del televisor y el ordenador llena del horror de rubios que pasan extraviados sobre Hummers y erizados de modernos alfanjes láser que no logran defenderse de las fábulas que por milenios se fueron armando grano a grano.

© Alfredo Cedeño

El jaguar

I want now to hold in my hands
the fragrance of your flesh
and smell it.
I want to roam in your soul
and scoop the taste of your flesh.
Kazuko Shiraishi/ The season of the sacred lecher

El cigarrillo pintura de labios se consume sin piedad. Severanda organiza su masivo pecho dentro de una pieza muy cara de ropa interior. Repara en los ojos verdes que la estudian sin ganas. Están satisfechos. La lengua repasa el hocico tratando de recordar el festín de hace poco. Los colmillos se dejan ver de cuando en vez, perfectos, relucientes. El espacio es un desastre de sangre, sudor, carne muerta, alguna lágrima y preguntas, muchas... Ella termina el proceso con dos o tres gotas de delicado perfume, remata el cigarrillo con desgana y piensa en voz dura: Los hombres son unos imbéciles.

Se conocieron hace un miércoles en el Superocho Night Club. Ella llamó su atención de inmediato: el cuerpo grande y violento, la gran sonrisa. John siempre ha llegado tarde a todos los lugares y a todas las etapas de su vida. Es súper lento. Así que Severanda tuvo que tomar la iniciativa y preguntar nombres, entablar conversaciones ridículas referentes al clima y los últimos partidos de pelota. Todo eso era inútil, John no era de este mundo, estaba en otra frecuencia y además para empeorar las cosas era poeta.

Ella hizo un esfuerzo y mencionó una pequeña lista de escritores, los que todo el mundo conoce... eso le dio oportunidad a nuestro John para que se explayara, con toda su parsimonia, en una serie de poetas de vanguardia provistos de una reputación más o menos dudosa y sin ningún texto publicado. La pobre Severanda paseó la vista por las etiquetas de las botellas y hasta tarareó canciones en voz baja para no dormirse mientras asentía concienzudamente. Sugirió otro trago, alzó el pecho y notó que los ojos del escritor se movían al compás del testamento. Todo estaba cayendo en su lugar.

Tengo un Jaguar, dijo Severanda varias cervezas después por decir cualquier cosa y mantener el asunto a flote y a John sólo le quedó asentir y pensar en voz baja: Diablo, bonito carro. Encendió un cigarrillo y preguntó: Cómo es eso. Ella esperó por un fuego que llegaba torpe y trémulo bendecido por una sonrisa ridícula, para responder: Un regalo de mi padre cuando terminé la universidad. Debe ser muy caro el mantenimiento, dijo John ajustándose las gafas y mirando los senos sin ningún tipo de reparo, tratando de alargar el tema ya que habían sobrevivido a unos silencios tenebrosos hace poco. Si tú supieras que no, el mantenimiento puede ser algo complicado pero vale la pena... es un capricho mío, nada más. John pensó que sin duda había cuadrado la noche, una jeva de este calibre, bien montada e inteligente... no pensó en la extraña combinación y por primera vez en su vida dejó de hacerse preguntas y decidió disfrutar la buenaventura.

La noche ya no aguantaba. Los panas no podían entender qué hacía una hembra como esa hablando con el estúpido de John, pero para los gustos los colores y como estamos llegando a los finales, se están viendo casos. La despedida fue con beso en las comisuras, una caricia con uñas bien pintadas e intercambio de teléfonos: se verían el próximo miércoles. Ella le pidió que por favor no se pusiera perfume. Alergias, fue la razón. John regresaba sonriente a la mesa de sus amigos mientras ella desaparecía sin mucho ruido.

Miércoles: John llegó a la dirección indicada, sorprendido de la extraña edificación, parecida a un antiguo gran almacén. Afuera no estaba el vehículo de la muchacha así que pensó que no había llegado. Después de un rato se aventuró a tocar el timbre. Para su sorpresa, ella apareció como salida de catálogo de Victoria’s Secret: el pelo caía como cascada, tan linda, ni una gota de maquillaje siquiera, la culebrilla en la división de las inmensas tetas... la suavidad que prometía la erizada piel era casi palpable. Estaba ligeramente nerviosa, se notaba en el velo de sudor en la nariz. Pasa, estás en tu casa, dijo ella dando la espalda y mostrando el trasero redondo y el caminito de pelos desde la espalda hasta allá; lunares y un coqueto tatuaje quedaban al descubierto por entre la delicadeza del modelito con encajes como para morirse, como para quedarse en ellos, como para escribir de nuevo de ahora en adelante: El destino de un Poeta. Él se extrañó pero la siguió sin protestar, sin decir Buenas Tardes, tragando en seco y preguntándose, mientras el corazón le bajaba al estómago, a quién tendría que matar para merecer esta mujer entera. En ningún momento llamó su atención la falta de muebles en el galpón. Severanda, temblorosamente sexy ofreció algo de tomar. Cerveza, dijo él. Ella se excusó diciendo, Ya mismo, y subió las escaleras. Dos eternos minutos después, mientras John palpaba sus bolsillos revisando si tenía los condones, escuchó el rugido, el golpe de la reja que se abría, luego, casi de inmediato, otro rugido. La bestia atacó la yugular, como se estila. Severanda, desde el piso de arriba, conseguía un orgasmo brutal. La fiera, zarpazo a mordida terminaba con la agonía del muchacho, que quedó haciéndose miles de dolorosas y sangrientas preguntas mirando fijamente hacia el techo.

© Enmanuel Andujar
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© mediaIslaproSÁBADO 31 de marzo de 2007.-

proSÁBADO 039




AMORES. PUEDO DECIRLES QUE NUNCA estuve de verdad enamorado. Como el hijo pródigo de la parábola de Rilke, creo que no amé nunca "para no poner a nadie en la terrible situación de ser amado". Por el contrario, muchas novias tuve; pero, a todas las perdí tan pronto las estreché entre mis brazos. Sólo una, pudo mantenerse viva y presente en mi pensamiento: aquella que por no haberla tenido nunca, nunca se me escapó.

La confesión de don Juan/ Denzil Romero
[Venezuela, 1938-1999]
http://www.textosentido.org/textosentido/invitados/romero.html
http://www.epdlp.com/escritor.php?id=2546
http://noticias.eluniversal.com/verbigracia/memoria/N53/contenido04.htm
http://noticias.eluniversal.com/verbigracia/memoria/N35/contenido07.htm
http://www.kalathos.com/may2000/las_romerias_completo.htm
http://www.ficcionbreve.org/cuentos/cabecorta.htm

Contenido

Caso de fuerza mayor – Manuel García Cartagena
La gallina ciega – Carmen Hernáiz
Fragmentaciones – Marcio Veloz Maggiolo
Unclaimed – Helga Vega

Caso de fuerza mayor

Fue un hombre tan querido que, cuando fue apresado, los policías que lo condujeron a su celda le hacían chistes para que no fuera a ponerse triste, y los demás presidiarios le tomaron en seguida tanto afecto que cada uno de ellos tuvo para él una sonrisa o una frase de consuelo. Tan querido fue nuestro hombre que hasta el mismo juez lloró de pena al condenarlo a morir en la guillotina, al tiempo que los miembros del jurado lamentaban amargamente haber tenido que participar en lo que más de uno de ellos llegó a considerar públicamente como una "trampa de la justicia", a pesar de haber postergado una y otra vez, por espacio de cinco años, el momento de tomar una decisión al respeto. Al final hubo en la sala un ambiente tan triste que hasta aquellos que sólo habían ido al juicio movidos por la curiosidad terminaron ocultando sus ojos detrás de espejuelos oscuros, aunque no pudieron evitar el concierto de estruendos que sus narices producían al llevarse con sus pañuelos las mucosidades nasales de sus llantos. Tan querido fue aquel hombre que incluso el verdugo designado para que le practicara la más profunda de las afeitadas insistió en hacerle saber, carcomido por la pena y el llanto, que él no tenía nada que ver con lo que le había pasado ni con el infausto papel que, por su profesión, estaba obligado a desempeñar. Tan querido fue que, al morir, cuando su sangre ya rodaba por el suelo, provocó el desmayo de centenares de mujeres y ancianos, y más de un puño apretó en silencio los flácidos músculos de la impotencia, al darse cuenta sus dueños de que no habían sido capaces de intentar cualquier cosa que impidiera aquel desastre. Tan querido fue, en efecto, que, al otro día de su muerte, todos los que lo conocieron se apresuraron a olvidarlo por puro respeto.

© Manuel García Cartagena

La gallina ciega

—Van a robar el gallo del corral.

La abuela dejó la frase sobre la mesa con la misma tranquilidad que mamá servía las lentejas.

Era miércoles. Lo sé, porque todos los miércoles comíamos lentejas de primer plato y sardinas de segundo. El postre dependía del humor de mamá.

Fijé la vista en una flor del mantel, mientras ella se afanaba en hacer entender a la abuela que hacía más de sesenta años que no tenía gallo, ni corral, ni casa en el pueblo ni gallinas que cuidar. Cada vez que mamá negaba la enfermedad de la abuela, yo trataba de explicarme el porqué, queriendo que tuviera el suficiente tino como para seguir el hilo de una conversación quizás llena de las incongruencias de la demencia senil. Nunca sabíamos cuándo llegaba ese momento de lucidez que la ponía en el presente real y la hacía sentirse una pobre vieja inútil y loca, por culpa de esas insistencias de su hija.

