Monday, May 14, 2007

proSÁBADO 027



UN HOMBRE, EN VIGILIA, PIENSA bien de otro y confía en él plenamente, pero lo inquietan sueños en que ese amigo obra como enemigo mortal. Se revela, al fin, que el carácter soñado era el verdadero. La explicación sería la percepción instintiva de la verdad.

En medio de una multitud imaginar a un hombre cuyo destino y cuya vida están en poder de otro, como si los dos estuvieran en un desierto.

Un hombre de fuerte voluntad ordena a otro, moralmente sujeto a él, la ejecución de un acto. El que ordena muere y el otro, hasta el fin de sus días, sigue ejecutando aquel acto.

Un hombre rico deja en su testamento su casa a una pareja pobre. Ésta se muda ahí; encuentran un sirviente sombrío que el testamento les prohíbe expulsar. Éste los atormenta; se descubre, al fin, que es el hombre que les ha legado la casa.

Dos personas esperan en la calle un acontecimiento y la aparición de los principales actores. El acontecimiento ya está ocurriendo y ellos son los autores.

Que un hombre escriba un cuento y compruebe que éste se desarrolla contra sus intenciones; que los personajes no obren como él quería; que ocurran hechos no previstos por él y que se acerque una catástrofe, que él trate, en vano, de eludir. Este cuento podría prefigurar su propio destino y uno de los personajes sería él.

Argumentos anotados por NH/ Nathaniel Hawthorne
(Estados Unidos, 1804-1864)
http://www.booksfactory.com/writers/hawthorne_es.htm
http://www.hplovecraft.es/info_precursor.aspx?titulo=Nathaniel%20Hawthorne
http://www.epdlp.com/escritor.php?id=1805
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/hawthor/nh.htm

Contenido

Los perros ladran… la caca huele mal – Bruno Kampel
El bautizo de Agapito – Daniel Montoly
La hoguera prometida – René Rodríguez Soriano

Los perros ladran... la caca huele mal...

El tiempo pasa...

…Y yo - cada vez más viejo y barrigón; cada vez más lleno de buenos recuerdos del pasado; cada vez más cargado de los mismos pocos amigos cada vez más amigos; repleta la mochila de buenas intenciones; plena la memoria de felicidad; lo que se dice un verdadero superviviente de los ataques por la espalda de aquellos que no supieron o no saben combatir con dignidad; de las difamaciones de los que no pudieron o no pueden debatir en igualdad de condiciones; de aquellos que echaron o aún echan mano de la mentira para denegrir, de la burla para no tener que contestar, de la injuria para deslegitimar – contemplo, desde los balcones de la tercera edad, cuajados de malvones y alelíes, cómo parte de la juventud desconoce el rumbo a seguir porque carece de una brújula que le apunte el camino que conduce al bien común y no al enfrentamiento; al diálogo y no a la unilateralidad.

Y yo - heredero de todo lo que hice y no hice; víctima de todo lo que dije o callé; esclavo de todo lo que pienso o pensé, fiel ejecutor de todo lo que aprendo o aprendí - expendo parte considerable del tiempo que sobra para transitar por esta larga recta final de mi vida, sacándole brillo a las pocas y bellas "medallas" conquistadas en defensa de la Justicia, recordando los contados aplausos recibidos; aprendiendo las lecciones que me impartieron mis fracasos; sumando experiencias y obteniendo dividendos.

Y yo –resultado imperfecto de 61 años bien exprimidos- recibo los insultos de los imberbes; las diatribas sangrientas de mis enemigos jurados; el desprecio ideológico de los intolerantes; la mentira burlesca de los falsarios, como si de condecoraciones se tratara, aún sabiendo que el joven agresor solamente lo comprenderá cuando sume muchos abriles y no apenas veintipocos; cuando pueda hablar con la memoria, y no con los intestinos.

Y yo, herido de muerte por las "grandes verdades" que leo aquí y acullá a respecto o en relación a lo que pienso o digo, salidas de cabezas "preclaras" desbordantes de cultura enciclopédica, solo me resta –ante el veredicto que esas "eminencias" más que pardas pronuncian- el postrer recurso de justos y pecadores: morirme de risa ante tanta "sabiduría".

Y yo, como progenitor responsable, oportunamente comunicaré el día del sepelio de las carcajadas de tristeza que, como todos saben porque acabo de contarlo, habrán perecido atragantadas, al entender que por más que uno diga lo que diga, que uno piense lo que piense, todo continuará como si nada hubiera dicho o pensado, ya que el joven inexperto continuará enjuiciando al prójimo desde el trono de su falta de experiencia; el fanático continuará siendo esclavo de sus dogmas.

