Monday, May 21, 2007

proSÁBADO 0037




HIZO AQUEL DÍA LO QUE DESDE MUY NIÑO había siempre deseado hacer sin atreverse jamás a realizarlo: lanzarse al vacío desde la ventana de su apartamento de un sexto piso. Tal como lo había anticipado, extendió los brazos y voló con gracia y sin ninguna dificultad en las inmediaciones de la ventana abierta. Planeó con elegancia sobre la copa del almendro arrancándole al desgaire algunas hojas. Evadió con pericia los alambres del tendido eléctrico. Ejecutó variadas maniobras de vuelo aprovechando las corrientes de aire y luego, a los tres segundos exactos de iniciar su viaje, se estrelló violentamente sobre el pavimento de la calle como una fruta podrida.

Ícaro/ Virgilio Díaz Grullón
[República Dominicana, 1924-2001]
http://www.literatura.us/virgilio/index.html
http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/LiteraturaDominicana/virgiliodiazgrullon/
http://www.rodriguesoriano.net/micuadernoazulito/pdf/laenemiga.pdf
http://alicia844.tripod.com/

Contenido

Sol de caramelo – Carmen Hernáiz
Historia de la eternidad – Máximo Vega
Una noche con Manuela – Celia Bermejo
En el espejo cóncavo – Manuel García Cartagena

Sol de caramelo

Cuando despertamos cada mañana es aún de noche. Nos cuesta, pero no hay más remedio que doblegarse ante la rutina de los horarios.

Un rato más tarde, mi hijo pequeño y yo contemplamos el amanecer de Barcelona desde un lugar privilegiado, camino al colegio. Él me dice que el cielo parece una foto y yo asiento asombrándome ante los colores que cubren la ciudad desde la luz que viene del mar.

Por la tarde, nuestro regreso a casa incluye los mismos comentarios. Sólo es distinta la foto porque el color viene de las montañas.

Charlamos unos minutos cada noche, cuando está ya en la cama. Me mira con sus ojos negros, sonríe y me abraza mientras dice cuánto me quiere. Y hay ratos, como el de hoy, que lo llenan todo:

—¿Sabes, mamá? Hoy, al volver del cole, cuando hemos parado para ver el cielo, tenías cara de sol de caramelo. Y el pelo te brillaba, y los ojos parecían más negros que mi cuarto de noche. Eres la más guapa del mundo en toda la historia de la vida.

Y tras el abrazo, el beso y el abrigo, vuelvo a mi cuarto pensando en mis canas, mis arrugas y mis ojeras desde el amor más puro y dulce.

Dulce de sol de caramelo.

© Carmen Hernáiz

Historia de la eternidad

Damián vio por la ventana de la habitación a los niños jugando en el callejón, escuchó la voz de una marchanta, el pleito acompasado, casi teatral, de unos vecinos que se golpeaban. Tomó la pistola de la cama y se la metió debajo de la pretina del pantalón, unos jeans bastante gastados, salió a la sala y tropezó con una mecedora; todo allí estaba como amontonado, demasiado cercano. La casa estaba sola, desolada más bien. No quedaba prácticamente nada allí de Lidia, no quedaba nada de sus hijos, excepto las fotos de algunos cumpleaños en las paredes, Lidia y él besándose con amor delante de un juez de paz que hacía una mueca, la noche feliz de sus bodas. Ahora no queda nada, tal vez los muebles que compartieron o la cama sobre la que fornicaron; la estufa oxidada sobre la que cocinó; un juguete de los niños tirado en algún rincón que él no se atreve a limpiar; una toalla; un mantel que les regaló su suegra; pero esas son cosas inanimadas cuya presencia no puede devolverle el olor o el roce fortuito de la mujer en un pasillo, el sonido de sus bachatas en el baño, la salida del orín cuando dejaba la cortina abierta, su figura recortada en el espejo de la habitación, que por alguna magia no buscada reflejaba a la mujer secándose el cuerpo a través de la cortina.