Mirando la flor del mantel intentaba no oír lo que ocurría en la mesa. Trataba de fijar mi atención en unos pétalos que me sabía de memoria y esos pistilos que tiempo atrás me habían hecho pensar en la clase sobre reproducción de las especies.

-No hay gallo, mamá, ya te lo he dicho.

La abuela insistió y rogó a mamá que estuviera atenta, que tuviera cuidado, que no dejara que todo se perdiera por culpa de no ocuparse lo suficiente.

Mamá, impaciente y frustrada, dejó la servilleta sobre otra de las flores del mantel, apartó la silla y llevó a la abuela al dormitorio. Ese día no tuvimos postre.

No hubo más insistencias sobre el estado del corral. Ni sobre el peligro de robo del gallo. Tan solo unos días después entendí a la abuela cuando papá se fue de casa para nunca más volver.

© Carmen Hernáiz

Fragmentaciones

Irresistible y cansada de verse en el espejo sin que nadie opinase sobre su frugal belleza, lanzó el mismo a la calle haciéndolo añicos. Pero en el espejo se había quedado copia en vivo de su cara. Marisol tiene ahora una cara lisa e inexpresiva e intenta recoger a ciegas, trozo a trozo y con la intención de armarlo nuevamente, el rostro equivocadamente lanzó, furiosa, sobre un recodo del camino.

© Marcio Veloz Maggiolo

Unclaimed

Soy pájaro volando en soledad, regresé con la certeza de haberle encontrado compañera de juegos a Luisita. Una Julia, pensé, que era ideal para ayudarnos a lavar los desencuentros; pero algo no cuadró. Hoy me fui contra ella, la agarré con furia y la degollé. Su sombrero y su cabeza estallaron en pedazos que no sé cuándo recoja. Quizá él llame a esta hora y la emoción me haga correr, y mis pies sangren sin dolor. A fin de cuentas, caminé de punta a punta El Conde para terminar trayendo una muñeca rota.

© Helga Vega
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© mediaIslaproSÁBADO 26 de agosto 2006.-

Tuesday, May 22, 2007

proSÁBADO 038






UN HOMBRE VA RETRASADO a una urgente y decisiva reunión. Encuentra a un amigo:

—¿Qué hago? ¿Cómo puedo llegar a tiempo?

—Vete de espaldas –responde el amigo.


Fidelidad/ José Balza
[Venezuela, 1939]
http://www.ficcionbreve.org/cuentos/superior.htm
http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/08145029899769417427857/p0000001.htm#I_1_ http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/12159170889099396310624/p0000001.htm#I_1_ http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/68005030434577830754491/p0000001.htm#I_1_ http://www.sololiteratura.com/josebalza.htm
http://www.clubcultura.com/clubliteratura/josebalza/balza01.htm
http://www.generacionxxi.com/entrevistas/balza.htm
http://www.clubcultura.com/clubliteratura/josebalza/balza03.htm

Contenido

Veneno – Sergio Borao Llop
Pokería – Luis R. Santos
Viento norte – Pilar romano
Fragata – René Rodríguez Soriano

Veneno

Creedme: Es en verdad un mal valle, ése de la tristeza, para quedarse a vivir en él.

No hay, oídme bien, ni un solo árbol verdadero, ni un pájaro cuyo canto consiga despertar un destello de magia, ni siquiera un arroyo de aguas transparentes junto al que detener un momento nuestro arduo peregrinaje. Sólo encontraréis allí un exiguo manantial que destila un veneno lento, lentísimo, que el tiempo va inoculando gota a gota en las venas.

Lo malo es cuando (a veces pasa, hay gente que le pasa, no pueden evitarlo, les pasa y es casi inconcebible y ojalá que nunca nunca nunca sepamos que se siente) el veneno se convierte en droga y te engancha y comprendes de repente que ya no hay vuelta atrás, y
sientes que te estás muriendo -que eso te está matando- y al mismo tiempo sabes que tampoco podrías vivir fuera de ese lugar, porque en el exterior no existe nada respirable.

Yo conocí una mujer que contrajo esa enfermedad; estuve cerca, muy cerca de ella, tan cerca que fue imposible (lo supe desde el primer momento) evitar el contagio, imposible permanecer inmune a ese veneno, y también, -¡cómo olvidarlo!- imposible no amarla sin palabras, no morirse un poco en cada lágrima que manaba de sus ojos, no irse olvidando, poco a poco, de los caminos de retorno, de la posibilidad de retornar a cualquier parte, de la mera existencia de otro sitio que no fuera ese valle donde hasta el rumor del viento es una ausencia.

© Sergio Borao Llop

Pokería

Arsenio penetró al estrecho callejón que conducía hasta el lugar en donde residía y en el umbral sintió una fuerte opresión en el pecho; empujó la puerta semiabierta y penetró a la habitación. En ese instante su mujer se revolvía en la cama y sollozaba a intervalos irregulares.

Fue hasta el área que fungía de cocina dentro de la pequeña estancia y encontró la yuca con huevos fritos que su mujer le había servido en el preciso instante en que salió a comprar la leche para los niños, de uno y dos años. Eran entonces las siete de la noche.

Mientras engullía aquella fiambre uno de los niños despertó y empezó a llorar. La mujer también empezó gimotear, con un llanto sostenido y punzante. Entonces el otro niño también se despertó y se sumó al coro quejumbroso.

Arsenio dejó de comer y fue a ver qué le pasaba a sus hijos. Les pasó la mano por la cabeza, pero aún así no logró calmar a los dos pequeños. Él sabía el motivo de su llanto.

Se desvistió y se tiró al lado de la mujer que había dejado de llorar y que ahora miraba absorta hacia arriba. Arsenio encendió un cigarrillo y le ofreció uno a la mujer. Fumaron despacio mientras los niños continuaban llorando.

—No lo puedo creer, Arsenio-le dijo la mujer.

—Yo tampoco. Te prometo que será la última vez, tuve un impulso incontrolable, no lo pude evitar.

—Siempre será la última-le dijo ella.

Se quedaron callados. Arsenio estaba muy agotado y en pocas horas tendría que levantarse para tomar la guagua que lo llevaría a la zona franca en donde laboraba de operario. Pero el llanto de sus dos pequeños no le dejaba dormir.

Se levantó, fue a la cocina, tomó un cuchillo y salió de nuevo la calle. Caminó de prisa en medio del ladrido de varios perros que se disputaban el amor de una perra en celos, y en pocos minutos estaba de nuevo en el lugar.

—¿Trajiste más dinero?-le preguntó uno de los jugadores.

—No-respondió Arsenio tajante-. He venido a buscar el que perdí, sé que aquí entre nosotros hay tramposos, que juegan con cartas marcadas.

Los cuatro hombres no se dieron por aludidos y continuaron con su partida de póker.

—¡Si no me devuelven mis quinientos pesos nadie saldrá vivo de aquí!-Amenazó Arsenio.

El humo de los cigarrillos formaba una espesa cortina que opacaba los rostros de los hombres sentados a la mesa. Entonces fue el dueño del lugar que respondió:

—Arsenio, quien no puede jugar, no debe hacerlo, a ti nadie te ha obligado a apostar tu maldito dinero.


—Me han hecho trampa, lo sé, así que, para que evitemos una desgracia, mejor devuélvanme mi dinero.

—Nadie te tiene miedo, Arsenio, así que vete a la mierda.

—Arsenio-le replicó dijo otro de los hombres, que hablaba con un cigarrillo colgado a los labios-todos aquí nos conocemos, no queremos problemas, mejor retírate, mañana será otro día y tal vez tu suerte mejore.

Pero Arsenio sabía que para tener la oportunidad de otra revancha tendría que aguardar al siguiente pago en la fábrica. Esa ingrata certeza pareció hacerle perder el control. Sacó el cuchillo que escondía debajo de la camisa y lo blandió amenazante:

—¡Contaré hasta tres para que me devuelvan mi dinero! -Entonces uno de los hombres, el que no había abierto la boca, sacó un revólver y le apuntó:

—¡Te rompo la cabeza a balazos si no botas el cuchillo! -le dijo mientras se incorporaba.

Arsenio se vio obligado a obedecer y tras poner el cuchillo en le piso el hombre lo golpeó en la cabeza con la cacha del revólver. Arsenio cayó aturdido, y un hilillo de sangre se deslizaba por su frente. Otro de los hombres le dio tres brutales patadas en un costado y un tercero le apretó el cuello con un pie.

Intervino el dueño de la casa y obligó a los jugadores a detenerse. Arsenio estaba inconsciente. Entre tres lo arrastraron a la hasta la acera de la calle y retornaron a la mesa de juego.

A esa hora la jugada solía ponerse más interesante.

© Luis R. Santos

Viento norte

El viento norte torturándote durante todo el trayecto y tú loca, impotente, odiándolo...entras a la cocina y te parece más grande, desmesurada casi. Te acomodas el pelo mientras miras ese mundillo en el que sueles moverte durante varias horas... "delantal" suena a cosa con filo, te dices tontamente.