Y yo –al conocer y entender las reglas del juego- me dedicaré a ser cada vez menos joven y más barrigón, con cada vez menos pelo sobre la cabeza y más experiencia dentro de ella.

Ojala naciéramos sabios. Pero por ahora, no hay vuelta que darle. C´est la vie.

© Bruno Kampel


El bautizo de Agapito

Las noches son inequívocas piezas de hojalatas negras en los junios sin fechas de la isla. Se pintan con acrisolados matices por las nocturnales veredas de la luna, que como vaca berrenda salpica el cielo. Los luaces abandonan su anonimato entre la corteza sideral del universo y estimulados por los sudorosos cantos de las salves como también por el estruendo producido por los atabales. Se regocijan nuestros alientos borrachos de inquietudes en las vulvas de las bokores. Nuestras mejillas, gordas de sueños, ríen, en la dentadura de la desesperanza de los ojos de los asistentes a la ceremonia de la cofradía. Resuma en definitiva por los alrededores la tristeza, escudándose en la inmutabilidad de los híbridos bambúes del trópico y de la mágica secuencia de la brisa. Los oscuros danzarines bailan como crudas estatuas hechas con lágrimas aborígenes, con leche y lodo arrancados de otras tierras.

Sus furúnculos visuales se desprenden de los cuerpos, para incrustarse en los óvulos renegridos de la sibila nocturna. Exorcizan ansiedad, dopando sus tristes córneas con esteroides de atabales, con guarapo fermentado y con las voluminosas caderas de las bailarinas. Danzan verticales sus espaldas solitarias. El viento repite a capela las voces por tantos siglos reprimidas a fuerza de látigos y con extenuantes jornadas de trabajo en los cañaverales. Los negros diafragmas emiten conjuros serpentinos, recrean respuestas en los arcos de duda ancestrales con vudú y bailes frenéticos. Guardo mi rostro entre parábolas de girasoles mustios y sonrisas de aguamarina de mujeres, que encierran entre sus senos la primitiva belleza de las primeras deidades adoradas por el hombre. El eco se lleva y trae las voces, meciéndolas en su vientre masculino. Un anciano toma mis manos y las entrecruzas con las suyas, ajadas por la edad como también por la dura faena de cultivar la tierra para el disfrute de otro.

¡Candelo! ¡Candelo! Candelo ayeye, ayeye, ¡Candelo!, ¡Candelo! ¡Ay! Candelo guarembé.

Resuenan las voces a coro siguiendo la guía del sacerdote mayor. El ambiente se satura de almizcle por la entrega desenfrenada al fervor de la alegría. Los primeros inducidos al trance se arrastran por el suelo, haciendo contorsiones corporales como culebras humanas: dudosos acertijos para la lógica del grupo de estudiosos que estamos presentes entre la muchedumbre. La atmósfera se diviniza con el misticismo de los cantos, el aura de los árboles y por los constantes aleteos de los pájaros entre las ramas de los árboles.
Son las voces de Los luaces dando su aprobación a la ceremonia. Los sacerdotes con vestimentas de color oro y luciendo ojos de ámbar en sus cuellos, ofrendan rituales y sacrificios a las ánimas sagradas, que moran en el agua, en un cuenco de coco repleto de sangre hasta los bordes.

—La fe lo justifica-, dice a mi lado alguien mientras las huellas silenciosas hunden su oscuridad en los tambores, despertando de la vigilia solar las soñolientas estrellas del letargo. Ingiero un sorbo de un misterioso líquido que me ofrecen. Una rara mezcla de miel de abeja con Agua de Florida y refresco rojo. Me desmayo y extraigo del éter difusas imágenes de mi infancia y algunas otras escenas con deformaciones y disfrazadas de cordura. Acepto el folclor y el colorido cultural de mi raza. Se van apagándose las voces juntos a las luciérnagas mágicas de la foresta, y el cielo, aún su boca abierta deja percibir sus dientes de oro. Su brillo es algo difuso. Satisfecha mi curiosidad, soy uno más de los tantos hijos que han recibido el bautizo en la iniciación de los sagrados misterios.