Era el mes de enero, estaban en invierno, y el sol caía recto y terrible sobre el callejón donde quedaba la casa. El excesivo sol le molestaba, el sudor que empapaba su camisa y su cabeza casi calva debajo de la gorra, para él eran bellos los días nublados, grises. Días románticos, días de sancocho y ron barato, de abrazos furtivos a la mujer que siempre se espantaba, de ocio y abandono. Siempre pensó que había nacido en el país equivocado. En sus sueños reiterados se veía a sí mismo entre la nieve o la bruma, andando con las botas puestas hasta las rodillas, en una casa inmensa frente al mar oscuro. No entendía por qué se repetía este sueño, pero le gustaba. En el balcón de la casa, arropado en abrigos y guantes, viendo el mar que le devolvía un olor casi tétrico, una barcaza pesada de metal bordea lentamente la costa. Amaba el mar. Pero no este azul turquesa de las postales caribeñas, no el del sol eterno que les vendían a los turistas europeos y canadienses, el que sirve sólo para tostarse y bañarse, sino el mar de la niebla, el mar melancólico, un océano triste. Cuando le contaba sus sueños a Lidia, ella le decía que se estaba volviendo loco.

Y quizás ya estaba loco, quizás soñaba con cosas imposibles. En esos sueños también aparecía Lidia: la mujer mestiza en un país inmensamente frío, en una casa aislada, solitaria, en donde llovía casi diariamente, una llovizna fina, tenue, persistente. Lidia contaba con un talento inaudito: tenía tatuada una serpiente cuya boca se abría en su vagina, y él sentía (no estaba seguro si lo sentía realmente o sólo se lo imaginaba) que la serpiente lo mordía cuando introducía su pene. Bueno, la verdad es que sus sueños eran cada vez más improbables. Puesto que Lidia ya no se marcharía con él, jamás accedería a mudarse a una enorme casa tranquila, alejada del mundo, de la música, de la conversación insulsa con su madre, sus hermanos, sus amigas. Lidia ya no se iría con él a ningún lado.

Y él tampoco tenía el dinero para marcharse de ese callejón tan claro, los niños jugando beisbol con un palo de escoba y tapas de refrescos, los hombres saludándolo al pasar mientras juegan dominó, las mujeres asustadas por la pistola en la pretina, aunque invariablemente se impresionan, lo ven salir con la pistola, regresar a la casa un momento después, volver a salir sin el arma. No sabe si esta vez se arrepentirá.

A dos cuadras hay un car wash en el que él una vez trabajó, cuando tenía más o menos 18 años. Lavaba carros por propinas, el dueño lo dejaba estar allí, siempre y cuando no le reclamara un sueldo. A veces no le regalaban nada, no culpaba a los choferes, él sabía que suponían que le pagaban su salario y que la propina era innecesaria. "El buen Damián", le decían cuando descubrían la verdad, "Damián es un alma de Dios", le decían sus compañeros asalariados, las camareras, los merengueros típicos que tocaban allí los fines de semana, a los cuales les pedía los autógrafos, su colección inmensa se perdió cuando Lidia, en un arranque de ira, se la quemó en el patio, porque él le había dado una trompada tremenda que le hinchó el pómulo, la primera vez que la golpeaba. En ese car wash conoció a su esposa. Era camarera del lavadero, era joven y sumisa, se enamoraron poco a poco. El recuerda la primera vez que salieron juntos, a una verbena de la escuela pública de la esquina; recuerda cuando le pidió matrimonio y ella lo rechazó; recuerda cuando al final aceptó, luego de ver la casita amueblada con las dos habitaciones y la lavadora carísima, porque ella se negaba a maltratarse las manos lavando, quería conservar suaves e intactos los dedos con los que acariciaba a los hombres en el lavadero, las manos que le alababan, le tocaban y algunas veces le besaban. Damián, por supuesto, le concedió este capricho.

Si de algo estaba seguro, era que Lidia estaría en el lavadero ese día extremadamente caluroso. Tenía toda la razón: sentada con un cliente que le tomaba la mano, ella lo vio llegar y ni siquiera se inmutó. Con su indiferencia le demostraba todo su desprecio, todo su desamor. Ni siquiera se preocupó en tomar con más fruición la mano del otro hombre, ni siquiera quería hacerlo sufrir. No pretendía ni siquiera su odio. Cometió su última frialdad, su última insensibilidad. Damián sacó la pistola y le disparó cinco veces en el cuerpo, en la cabeza, una bala quebró una de las sillas plásticas, la gente corrió despavorida.

Nunca se había atrevido a llegar hasta allí, siempre salía al callejón, daba algunos pasos y se arrepentía. Siempre lo asaltaba alguna duda –acerca de que las cosas no salieran como las había planeado-, alguna indecisión, algo que le faltaba por hacer antes de cometer el hecho. Esta misma tarde pensó que hoy no sería posible, que regresaría, que no sería capaz. Sin embargo, algo en el clima, tal vez, o en los pensamientos confusos que lo hicieron olvidarse de todo lo demás, lo había llevado casi sin quererlo hasta allí, y todo había sido consumado, ya no había vuelta atrás. Tomó la pistola aún caliente, la llevó hasta su sien, y se disparó con una tranquilidad que sugería alguna clase de práctica anterior. Los testigos coincidieron en que pudieron notar alguna misteriosa sonrisa mientras caía sobre los mosaicos con la cabeza destrozada.