Empiezas a moverte recordando que odias también los días en los que tu horario no coincide con el de él; durante un rato no sabes qué hacer y no es porque lo extrañes, a ese tipo de persona no se las extraña, es que la casa sola parece existir de otra manera, de una manera que te inquieta y más aún con el viento norte soplando desde la mañana. El infierno debe oler a grasa, te dices mientras tomas a desgano el pedazo de tela que suena a cosa con filo y atas las tiras por detrás de tu cintura. Ves la botella y te sirves un vaso de cognac. Treinta y tantos grados de alcohol pasan por tu garganta y llegan incendiarios a tu estómago. Te sientes estúpida por no haber optado por un trago fresco en ese mediodía con vahos de fiebre. Al menos el cognac es de mujeres de mundo, te dices, "bourbon" suelen pedir algunas de esas mujeres en las películas. Pero te ves con copa y delantal, ni siquiera está del todo limpio el delantal y tropiezas con la ridiculez y te bebes otro vaso.

La calle recibiéndote sorprendida y ya con menos viento; hola, saludas al viudo que llega a su casa contigua a la tuya, hola, cuando siempre le has dicho buenas tardes. Y te das cuenta de que él se ha dado cuenta, pero no te importa. Ni siquiera te importa adonde vas ni porqué has decidido salir en vez de lavar los platos que huelen a infierno.

No es que te quejes, nunca te quejas. No te quejaste cuando tenías seis años y tu madre se fugó con aquel músico de la banda de policía. Ni en otras ocasiones. Tan sólo sabes que eres la mujer que no deseas ser. Sobre todo te das cuenta cuando sopla el viento norte y te frena el vuelo de la imaginación y a la luz de la realidad todo te parece insoportable. Miras a la joven que camina contoneándose y notas que lleva un paraguas, entonces te olvidas de envidiarle el contoneo y piensas que puede llover. Diez o doce pasos más y ya sientes las gotas que también han mojado al carnicero que se apura en cerrar su negocio y tropieza contigo; te repugna el olor a carne cruda que con el hombre mojado huele peor y sientes un incontrolable deseo de no seguir caminando por esas veredas, entre gente que corre y se atropella.

El bar es lúgubre pero benévolo y no te importa el olor desagradable, olor a decadencia, el mismo que envuelve a las putas que se acomodan en la barra. Notas que ellas notan que no eres una de ellas y te importa; hasta ahí no te ha empujado el viento, piensas. Pides un whisky, ahora un whisky doble y el suelo inicia al rato una especie de oleaje y tú inquietándote, con una sensación más rara que la que sientes en tu cocina desmesurada. Y el piso que sigue moviéndose y la visión de la cocina sin horizonte te acercan una sensación de naufragio, casi ves cómo se hunde el sueño de vivir un amor de película, o de barrio al menos, de ser admirada, de recibir miradas con dulzura y que el estar en la cama con tu hombre no te parezca tan sólo un inevitable camino al manoseo y al olor a grasa de motores. Y la sed insaciable de inconciencia llegándote lentamente, disfrazada de salvación, hasta colmarte de algo que no sabes nombrar. Tan sólo sientes que empiezan a rodearte mariposas, mariposas con alas formidables moteadas de añil. Y un poco más allá el hombre, mojado pero pulcro, mirándote con algo de la dulzura que siempre esperaste.

—No puedo pagarte- dice, porque no sabe. Y lo sigues, llevándote la mirada de las otras.

© Pilar Romano

Fragata

NO LA TRAJERON LOS VIENTOS NI LAS AGUAS, no vino desde el Japón, como Leiko, Yoshiko, Yoko y Mayumi; alborotaba el polvo de los caminos con su paso de ballerina o cierva alada; cantaba en lenguas como las brujas, las rezadoras y las comadronas. La atrapé una mañana con mi Agfa Instamatic en las ruinas de las Cinco Estrellas, deshojaba margaritas y daba de beber a los graffitis desdibujados en los cariados muñones de las cinco columnas. Alguien habló de más, se alborotaron las palomas grises del pasado, y me perdí en el rafagazo de sus ojos.

Recuerdo la inconsciencia con la que echaron abajo las cinco torres, las destrozaron, las trituraron y dieron cuenta de los gladiolos, los lirios y los rosales; eran los mismos, los mismos energúmenos, que días antes, se ataviaban con los colores y las consignas del benemérito de las medallas y los botones y los bicornios emplumados. Eran ellos, los vi también lanzarles piedras y anatemas a los Colón y a los Pichardo, por negarse a negar que renegaran de sus creencias y filiaciones. Ella cruzó, y ni piedras ni palabrotas me tocaron, llevaba mallas negras, pienso yo que ni siquiera atiné a enfocar las periferias de su celaje.

Con una luz difusa, la divisé otra tarde, cuesta arriba por la calle del mercado; la seguían los niños, y tres o cuatro cometas que lustraban el aire tras el conjuro de sus cabellos, desmesuradamente sueltos y sin gobierno. Acababan de anunciar otro de los tantos golpes de Estado que habrían de sacudirnos después de la caída del tirano y sus secuaces. Ella pensaba una canción, y en la torpeza de mis dedos, uno tras otro, se velaban los rollos de película. Ocasión que aprovechaban ellos para saquear las mansiones y los locales del partido, yo sólo iba del Eslava al Pozzoli en mis lecciones de solfeo. Pero eso fue otro día, otro viernes, cuando apostamos con Omar robarle el beso a la Mayumi, frente al piano…

Era mayo y llovía, traían guijarros y larvitas las rigolas, y estallaban las rosas y los lirios en los patios, ella buceaba en los mandados y los manoseos, cantaba Blanca Rosa Gil o Daniel Santos y todo se mojaba o nos mojaba; pomelos como peces luchaban por brotar de la franela, hacerla trizas y quedar con sus pezones a merced de los perros del deseo. Yo me quedé sin Instamatic, casi sin dedos en la sed de verla y de tocarla, disuelto entre los planos de sus piernas abiertas en la oscuridad del cine. Después, sin rumbo repartí panfletos y proclamas, icé banderas y pancartas, buscándola, inventándola por los vanos del día. Ella tejía al andar alfombras de amapolas, de sueños y ansias locas.

No vino con los últimos refugiados de los devastados aserraderos de los Mera, ni en la caravana de los saltimbanquis que levantaron tiendas por la parte sur del pley y leían cartas, vendían rositas de maíz, algodón dulce, gofio y pegapalos. Nació casi a orillas del
río, al final de la callecita que todavía el Ayuntamiento no encontraba muerto ilustre a quien endilgársela; me lo confirmó el viejo Abelardo, en su percudido cuarto oscuro, lleno de ácidos y recuerdos vencidos. Ella tenía un amor que no le cabía en el pecho, siempre entraba a las fiestas por las puertas del servicio y era frugal y generosa como huidizos su mirada y su andar.

Con tanto empeño como repulsión, mi hermana quiso que ella aprendiera a leer y a escribir. Tía Viola y tía Gume le tejieron velos y capuchas para que las acompañara a misa. Yo leía entre sus muslos el alfabeto de los fuegos más calmos, y estallaba mientras sus labios balbuceaban un abc que era tan soso y tan nadero, como la entrega y la solidaridad en que se abanderaban las mojigatas de mis tías y mi insincera hermana. Yo navegaba en unas aguas tan santas y tan locas, como las ganas de volar inciertos mares, aferrado al vaivén de mi fragata, sin gobierno.

Habrían de venir las elecciones, las primeras en más de cuarenta años, y las primeras disensiones y desacuerdos, y las primeras caravanas, y la compradera de votos, y los insultos, y las traiciones, la guardia en la calle. Se dividieron y se conciliaron familiares y viejos amigos. Ella ni se inmutaba, correteaba pley arriba y pley abajo, y besaba, ¡cómo besaba por las noches a escondidas!, luciendo y sacudiendo los pendientes que habrían de echar de menos nuestras madres y hermanas. ¿Quién ganó, cómo hicimos para zafarnos de la fatídica familia del tirano?

Siete meses después, volvieron ellos con sus turbas de azarosas tropelías, y otra vez los muchachos por las montañas, blandiendo aperos, ardiendo en llamas, sangrando a mares por devolverle el cauce al río, lavar las nubes, plantar malvones y claveles… Subieron los ejércitos, los postulantes, los sacerdotes, los tutumpotes, las comisiones y las organizaciones internacionales para la paz y la concordia. ¡Insoportable! –dijo la radio-, soplaba un viento frío desde la sierra.

Volaron las aves turbias, nadaron peces de fango y larvas albinas que se ensañaron contra la luz del día. Dicen que vieron a un par de mallas grises, rotas y sin gobierno, rielando contra la neblina…. Le decían Japón, tenía los ojos rasgados y sabía más que nadie desatar con sus dedos los nudos del placer y del deseo. Puede verla, pasar la página y soñar.

© René Rodríguez Soriano
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© mediaIslaproSÁBADO 29 de julio 2006.-

Monday, May 21, 2007

proSÁBADO 0037




HIZO AQUEL DÍA LO QUE DESDE MUY NIÑO había siempre deseado hacer sin atreverse jamás a realizarlo: lanzarse al vacío desde la ventana de su apartamento de un sexto piso. Tal como lo había anticipado, extendió los brazos y voló con gracia y sin ninguna dificultad en las inmediaciones de la ventana abierta. Planeó con elegancia sobre la copa del almendro arrancándole al desgaire algunas hojas. Evadió con pericia los alambres del tendido eléctrico. Ejecutó variadas maniobras de vuelo aprovechando las corrientes de aire y luego, a los tres segundos exactos de iniciar su viaje, se estrelló violentamente sobre el pavimento de la calle como una fruta podrida.