Atesorado secreto cultivado generación tras generación para perpetuar la herencia de nuestro sincretismo religioso, incomprendido e implacablemente, avasallado por quienes lo consideran una bárbara expresión de la superstición de los pueblos primitivos. Culpable de su pobreza y atraso, pero saben, perfectamente, que los verdaderos responsables son ellos, que todo estos siglos han venido, saqueando las riquezas naturales de los pueblos pobres. Las lenguas del fuego se van extinguiendo en el improvisado fogón, los asistentes comienzan a dispersarse por los densos caminitos que conducen de vuelta al pueblo.

Yo, intento ponerme de pie para marcharme, pero no puedo evitar la sensación de preguntarme. ¿Adónde iré ahora que soy otro? Con cuatro palmadas me sacudo el polvo que traigo adherido en las nalgas. Ya con la claridad observo la carretera, es larga y con lepras de baches por doquier. Quisiera quedarme a dormir entre la foresta, pero tengo que volver al pueblo, a mi cátedra de antropología, antes que mi repentina ausencia termine por denunciarme entre mis compañeros de trabajo. Ellos apelan a la ciencia, y dicen no creer en nada que no pueda ser demostrado científicamente. Je, je je. Eso piensan ellos, esperemos a que pase un lapso de tiempo, y los espíritus en forma de lechuzas se les aparezcan por la noche en sus sueños, recordándole, que en la vida no exista nada más poderoso, que aquello que no se explica.

Puedo ver sus rostros e imagino el nerviosismo, socavando su entereza.

©Daniel Montoly

La hoguera prometida

Es para ti la luz, la luz nacida
en la tierra más pura y permanente,
alta niña de lluvia, dulcemente...
Rafael Valera Benítez


Ahora que la noche, en el recuerdo, sabe a humo y ve mis manos deshacer, una a una, las pajaritas de papel, las azucenas y sus versos, piensa en las frágiles estructuras que intentamos levantar. Entre el vaivén de las palabras, los cigarros y los mil nudos de las manos, sin sentidos y miradas, pinto –dije- y al vuelo, mirándome a los ojos, me toma la palabra y solicita la ventana que abre el puente entre los dos. Mientras me busca, las palomas deponen sobre él; presiente mi voz en los auriculares y la tecnología acelera esta apenada angustia que se le escapa a viva voz. Suena una canción que se repite hasta quedarse muda entre las olas, mientras, desnudos, van sus ojos desde mis senos a mis dedos, que casi al mismo tiempo emergen y se deshacen de las cenizas de otros tiempos, otros recuerdos. Construye sueños y la pesadilla de no hallarme le escoce en las sienes, que laten desorbitadas. Mira otra vez la misma foto y no aparece mi imagen en el lugar donde se suponía que se acunaba en su hombro y le mesaba la barba, presintiendo la hendidura en el mentón, la cicatriz de aquella tarde en que juré jamás pasar una navaja por su rostro. Este parque, con tu ausencia –piensa- es un baldío inmenso, solo, triste y poblado de insípidos turistas que lo retratan todo, más que nada mi despresencia, que se diluye en la foto lamida por las llamas, en el sublime instante del despojo y la mirada atónita del pescador, que nos pidió alejarnos del frente de su casa con todo y altar, con todo y hambre y sed de tantas cosas y, sobre todo, enigmas. Vibra en su bolsillo la seca pulsación o el mareo de saberme tan cerca y tan distante de sus marcos y esquemas, no hay medida capaz de contener la desmesura de sus ganas de encontrarme. ¿Dónde estás –te preguntas? Hoy, como un niño sin juguetes, se pierde en el intento de transitar este parque tan grande, tan vacío. Hojea algún libro, se detiene en algún verso subrayado por mí, alguna de esas tardes frente al mar o a los acantilados. Me espera, quiere que aparezca ladeando la cabeza y lo mire y le diga todo lo que nunca le dije. O, tal vez que no le diga nada, no haga nada, sencillamente me quede ahí con ganas de volar sobre este fondo de sueños, sin caja sin ventana. Apaga el primer cigarrillo de la tarde, enciende su sed de verme o encontrarme y cierra el libro. Mira las palomas que revolotean y se alejan. Limpia con sus manos, que luego secará con una servilleta o su pañuelo, los desperdicios que las palomas, en su inocente vuelo, soltaron torpemente sobre él y su pulcra indumentaria de esta tarde. Cruza el parque, camina hacia el mar, a llamarme, donde sabe que los peces y las lavadas almas de los ahogados seguro le dirán que ya no vengo, que nunca he vuelto, que me espere.

© René Rodríguez Soriano

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© mediaIslaproSÁBADO 19 de noviembre 2005.-

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