Lo primero que Damián sintió fue el mar.

© Máximo Vega

Una noche con Manuela

Tic-tac, tic-tac, tic-tac: Manuela se espatarra edematosa y sin ropa interior ante mí. Le toco en una pierna, como en un roce sin querer con el canto de la mano. Y está fría. ¡Manuela! Ella, medio desvencijada, fuma un grueso Farias: Esta Circe fine milenaria se frota los muslos y me remira lasciva. Pasa el tiempo, y pasa, y las colillas cubren el cenicero y los pobres paupérrimos dormitan como trastocados cuerpos de cerumen junto al contenedor basurero de las hamburgueserías americanas.

Hoy no parece una noche como cualquier otra: vengo sin afeitar, con los ojos legañosos y los pantalones casi caídos; y sin la vaselina: existo solo y en mi compañía: mi ángel de la guarda nos observa y vomita, tras una brutal regurgitación, sobre las sábanas de Manuela: los últimos garbanzos sin digerir, del cocido de la comida, fluyen por la aduana de un esófago de melanina con mucosas de plástico. Manuela coge uno con su mano libre y con dos dedos, muy remilgada ella, lo lanza hacia el techo con la fuerza de las tormentas de hostigo y veraniegas: Manuela podría ir a cualquier concurso de la tele: ha detenido la caída del cocido misil con el canalillo íntermamario.

Así es Manuela: así es el cauce entretetas de Manuela. Y frente a ella estoy yo con mi soledad: a solas: se me destiñe el bulto de la entrepierna. Manuela echa unas lagrimitas sugerentes y postizas al estilo de las agüillas de las muñecas peponas. Y enfrente, más allá de ella, se abre el quinto pino de un cielo repleto de estrellas y una carretera secundaria y el mapa de las subvenciones remolacheras y alguna que otra boina que no vivirá mucho sobre esta existencia.

Ya no me gusta desear a Manuela. Manuela lleva los tirabuzones de pelo de ahí de color carmesí; a la moda más hortera, y una mariposa pequeñita tatuada junto a la parte interior del muslo. Soy un capullo. Siempre he dicho que interesa lo que se presume y no se ve. Además se ha hecho un percing en la rasurada higa siguiendo un consejo mío. Así es esta indivisible Manuela. Y yo estoy frente a ella en un escorzo forzado y mirando por el rabillo del ojo.

Quizás me gustaría revitalizar a Manuela hasta matarla; o rematarla como a un vulgar cochinillo chillón. Ella me mira: desea fingir una erupción de amor sincero pero no llega, no llega, no llega. Ella no llega: estoy solo; sólo con Manuela. Las ideas me fluyen hacia las circunvoluciones cerebrales del bestialismo. Una golondrina da vueltas y más vueltas por el enrejado vello de Manuela. Y mientras tanto Manuela se lo hace con mi sombra pero no se moja, no se moja, no se moja. Así es Manuela. ¡Un olé por estos huevos de frialdad y de Manuela! ¡Cuidado Manuela!, hoy tengo un humor de perros: la hiel embriaga el humo de mi cigarro: la desflecada carretera curva de mi sombra se extiende infinita ante nosotros dos. La gente nos ve pasar pero no nos ve: ya es de noche. La gente tiene la mala costumbre de cambiar de día, todos los días, roncando o rezando o dando navajazos a cualquier maloliente borracho trotafarolas. ¡Hoy no soporto a Manuela!; ¡y ella, en el limbo! Manuela me mira sin pestañear. ¡Házmelo como si fuese una perra!, me insinúa. Tengo jaqueca. Mis neuronas juegan a los bolos con la testosterona. ¡Que no, joder!; ¡que no! Hace calor y medito sobre los encabritados pechos de Manuela. Esta noche no es como otras noches. Temo sentirme engullido por ella y por Manuela; temo, incluso, algún tipo de alboroto en ellas. Una negrísima mosca zumbona nos sobrevuela; en una esquina de nuestro espacio existencial un murgaño se ahorca con su líquido seminal. Y Manuela que no llega, que no llega, que no llega.