Ícaro/ Virgilio Díaz Grullón
[República Dominicana, 1924-2001]
http://www.literatura.us/virgilio/index.html
http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/LiteraturaDominicana/virgiliodiazgrullon/
http://www.rodriguesoriano.net/micuadernoazulito/pdf/laenemiga.pdf
http://alicia844.tripod.com/

Contenido

Sol de caramelo – Carmen Hernáiz
Historia de la eternidad – Máximo Vega
Una noche con Manuela – Celia Bermejo
En el espejo cóncavo – Manuel García Cartagena

Sol de caramelo

Cuando despertamos cada mañana es aún de noche. Nos cuesta, pero no hay más remedio que doblegarse ante la rutina de los horarios.

Un rato más tarde, mi hijo pequeño y yo contemplamos el amanecer de Barcelona desde un lugar privilegiado, camino al colegio. Él me dice que el cielo parece una foto y yo asiento asombrándome ante los colores que cubren la ciudad desde la luz que viene del mar.

Por la tarde, nuestro regreso a casa incluye los mismos comentarios. Sólo es distinta la foto porque el color viene de las montañas.

Charlamos unos minutos cada noche, cuando está ya en la cama. Me mira con sus ojos negros, sonríe y me abraza mientras dice cuánto me quiere. Y hay ratos, como el de hoy, que lo llenan todo:

—¿Sabes, mamá? Hoy, al volver del cole, cuando hemos parado para ver el cielo, tenías cara de sol de caramelo. Y el pelo te brillaba, y los ojos parecían más negros que mi cuarto de noche. Eres la más guapa del mundo en toda la historia de la vida.

Y tras el abrazo, el beso y el abrigo, vuelvo a mi cuarto pensando en mis canas, mis arrugas y mis ojeras desde el amor más puro y dulce.

Dulce de sol de caramelo.

© Carmen Hernáiz

Historia de la eternidad

Damián vio por la ventana de la habitación a los niños jugando en el callejón, escuchó la voz de una marchanta, el pleito acompasado, casi teatral, de unos vecinos que se golpeaban. Tomó la pistola de la cama y se la metió debajo de la pretina del pantalón, unos jeans bastante gastados, salió a la sala y tropezó con una mecedora; todo allí estaba como amontonado, demasiado cercano. La casa estaba sola, desolada más bien. No quedaba prácticamente nada allí de Lidia, no quedaba nada de sus hijos, excepto las fotos de algunos cumpleaños en las paredes, Lidia y él besándose con amor delante de un juez de paz que hacía una mueca, la noche feliz de sus bodas. Ahora no queda nada, tal vez los muebles que compartieron o la cama sobre la que fornicaron; la estufa oxidada sobre la que cocinó; un juguete de los niños tirado en algún rincón que él no se atreve a limpiar; una toalla; un mantel que les regaló su suegra; pero esas son cosas inanimadas cuya presencia no puede devolverle el olor o el roce fortuito de la mujer en un pasillo, el sonido de sus bachatas en el baño, la salida del orín cuando dejaba la cortina abierta, su figura recortada en el espejo de la habitación, que por alguna magia no buscada reflejaba a la mujer secándose el cuerpo a través de la cortina.

Era el mes de enero, estaban en invierno, y el sol caía recto y terrible sobre el callejón donde quedaba la casa. El excesivo sol le molestaba, el sudor que empapaba su camisa y su cabeza casi calva debajo de la gorra, para él eran bellos los días nublados, grises. Días románticos, días de sancocho y ron barato, de abrazos furtivos a la mujer que siempre se espantaba, de ocio y abandono. Siempre pensó que había nacido en el país equivocado. En sus sueños reiterados se veía a sí mismo entre la nieve o la bruma, andando con las botas puestas hasta las rodillas, en una casa inmensa frente al mar oscuro. No entendía por qué se repetía este sueño, pero le gustaba. En el balcón de la casa, arropado en abrigos y guantes, viendo el mar que le devolvía un olor casi tétrico, una barcaza pesada de metal bordea lentamente la costa. Amaba el mar. Pero no este azul turquesa de las postales caribeñas, no el del sol eterno que les vendían a los turistas europeos y canadienses, el que sirve sólo para tostarse y bañarse, sino el mar de la niebla, el mar melancólico, un océano triste. Cuando le contaba sus sueños a Lidia, ella le decía que se estaba volviendo loco.

Y quizás ya estaba loco, quizás soñaba con cosas imposibles. En esos sueños también aparecía Lidia: la mujer mestiza en un país inmensamente frío, en una casa aislada, solitaria, en donde llovía casi diariamente, una llovizna fina, tenue, persistente. Lidia contaba con un talento inaudito: tenía tatuada una serpiente cuya boca se abría en su vagina, y él sentía (no estaba seguro si lo sentía realmente o sólo se lo imaginaba) que la serpiente lo mordía cuando introducía su pene. Bueno, la verdad es que sus sueños eran cada vez más improbables. Puesto que Lidia ya no se marcharía con él, jamás accedería a mudarse a una enorme casa tranquila, alejada del mundo, de la música, de la conversación insulsa con su madre, sus hermanos, sus amigas. Lidia ya no se iría con él a ningún lado.

Y él tampoco tenía el dinero para marcharse de ese callejón tan claro, los niños jugando beisbol con un palo de escoba y tapas de refrescos, los hombres saludándolo al pasar mientras juegan dominó, las mujeres asustadas por la pistola en la pretina, aunque invariablemente se impresionan, lo ven salir con la pistola, regresar a la casa un momento después, volver a salir sin el arma. No sabe si esta vez se arrepentirá.

A dos cuadras hay un car wash en el que él una vez trabajó, cuando tenía más o menos 18 años. Lavaba carros por propinas, el dueño lo dejaba estar allí, siempre y cuando no le reclamara un sueldo. A veces no le regalaban nada, no culpaba a los choferes, él sabía que suponían que le pagaban su salario y que la propina era innecesaria. "El buen Damián", le decían cuando descubrían la verdad, "Damián es un alma de Dios", le decían sus compañeros asalariados, las camareras, los merengueros típicos que tocaban allí los fines de semana, a los cuales les pedía los autógrafos, su colección inmensa se perdió cuando Lidia, en un arranque de ira, se la quemó en el patio, porque él le había dado una trompada tremenda que le hinchó el pómulo, la primera vez que la golpeaba. En ese car wash conoció a su esposa. Era camarera del lavadero, era joven y sumisa, se enamoraron poco a poco. El recuerda la primera vez que salieron juntos, a una verbena de la escuela pública de la esquina; recuerda cuando le pidió matrimonio y ella lo rechazó; recuerda cuando al final aceptó, luego de ver la casita amueblada con las dos habitaciones y la lavadora carísima, porque ella se negaba a maltratarse las manos lavando, quería conservar suaves e intactos los dedos con los que acariciaba a los hombres en el lavadero, las manos que le alababan, le tocaban y algunas veces le besaban. Damián, por supuesto, le concedió este capricho.

Si de algo estaba seguro, era que Lidia estaría en el lavadero ese día extremadamente caluroso. Tenía toda la razón: sentada con un cliente que le tomaba la mano, ella lo vio llegar y ni siquiera se inmutó. Con su indiferencia le demostraba todo su desprecio, todo su desamor. Ni siquiera se preocupó en tomar con más fruición la mano del otro hombre, ni siquiera quería hacerlo sufrir. No pretendía ni siquiera su odio. Cometió su última frialdad, su última insensibilidad. Damián sacó la pistola y le disparó cinco veces en el cuerpo, en la cabeza, una bala quebró una de las sillas plásticas, la gente corrió despavorida.

Nunca se había atrevido a llegar hasta allí, siempre salía al callejón, daba algunos pasos y se arrepentía. Siempre lo asaltaba alguna duda –acerca de que las cosas no salieran como las había planeado-, alguna indecisión, algo que le faltaba por hacer antes de cometer el hecho. Esta misma tarde pensó que hoy no sería posible, que regresaría, que no sería capaz. Sin embargo, algo en el clima, tal vez, o en los pensamientos confusos que lo hicieron olvidarse de todo lo demás, lo había llevado casi sin quererlo hasta allí, y todo había sido consumado, ya no había vuelta atrás. Tomó la pistola aún caliente, la llevó hasta su sien, y se disparó con una tranquilidad que sugería alguna clase de práctica anterior. Los testigos coincidieron en que pudieron notar alguna misteriosa sonrisa mientras caía sobre los mosaicos con la cabeza destrozada.

Lo primero que Damián sintió fue el mar.

© Máximo Vega

Una noche con Manuela

Tic-tac, tic-tac, tic-tac: Manuela se espatarra edematosa y sin ropa interior ante mí. Le toco en una pierna, como en un roce sin querer con el canto de la mano. Y está fría. ¡Manuela! Ella, medio desvencijada, fuma un grueso Farias: Esta Circe fine milenaria se frota los muslos y me remira lasciva. Pasa el tiempo, y pasa, y las colillas cubren el cenicero y los pobres paupérrimos dormitan como trastocados cuerpos de cerumen junto al contenedor basurero de las hamburgueserías americanas.

Hoy no parece una noche como cualquier otra: vengo sin afeitar, con los ojos legañosos y los pantalones casi caídos; y sin la vaselina: existo solo y en mi compañía: mi ángel de la guarda nos observa y vomita, tras una brutal regurgitación, sobre las sábanas de Manuela: los últimos garbanzos sin digerir, del cocido de la comida, fluyen por la aduana de un esófago de melanina con mucosas de plástico. Manuela coge uno con su mano libre y con dos dedos, muy remilgada ella, lo lanza hacia el techo con la fuerza de las tormentas de hostigo y veraniegas: Manuela podría ir a cualquier concurso de la tele: ha detenido la caída del cocido misil con el canalillo íntermamario.

Así es Manuela: así es el cauce entretetas de Manuela. Y frente a ella estoy yo con mi soledad: a solas: se me destiñe el bulto de la entrepierna. Manuela echa unas lagrimitas sugerentes y postizas al estilo de las agüillas de las muñecas peponas. Y enfrente, más allá de ella, se abre el quinto pino de un cielo repleto de estrellas y una carretera secundaria y el mapa de las subvenciones remolacheras y alguna que otra boina que no vivirá mucho sobre esta existencia.

Ya no me gusta desear a Manuela. Manuela lleva los tirabuzones de pelo de ahí de color carmesí; a la moda más hortera, y una mariposa pequeñita tatuada junto a la parte interior del muslo. Soy un capullo. Siempre he dicho que interesa lo que se presume y no se ve. Además se ha hecho un percing en la rasurada higa siguiendo un consejo mío. Así es esta indivisible Manuela. Y yo estoy frente a ella en un escorzo forzado y mirando por el rabillo del ojo.

Quizás me gustaría revitalizar a Manuela hasta matarla; o rematarla como a un vulgar cochinillo chillón. Ella me mira: desea fingir una erupción de amor sincero pero no llega, no llega, no llega. Ella no llega: estoy solo; sólo con Manuela. Las ideas me fluyen hacia las circunvoluciones cerebrales del bestialismo. Una golondrina da vueltas y más vueltas por el enrejado vello de Manuela. Y mientras tanto Manuela se lo hace con mi sombra pero no se moja, no se moja, no se moja. Así es Manuela. ¡Un olé por estos huevos de frialdad y de Manuela! ¡Cuidado Manuela!, hoy tengo un humor de perros: la hiel embriaga el humo de mi cigarro: la desflecada carretera curva de mi sombra se extiende infinita ante nosotros dos. La gente nos ve pasar pero no nos ve: ya es de noche. La gente tiene la mala costumbre de cambiar de día, todos los días, roncando o rezando o dando navajazos a cualquier maloliente borracho trotafarolas. ¡Hoy no soporto a Manuela!; ¡y ella, en el limbo! Manuela me mira sin pestañear. ¡Házmelo como si fuese una perra!, me insinúa. Tengo jaqueca. Mis neuronas juegan a los bolos con la testosterona. ¡Que no, joder!; ¡que no! Hace calor y medito sobre los encabritados pechos de Manuela. Esta noche no es como otras noches. Temo sentirme engullido por ella y por Manuela; temo, incluso, algún tipo de alboroto en ellas. Una negrísima mosca zumbona nos sobrevuela; en una esquina de nuestro espacio existencial un murgaño se ahorca con su líquido seminal. Y Manuela que no llega, que no llega, que no llega.

No sé... Manuela se airea las greñudas trenzas del pelo. Parece una ingrávida barragana durmiendo la siesta. Manuela me hace perder el juicio: algún día, alguna noche, desmembraré a Manuela para ver el fogoso mecanismo de su interior. Creo que un buen primer paso reventador sería meter una puñalada trapera en el pellejo del punto
G de esta julandrona.

¡Vaya con Manuela! A Manuela le sudan los pies y me dejo contagiar. Era perfecta; una mujer cañón y de película. Alguna lejana noche de reprimidas pasiones estuve enamorado de Manuela y como en la ensoñación del umbral de un asombroso espacio de cristal: Manuela y yo: una tarde madrileña salí de copas por la Puerta del Sol, por Montera, por Fuencarral... Me esperaban mulatas trotamundos, varias saxofonistas solitarias, algún chapero encabritado y de pelo casposo; poco más. Entre tanta escoria de recidivantes pecados veniales me colé por ella: unas piernas color canela en rama limitaban una minifalda de cuero negro y dos finos tacones altísimos: invité a Manuela a una copa. En aquellos tiempos yo me bebía la copa y la inducía a ella a relamer las húmedas comisuras de mis labios: antes me gustaba; ahora me joden sus resecos lengüetazos. Y, además, desde hace unas cuantas ovulaciones no ha vuelto a rascarme la espalda. Manuela me produce, ya, una cierta repugnancia; sus cuernos arañan mis entrañas y los temo más que a un vitorino. Tal vez sea una obsesión, o un cierto grado de impotencia, pero debo huir de esta sombra del pasado.

Dice el poeta que la memoria es un viernes una nube. Estas frases suscitan un cosmos de imbéciles realidades inimaginarias: he comenzado a incinerar a Manuela después de atar sus muñecas de mimbre con las cuentas de un rosario heredado de mi abuela. Los barrotes de nuestro lecho nupcial han chirriado: una cerilla y una botella de alcohol de curar heridas es suficiente para aliviar los ardores de mis entrañas. Huele a resignación; la habitación apesta a la memoria de versos inconclusos.

Manuela ha abierto aún más esa boca de tragona nerviosa y echa un humo arrabalesco muy negro. Pero no temo la cárcel ni los hambrientos sueños de un incierto, y próximo, futuro; es la única solución antes de iniciar otro viaje a las cloacas del centro de Madrid: no soporto esa bigamia y menos el pensar que ellas llegasen al enamoramiento: creo que he nacido para ser el reyezuelo dictador de las necesidades fisiológicas de mi bajo vientre.

Manuela se ha espatarrado tanto, que sus nalgas han crujido desvencijadas. La redondez de los pezones se retuerce como goma neumática quemada. ¡Jódete, Manuela! Ahora Manuela me parece un tanto espesa: un cocido recalentado. Huele a resina y a flujos. Tic-
tac, tic-tac, tic-tac; el tiempo se ha comido a Manuela. Manuela ya no me excitaba: parecía una de esas tortugas darwinianas exenta de nuevas auroras.

Ahora Manuela me mira un tanto mustia, y eterna, sin pestañear: ¡siempre, Manuela! No volverá a atormentarme con ese continuo sollozo sardónico burlón. Se ha retorcido sobre su inexistente esqueleto como una culebra, pero no ha dicho ni mú: fue el paradigma de la sumisión; la mujer perfecta. Pero ya no me excitaba ni con pilas alcalinas: creo que preferiré la muñeca hinchable de Pamela Anderson; o similar.

© Celia Bermejo

En el espejo cóncavo

En esta habitación siempre soy dos: el mismo que ahora escribe esto, aquí, en Santo Domingo, el 3 de octubre de 1984, y mi reflejo en el espejo cóncavo que tengo a mi lado, en el que aparezco en el preciso momento en que estoy escribiendo esto, aquí, en Venecia, el mismo día y el mismo mes del año 1503, en una habitación donde también tengo un espejo cóncavo que me permite apreciar el hecho de que también allí soy dos: yo mismo en mi reflejo del espejo cóncavo veneciano que tengo a mi derecha, y quien escribe estas líneas en una sala de Nueva York, un día como hoy, en 1967. En esa sala, curiosamente, sólo soy el reflejo de un retratito colocado frente al espejo cóncavo que cuelga de la pared Norte. Dicho retrato me muestra escribiendo esto mismo, aquí, en Santo Domingo, el 3 de octubre de 1984.

© Manuel García Cartagena
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© mediaIslaproSÁBADO 27 de mayo 2006.-

Sunday, May 20, 2007

proSÁBADO 036



LA NOVIA PÁLIDA Y DELGADA se metió a la cama y allí, de día y de noche, tembló. Su novio intentó acercarse a ella, pero cada vez Celestina gritó y rechazó la cercanía de su esposo. El joven bajó la mirada y la dejó en paz.

Cuando se quedaba sola, Celestina se acercaba al fuego, constantemente atizado para calmar los temblores de la enferma; tocaba las llamas con sus pálidas manos y ahogaba sus gritos y quejas mordiendo una soga. Así siguió quemándose, mordiendo y quemando, hasta que la soga no era sino un hilo húmedo y las manos una llaga sin cicatrices. Cuando el virginal marido vio las manos de su esposa y preguntó qué cosa ocurría, ella le contestó:

—He fornicado con el demonio.

Celestina/ Carlos Fuentes
[México, 1928]
http://www.letrasperdidas.galeon.com/autoresconsagrados.htm
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/fuentes/cf.htm
http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/carlosfuentes/perfil.htm
http://www.iua.upf.es/~mmiselem/fuentes.htm
http://noticias.eluniversal.com/verbigracia/memoria/N118/apertura.html

Contenido

Punto por punto – Rafael Peralta Romero
La estrella errante – Eduardo González Viaña
La última noche – Luis López Nieves

Punto por punto

Al mundo no hay quien lo entienda, por eso es que yo digo que cada cabeza es un mundo. Y como la cabeza es la que gobierna a la gente, yo no creo en gente viva sobre la tierra.