No sé... Manuela se airea las greñudas trenzas del pelo. Parece una ingrávida barragana durmiendo la siesta. Manuela me hace perder el juicio: algún día, alguna noche, desmembraré a Manuela para ver el fogoso mecanismo de su interior. Creo que un buen primer paso reventador sería meter una puñalada trapera en el pellejo del punto
G de esta julandrona.

¡Vaya con Manuela! A Manuela le sudan los pies y me dejo contagiar. Era perfecta; una mujer cañón y de película. Alguna lejana noche de reprimidas pasiones estuve enamorado de Manuela y como en la ensoñación del umbral de un asombroso espacio de cristal: Manuela y yo: una tarde madrileña salí de copas por la Puerta del Sol, por Montera, por Fuencarral... Me esperaban mulatas trotamundos, varias saxofonistas solitarias, algún chapero encabritado y de pelo casposo; poco más. Entre tanta escoria de recidivantes pecados veniales me colé por ella: unas piernas color canela en rama limitaban una minifalda de cuero negro y dos finos tacones altísimos: invité a Manuela a una copa. En aquellos tiempos yo me bebía la copa y la inducía a ella a relamer las húmedas comisuras de mis labios: antes me gustaba; ahora me joden sus resecos lengüetazos. Y, además, desde hace unas cuantas ovulaciones no ha vuelto a rascarme la espalda. Manuela me produce, ya, una cierta repugnancia; sus cuernos arañan mis entrañas y los temo más que a un vitorino. Tal vez sea una obsesión, o un cierto grado de impotencia, pero debo huir de esta sombra del pasado.

Dice el poeta que la memoria es un viernes una nube. Estas frases suscitan un cosmos de imbéciles realidades inimaginarias: he comenzado a incinerar a Manuela después de atar sus muñecas de mimbre con las cuentas de un rosario heredado de mi abuela. Los barrotes de nuestro lecho nupcial han chirriado: una cerilla y una botella de alcohol de curar heridas es suficiente para aliviar los ardores de mis entrañas. Huele a resignación; la habitación apesta a la memoria de versos inconclusos.

Manuela ha abierto aún más esa boca de tragona nerviosa y echa un humo arrabalesco muy negro. Pero no temo la cárcel ni los hambrientos sueños de un incierto, y próximo, futuro; es la única solución antes de iniciar otro viaje a las cloacas del centro de Madrid: no soporto esa bigamia y menos el pensar que ellas llegasen al enamoramiento: creo que he nacido para ser el reyezuelo dictador de las necesidades fisiológicas de mi bajo vientre.

Manuela se ha espatarrado tanto, que sus nalgas han crujido desvencijadas. La redondez de los pezones se retuerce como goma neumática quemada. ¡Jódete, Manuela! Ahora Manuela me parece un tanto espesa: un cocido recalentado. Huele a resina y a flujos. Tic-
tac, tic-tac, tic-tac; el tiempo se ha comido a Manuela. Manuela ya no me excitaba: parecía una de esas tortugas darwinianas exenta de nuevas auroras.

Ahora Manuela me mira un tanto mustia, y eterna, sin pestañear: ¡siempre, Manuela! No volverá a atormentarme con ese continuo sollozo sardónico burlón. Se ha retorcido sobre su inexistente esqueleto como una culebra, pero no ha dicho ni mú: fue el paradigma de la sumisión; la mujer perfecta. Pero ya no me excitaba ni con pilas alcalinas: creo que preferiré la muñeca hinchable de Pamela Anderson; o similar.

© Celia Bermejo

En el espejo cóncavo

En esta habitación siempre soy dos: el mismo que ahora escribe esto, aquí, en Santo Domingo, el 3 de octubre de 1984, y mi reflejo en el espejo cóncavo que tengo a mi lado, en el que aparezco en el preciso momento en que estoy escribiendo esto, aquí, en Venecia, el mismo día y el mismo mes del año 1503, en una habitación donde también tengo un espejo cóncavo que me permite apreciar el hecho de que también allí soy dos: yo mismo en mi reflejo del espejo cóncavo veneciano que tengo a mi derecha, y quien escribe estas líneas en una sala de Nueva York, un día como hoy, en 1967. En esa sala, curiosamente, sólo soy el reflejo de un retratito colocado frente al espejo cóncavo que cuelga de la pared Norte. Dicho retrato me muestra escribiendo esto mismo, aquí, en Santo Domingo, el 3 de octubre de 1984.

© Manuel García Cartagena
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© mediaIslaproSÁBADO 27 de mayo 2006.-

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