En realidad, déjeme aclararle, yo no fui siempre así, y usted lo sabe. Lo que pasa es que los tropezones… ya usted sabe. Mire, con el problema ese que me pasó a mí yo cogí una buena experiencia. Lo primero es que estando yo en mi campo va uno de los muchachos a buscarme y me dice: "Papá, vamos a casa que allá están fulano y fulano y yo no sé en lo que andan pero creo que buscan esto, esto y esto".

Efectivamente, me monto en el caballo y cojo tra, tra, tra para allá. Desde que llego me dicen: "Mire don Cornelio, nosotros supimos tal y tal cosa y vinimos a proponerte esto, esto y estotro".

Yo no les di una respuesta definitiva sino que les fije que quería consultarlo con el hijo mío que vive en la capital, porque como quiera que sea, ¿verdad?... Bueno, cuando llegué allá lo encuentro medio turbado, porque un amigo lo llamó por el aparato para decirle: "Yo vi a tu mujer en tal y tal parte, andaba con fulano y creo que estaban en tal y tal cosa".

Pero como quiera hablé con él y le conté: "Mira mi hijo, allá está pasando esto, esto y esto otro, y las cosas son así, así y así". También le dije lo que pensaba del asunto y que se lo había planteado a mi compadre Chapita y que eso mismo me respondió él. Entonces mi hijo me dijo: "Ah no, pero para arreglar ese asunto tenemos que ir a tal y tal parte a hablar con zutano y si allí nos salen con hacho o con erre, seguimos más adelante". Pero qué va, no fue necesario, porque nada más fue llegando donde ese hombre para que nos dijera: "Yo sé que ustedes vienen a equis cosa", y nos mostró una longaniza de este tamaño que le habían escrito de mí. Ahí había de todo, que yo esto, que yo lo otro, que por aquí, que por allá, que el diablo y su hermano… No quiera usted saber.

Y mire que yo nunca había tenido ni un sí ni un no con el individuo que me hizo eso, sino que, al contrario, yo en muchas ocasiones le había dicho: "Fulano mira esto, fulano mira lo otro". La suerte fue que yo me plante y le dije al coronel: "Mire general, la cosa es así, así y así, y lo que quieren hacer conmigo es esto, esto y esto".

Ahí fue don él me dijo: "Ah, pero yo creía que la cosa era de esta y esta manera", y se dio cuenta que lo que se iba a hacer conmigo llora ante la presencia de Dios, y entonces fue que me dijo: "Confíe en mí, que yo no voy a permitir eso". Ah, caray, y hasta la fecha. Y júrelo, que todo lo que le he dicho ha sido tal y como sucedió, punto por punto.

© Rafael Peralta Romero

La estrella errante

Aquella noche, vimos una luz azul que volaba de un extremo al otro el cielo de los Andes. Mi amiga tenía quince años y me pidió que cerrara los ojos y que nos fuéramos juntos en esa estrella errante, para que nadie pudiera separarnos jamás hasta el tiempo del fin del mundo.

Han pasado muchos años desde entonces, y nuestras casas se levantan separadas en uno y otro extremo del continente, pero cuando alguien trata de mirarnos, no alcanza por completo a vernos en ellas. Es como si no estuviéramos allí, y cuando cierro los ojos, siento sobre ellos una implacable luz celeste, un vuelo de vértigo y un corazón asustado que late y vuela con el mío hasta la hora del fin del mundo.

© Eduardo González Viaña

La última noche

Son dos fanáticos del cine, por eso caminan bajo la lluvia ridícula a pesar del presagio de fiebre y el dolor de garganta que sintió Luciano al dejar la oficina. Pero hoy es la última noche y es imposible que personas como ellos, habitantes asidos de la capital de un país sin selvas, dejen de ver "La selva del deseo". La fila de concurrentes, envuelta en impermeables negros y resbaladizos, serpentea lentamente hasta la puerta del cine. Comprados, como de costumbre, el refresco de Luciano y el popcorn de ella, tienen la suerte de hallar butacas aceptables. Luciano, cortésmente, ayuda a Nélida a quitarse el impermeable empapado mientras ella comenta que hubiera preferido traer al niño porque es la primera vez que salen solos y ya lo echa de menos. La oscuridad repentina le ahorra a Luciano el esfuerzo de responder; le basta mirarla, sentada a su derecha como de costumbre, y hacer un gesto vago con la cabeza. Se van hundiendo en la trama lentamente, como en arena movediza. La rubia de senos asombrosos llora con desconsuelo y se cubre la cara con dos hermosas manos blancas. La blusa abotonada con descuido, muestra un enorme busto exaltado. La rubia de los senos asombrosos vuelve a levantarse de golpe y hace otro impaciente esfuerzo por huir de la caseta e internarse en la selva oscura. Todos deben retenerla, exigirle cordura. La rubia de senos asombrosos deja de llorar y vuelve a sentarse en el catre. Aparenta calmarse pero un close-up secreto, fugaz, denuncia su engaño. Le indican que el niño aparecerá, que docenas de hombres con adiestramiento especial llevan horas buscándolo. Según pasa el tiempo, los amigos, confiados, la vigilan menos. La rubia de senos asombrosos aprovecha un descuido, patea el quinqué, y oculta bajo el caos se fuga. Ansiosa, se interna en la selva y sus botas de cuero brilloso parten ramas, asustan animales invisibles y se hunden levemente en la tierra blanda. Está a punto de sentir miedo cuando oye los gritos:

—¡Mamá! ¡Mamá!

La rubia de senos asombrosos no puede con el palpitar de su pecho, siente que es capaz de cualquier cosa por su hijo, que podrá escarbar la selva entera con las manos y los dientes, que podrá arrancar cada árbol uno a uno. De pronto, entre la oscura frondosidad de la selva, ve un rayo vertical de luna, de ancho de una columna de mármol. Corre hasta la luz y al tocarla desaparece de la pantalla. Desde lo alto la cámara omnisciente la muestra sentada en el fondo de una fosa, herida; los rayos de luna resplandecen con furia sobre la cabellera rubia y sobre los cuerpos sedosos de las víboras. La rubia de los senos asombrosos se saca la tierra de los ojos y grita salvajemente al ver a su niño hinchado nadando entre las víboras.

Luciano, anhelante, cierra los ojos. Pide con vehemencia. Ruega hasta sentir el sudor bajándole por el cuello. Cuando reabre los ojos nota que la rubia de senos asombrosos ha logrado agarrar al niño; lo abraza, le arranca las víboras resbalosas del cuello y de los brazos. Varias serpientes se enrollan a los hermosos muslos de la rubia de senos asombrosos. La muerden repetidamente en los brazos carnosos, grita; en los muslos desnudos, grita; en el blanco y perfumado cuello, grita. Besa al niño con desesperación, le humedece la cara con lágrimas. Luciano, en su butaca, vuelve a cerrar los ojos: suplica, exige. Lentamente gira la cabeza a la derecha y cuando abre los ojos ve la bolsa de popcorn sobre la butaca vacía. Aprensivo, mira otra vez a la pantalla y ve la cara angustiada de Nélida, con el niño en el fondo de la fosa. Ella le extiende los flacos brazos mordidos, le pide ayuda, con los ojos ruega, le dice que entiende, que se resigna, pero que por favor salve a su hijo. Luciano, nervioso, se levanta un poco en el asiento y mira a su alrededor. Se tranquiliza al comprobar que el público sigue ajeno y que nadie lo acusa. Mira a la pantalla por última vez, le sonríe a Nélida con burla, hace un círculo con los labios y emite un "no" silencioso. Se levanta, recoge el popcorn y el impermeable de Nélida, sale solo a la calle, las gotas frías de lluvia bajándole por el cuello, arrastrando un impermeable que seguramente tirará en alguna alcantarilla. Sabe que al regresar a la casa, al abrir la misma puerta que tantas veces ha abierto con resignación, se le abrazarán al cuello los brazos carnosos y tibios de la rubia de senos asombrosos que lo espera con dos copas de coñac.

© Luis López Nieves
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© mediaIslaproSÁBADO 27 de mayo 2006.-

Saturday, May 19, 2007

ProSÁBADO 035



LOS DETUVIERON POR ATENTADO AL PUDOR. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.

Su amor no era sencillo/ Mario Benedetti
[Uruguay, 1920]
http://patriagrande.net/uruguay/mario.benedetti/
http://www.vorem.com/modules.php?op=modload&name=News&file=article&sid=1663
http://www.escuelai.com/spanish_culture/literatura/mariobenedetti-biografia.html
http://www.educa.aragob.es/iescarin/depart/lengua/benedetti.htm
http://www.cervantesvirtual.com/bib_autor/mbenedetti/
http://www.ac-grenoble.fr/espagnol/amelatina/autores/benedetti.htm\
http://www.cervantesvirtual.com/bib_autor/mbenedetti/catalogo.shtml
http://www.ababolia.com/lecturas/author/mario-benedetti/
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/benedett/mb.htm
http://es.geocities.com/silviafpriego/los_bomberos.htm

Contenido

La pasión de Ana – René Rodríguez Soriano
Los besos fingidos – Daniel Angulo
Zumbido – Sergio Borao Llop
Certeza de la muerte – Ramón Tejada Holguín

La pasión de Ana

Ana se levanta temprano en la mañana. Se interna en el periódico, se pierde entre sus secciones y sus páginas. Ana lee. Lee con locura, con rabia. Ahora toma una revista, un libro de recetas, un breviario. Ana toma notas. Lee. Anota. Lee otra vez y muchas veces más, anota. Ana se sirve unas tostadas y se las engulle con todo y libro y el jugo de naranja se derrama por las páginas del libro, mientras Ana lee y lee y relee que se está leyendo en un libro que se empapó de jugo de naranja, del jugo que bebe Ana, dentro del libro que, precisamente, ella lee y relee con la pasión de Ana. [A Salvador Elizondo, más allá de más acá].

© René Rodríguez Soriano

Los besos fingidos

El ambiente oscuro del escondido bar olía a cerveza negra mezclada con perfume barato de mujeres perversas. Las distintas parejas en las pequeñas mesas semejaban una sola sombra y la música aleteaba sobre la cabeza de los músicos, la nuca turca de la fornida
bartender y entre las sudorosas piernas de las meseras.

Hugo, Paco y Luisa, habían llegado allí después de una larga jornada nocturna, donde la depresión existencial de Hugo había sido siempre el estandarte de las diversas mesas. Como buenos camaradas Paco y Luisa querían ayudarle a superar su frustración sentimental y seguir gozando de lo lindo, como sólo ellos sabían hacerlo.

Una ronda tras otra de cerveza irlandesa embotaba cada vez más sus ya adormecidos sentidos, pero la famosa cura del ahogamiento en alcohol no aparecía por ningún lado, mas aun en la penumbra casi sombra del sórdido lugar, la angustia de Hugo parecía crecer y apoderarse de los tres.

Paco amparado en la cómplice oscuridad acariciaba descaradamente a Luisa y ella se dejaba manosear mientras le hablaba muy cerca a la sombría cara de Hugo.

Paco sintió de pronto la presión tirana de su vejiga y decidido se levantó de la mesa con el baño en mente, no sin antes pedirle a la bartender una nueva ronda de cervezas.

Ya vengo, espérenme un ratito, expreso Paco, bastante mareado por el licor pero excitado por la faena de masajes casi uterinos que le había practicado a Luisa.

Hugo casi estático cual momia egipcia, ni contesto y de un solo golpe terminó su bebida, esperando la nueva visita de la mesera.

Cuando Paco cerró la puerta del baño, Luisa con el pretexto de poder oír mejor lo poco que decía el atribulado Hugo, se le acercó peligrosamente y puso su delicada mano de escritora sobre la tiesa pierna de él.

Adentro en el baño, Paco se reía de sus travesuras adultas y se emocionaba con lo excitada que había dejado a Luisa, y mientras sacudía con perversidad su hombría, pensó que ya era hora de ayudar verdaderamente a su querido amigo, a salir de la corroncha depresión en que andaba sumergido.

En la mesa, Hugo empezó a sentir el profundo aliento de Luisa y por primera vez en toda la interminable noche, experimentó que estaba vivo, que sus anacrónicas nauseas no eran de corcho y que carajos con su dolor, nadie lo podía acusar de no tratar de sobrevivir el instante, y empezar a vacilar.

La mesera llegó en el preciso instante en que Luisa subía la mano, rozándole levemente la entrepierna, con un profesionalismo auténtico, Hugo pegó casi un brinco y quedó casi erecto…

—Están bien frías y espumosas –dijo la mesera-, ¿algo mas?, Luisa con una sonrisa demoledora la despidió rapidito y acto seguido apretó más al sorprendido Hugo.

Paco regresaba del baño, secándose las manos, cuando en la oscurana reinante le pareció ver a Luisa de espaldas tapándole la cara a Hugo, algo así como si se estuvieran besando apasionadamente.

Luisa con su tercer ojo, volteó tranquilamente la cabeza y sus ojitos brillaron en la penumbra con un leve fulgor de picardía, mientras le preguntaba a Paco el motivo de su tardanza en el baño, y sacaba ladinamente la mano por debajo de la mesa.

Desde ese momento, Paco quedó con la duda si lo que había visto o imaginado era efecto del alcohol, el cansancio o si simplemente la oscuridad reinante la había engañado.

Hugo ya un poco recuperado y además nervioso, le preguntó si se había fijado en el generoso escote de Isis la mesera. Paco con su característica sonrisa asintió mientras limpiaba la espuma de sus labios e hizo un gesto obsceno con ambas manos y se sentó cómodamente al lado de Luisa, con la segura intención de continuar el trabajito manual que había suspendido por la ida obligatoria al baño.

Con un gesto de acercamiento y complicidad entre los tres, Paco les susurró:

—Quiero que se besen.

—¿Que…que?, respondieron al unísono Hugo y Luisa,

—De verdad quiero que se besen…-insistió Paco.

Hugo lo miró como si hubiera escuchado hablar cantones, Luisa se sonrió en congelado, y enseguida le disparó uno de sus ataques de ira:

—¿Pero cómo se le ocurre, Viejo degenerado, cómo se le ocurre con su mejor amigo? Usted No me respeta, ¡vámonos de aquí inmediatamente! que ya el alcohol lo enloqueció…

Es que de verdad quiero que se besen, pero solo para jugar románticamente, como en las películas, mejor dicho piensen que yo soy Bergman y les estoy dirigiendo una escena de amor, así compartimos el dolor de Hugo y la cura seguro se da…exclamó casi apenado Paco.

Un día cualquiera, veinte anos después, Luisa semi desnuda sobre la cama conyugal, hurgando entre sus viejas memorias, encontró una de las fotos que Paco había tomado esa noche, y supo que, como siempre lo había sabido, que aun en el cine y menos en la vida real, ningún beso podía ser fingido, pues la lengua y el cerebro no aceptaban medias tintas. Hugo todo perfumado entró en ese preciso instante y se sentó al borde de la cama, "cámbiate mija, le dijo, ya es hora de salir, Paco y la gorda de su mujer nos esperan, y tú sabes como es él.

© Daniel Angulo

Zumbido

A veces, abro los ojos, me incorporo y camino con lentitud por las estancias. Como si aún estuviese vivo.

A veces, incluso me aventuro a salir al exterior para comprobar que otros seres semejantes a mí se mueven por las calles, se apresuran, chocan entre ellos, se someten a la tiranía de relojes y semáforos, se detienen y se miran unos a otros y en ocasiones conversan.

Sí, a veces también yo finjo estar ahí, entre ellos, provocando sonrisas o muecas de irritación o atascos. Finjo vivir. Pero siempre regreso al lecho en sombras. Me acuesto, cierro los ojos y convoco secuencias que nunca termino de comprender.

Finalmente, me pregunto cuál de estas irrealidades es más ficticia. Cual de estos dos sueños es el que está encerrado dentro del otro. Si tuviese acceso a esa ansiada respuesta, tal vez podría despertar, ser. En uno u otro lado, pero existir.

Lo que más me atormenta es ese molesto zumbido del teléfono que no parece tener lugar y que sin embargo nunca acaba de callarse.

© Sergio Borao Llop

Certeza de la muerte

Sí, Rafael, se está frente a ella. Amanecemos ante interminables botellas. En el más lunar de los burdeles discutimos sobre la inexistencia de la nada. Ya te lo dije: pensarla es negarla, hay el sujeto pensante. Somos algo, lo sabes. La muerte no puede con nosotros. Tampoco podemos contra ella. Sobrevivimos en tensión continua: ella, nosotros. Si un búcaro rosa anuncia en la duermevela su cercanía, despertamos triunfantes y agitados. Al final no hay ganador. Comprendemos lo necesario del descanso y plácidamente nos arropamos de pies a cabeza, a esperarla, con una flor amarilla entre los dientes, con la delicada pasión del amante furtivo. Pero regresamos, en una fotografía, en un pensamiento relámpago, en un libro de un estante cualquiera, en uno de los árboles que crecen en el cementerio.

© Ramón Tejada Holguín
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© mediaIslaproSÁBADO 29 de abril 2006.-

Friday, May 18, 2007

proSÁBADO 034




OBLIGADO O TRAICIONADO POR MÍ MISMO a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos. No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Esto me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es misteriosa.

Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la ciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado, pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo.

Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la planta ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo, ella crecerá de acuerdo a un contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intenciones o grandezas.

Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad. Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada.

Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda.

Falsa explicación de mis cuentos / Felisberto Hernández
[Uruguay, 1902-1964]
http://www.literatura.us/hernandez/index.html
http://cvc.cervantes.es/actcult/fhernandez/
http://es.geocities.com/cuentohispano/hernandez/hernandez.html
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/hndz/fh.htm
http://www.felisberto.org.uy/
http://www.ucm.es/info/especulo/numero22/felisber.html
http://www.ucm.es/info/especulo/numero28/felista.html
http://www.elaleph.com/fin/2005/08/63-felisberto-hernandez-quien-nun.html
http://cvc.cervantes.es/actcult/fhernandez/cronologia/1930_1964.htm
http://perso.orange.fr/marincazaou/cont/hernandez/nacion231002.html

Contenido

Ellos – Nemías Meléndez
Esos ojos, esas manos – Luciana Garcés
El Jardín Sumergido – Daniel Angulo
Voy, hasta el fin del mundo – Helga Vega

Ellos

Con la boca llena de chicléts dijo: "America don't need friends, America take whats it wants and that's all".-

Sus ojos chispearon arrogantes y su voz adoptó una inflexión de íntima satisfacción. Aquella pecosa cara de rubias cejas y pelo como trigo. Abrazó su rifle, único amigo conocido, fiel servidor y mejor compañero de faenas. Tácitamente, suponía que el mundo existía por y para ellos.

"We're the rulers", voceó mientras abordaba el vehículo blindado. Inmenso, acero duro, color arena. De vidrios tintados y grandes neumáticos a prueba de pinchazos. Su engreída cabeza, en la nube de la desasimilación de la realidad que lo rodeaba. Apenas empezaba a vivir y ya tenía en su haber muchas marcas en la culata de su mortífero artefacto bélico. Tres docenas de rayas se integraban a la decoración. En una gran nube de polvo y sílice, levantada por sus potentes ruedas 4 x 4, la mole metálica se puso en movimiento, para saltar por los aires, 100 metros más allá. Sus neumáticos a pruebas de pinchazos pisaron una bomba a orillas del camino. El resto, es historia de primera página en los diarios del mundo, mismos que leemos despreocupadamente.-

© Nemías Meléndez

Esos ojos, esas manos

Hay una ley de vida, cruel y exacta, que afirma
que uno debe crecer o, en caso contrario,
pagar más por seguir siendo el mismo.
Norman Mailer

Nunca han sido unos ojos pequeños, legañosos, siempre son grandes y con la pupila dilatada. Me miran sin abandonar su seriedad, haciendo titilar en el recodo de la órbita, una lágrima. Los ojos siempre están encajados en caras infantiles, en fotografías en blanco y negro. El flash ha deslumbrado la suavidad de sus rasgos, desdibujándolos.

Nunca están bien vestidos, parece que almacenan prendas de ropa, una sobre otra, haciendo más delgados muñecas y tobillos. Más pequeñas esas manos, que, a veces, agarran otras manitas. Llevan gorras, pañuelos, cintas, que esconden o muestran unos cabellos despeinados por un viento sin fin.

Esos ojos y esas imágenes me siguen y persiguen a través de los años. Vuelven cada vez que ululan las sirenas, o se oyen los sordos motores de los aviones, y uno espera que la fragilidad de esa mirada en claroscuro se rompa con la caída pesada de las bombas, o con esa bala que rebota en lo imposible y penetra, o ese fuego que consume, o ese gas que no se adivina.

Estas fotos tienen fecha aunque su orden de llegada hasta mis ojos no fue cronológico.

© Luciana Garcés

El jardín sumergido

El cielo era de plomo, casi…, el helado vientecillo del incipiente otoño, le acariciaba torpemente con sus gélidos dedos el rostro y parte de la cara, mientras Art caminaba sintiendo el sonido sincopado del granzón bajo sus pies, aburrido y cansado hacia la estación más cercana del metro.

En uno de esos golpes automáticos de vista, alcanzó a percibir entre la cuidada vegetación teñida de colores ocres y naranjas, un torso fornido caminando a grandes zancadas pero sin cabeza que lo guiara.

Cambió el rutinario rumbo y decidió investigar sobre aquella enigmática aparición. Rodeó la manzana analizando una a una las esculturas que empezaron a aparecer como si lo hubieran estado esperando para dar un paseo estático con él.

Las profundas oquedades de Bárbara Hepworth, le recordaron que no había comido nada en todo el día y lo iniciaron en el festejo del ancestral metal, seguida por una locura en pátina verde, infantil y aristocrática de Joan Miró.

Al doblar la esquina, sintió la embriagadora tentación de una pieza de Lichtenstein en aluminio anodizado, cual ola flotadora en el espacio, alardeando su modernidad en blanco y negro, el cómic hecho realidad, con la complicidad de las bolas reventadas de Lucio
Fontana.

Pero la fascinación original del bronce encontrado, lo frenó al instante y decidido salió en busca del jardín encantado. Unos pasos más adelante encontró la entrada. El espacio contenido, era de una singular belleza y de un misterio atemporal circundante. Dos amplias escalinatas, una a cada lado abordaban los laberínticos senderos, en los que las esculturas cual novias a la espera, se percibían en su silencio ancestral.

Art miró su reloj de pulsera y comprobó que tenía poco tiempo para el recorrido y que además el jardín se cerraba en media hora, así que apresuró el paso y empezó a bajar hacia el primer sendero. El solo hecho de bajar hacia el interior de la tierra aunque fueran unos cuantos metros abajo del nivel del suelo, dotaban al espacio del jardín de una magia particular, bañado generosamente además por la luz uterina del atardecer.

Un vociferante profeta de Pablo Gargallo, invitaba a los transeúntes al lúdico recorrido con sus negras vísceras metálicas expuestas al oxidante ambiente. Un coqueto Eros de Arman jugaba seductoramente con su divisionismo hierático ante la pasividad esotérica de una elegante pieza de Edgar Degas. El viento del este sopló lentamente entre las ramas y alcanzó a darle un leve movimiento a la pieza de Alexander Calder, el rojo y el azul contrastaban con la opacidad del momento mientras se reflejaban en el elegante espejo de agua, Art sintió un poco de frío y hundió sus manos en la raída chaqueta de cuero, sus dedos sintieron un pennie olvidado y decidió lanzarlo a la fuente no sin antes pedir un deseo.

Sintió de pronto que le temblaban las piernas al enfrentarse al símbolo de la victoria encarnado en el desnudo heroico de una mujer apabullante de Maillol, el complejo edípico en su broncínea expresión,… Uf! Gracias a Dios era metálica, ya se imaginaba la tortura de Pigmalión frente a Galatea y se alegró de no estar en esa situación de Dios doméstico.

Un rotundo y voluptuoso Henry Moore, contrastaba con la elongación ecuménica de un Giacometti asustado por la telaraña que crecía sin pagar arriendo en su oreja izquierda e imperturbable ante el aroma de láudano prohibido que revoloteaba alrededor de la enigmática figura de Balzac escondido en su pesada túnica, quizás blandiendo debajo un arma blanca para defenderse de la banda de facinerosos que Rodin había enviado desde Calais, como siempre burgueses altaneros comprometidos en un "bisnes" oscuro y siniestro, algo así como una reelección anunciada y que asustaban al más alimaña que pasaba por allí, prueba de ello era sin lugar a dudas el torso mutilado que le había llamado su atención en primera instancia y que seguía huyendo por el temor a perder un pedazo más de sus partes nobles.

Una cipote mano negra sobre su hombro lo llenó de pánico, pero al voltear se dió cuenta que era el guardián del jardín que en un inglés ugandés le decía que ya era hora de salir.
Art lo entendió a medias y a regañadientes se dispuso a salir, no sin antes dedicarle los últimos segundos del coitus interruptus a los desnudos femeninos (¿) masacrados de Willem de Kooning, en claro homenaje a su suegra y la infantil alegría de cabalgar con el cielo de sombrero de Marini.

Ya sentado cómodamente en el Metro y rumbo a la estación de White Flint, Art se dormitó y empezó a reconstruir mentalmente la película escultórica del jardín, esperando encontrar en el apartamento de los conejos algo para soportar el frío y calmar la monstruosa hambre que ya casi era un hombre.

Al día siguiente en la sala de espera del aeropuerto, ojeando el Washington Post, Art encontró una pequeña noticia, como todas las culturales, en las que las autoridades del Smithsonian Institute no se explicaban como el jardín de esculturas había quedado bajo las aguas, se le atribuía, después de un profundo estudio del FBI, a un pennie lanzado con tanta precisión por el último turista que salió del sitio, que obstruyó el pequeño drenaje y causó la tremenda inundación.

© Daniel Angulo

Voy, hasta el fin del mundo

Siempre la vi bella, era la más bella, sueño y admiración de niñas, zapatos altos y carmín en los labios. Siempre la vi en la iglesia tan devota y rezandera. Lo mío era otra cosa, jugar y volar hasta la cúpula, oír la voz del cura a lo lejos porque mi voz interna gritaba, cantaba y soñaba entre nubes pintorreteadas. Ella en cambio, si llegaba temprano, pasaba silenciosa cada una de las cuentas del rosario, yo le miraba los labios ofreciendo su letanía, ojos cerrados sin esfuerzo que alternaban el gesto de buscar al Altísimo muy alto. Jamás la vi comulgar, sólo rezaba, con el tiempo dejó de asistir al confesionario. Mamá no la quería, lo sé por la mirada arpía que le lanzaba cuando tiernamente me acariciaba la mejilla. Mi curiosidad y morbo se desataron en silencio: ¿Qué tanto le pedía a Dios la tía joven y bonita? ¿Qué pecadillo le atormentaba? De ella nadie hablaba, pero con el tiempo supe que hablaban demasiado. [Al Padre Pablo]

© Helga Vega
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© mediaIslaproSÁBADO 25 de febrero 2006.-