Tuesday, May 15, 2007

proSÁBADO 031



EL ÁNGEL DE LA GUARDA LE SUSURRÓ A FABIÁN, por detrás del hombro.

—¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra "zangolotino".

—¿Zangolotino? –pregunta Fabián azorado.

Y muere.

Tabú / Enrique Anderson Imbert

[Argentina, 1910-2000]
http://ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/anderson/eai.htm
http://members.fortunecity.com/detalles2002/prosa/imbert/imbert.html
http://people.uncw.edu/mountt/401Sala%20de%20espera.htm
http://www.armandfbaker.com/vision_del_mundo.pdf
http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/pizarro_cristina/humor_en_la_narrativa.htm
http://www.otrashierbas.com/biblioteca/2005.06/de_enrique_anderson_imbert_unicornio.htm
http://www.lanacion.com.ar/Archivo/Nota.asp?nota_id=215798
http://redescolar.ilce.edu.mx/redescolar/act_permanentes/lengua_comunicacion/el_oto%F1o/entrale/cuento%20nunca%20acabar/enriqueanderson.htm
http://es.geocities.com/silviafpriego/sadismo_y_masoquismo.htm
http://es.geocities.com/silviafpriego/cigarrillo.htm
http://es.geocities.com/silviafpriego/tabu.htm
http://gargantuario3.blogspot.com/2005/04/sala-de-espera.html

Contenido

Matador II – Rey Enmanuel Andujar
La muerte de Benito – María Eugenia Caseiro
Heroico II – Alfredo Cedeño

MATADOR II:

8vo Microrrelato Espiritista Allan Kardec 2005

Have you read Chicken Soup for your Soul? Try Tomato Sauce up your
Ass… It's the Italian version
.
Tony Soprano

Seguí las instrucciones de la carta al pie de la letra. Con la recompensa pude viajar por segunda y última vez a Italia. En este viaje debería ignorar los templos; ni hablar del Vaticano: la abrumadora presencia de las imágenes católicas (llenas de tensión y aguda expresividad) podrían influir en la pobreza de mi espíritu. He preferido bordear Toscana, ignorando Siena y empezando por Arezzo. Es domingo en Cortona en una gran casa donde todo dice "The Shining". Corro a tomarme un capucho y la gente rebosa las tratorías. Un tour operador es perseguido por un grupo de japoneses en atención murmurando asombro, el mismo violinista en la plaza y de frac. Asco súbito: un fuetazo de miedo. Bajo caminando a la estación muerta de Camucia, donde, mientras espero el próximo tren para Nápoles, cerveceo con una alemana que ha venido buscando un curso de cocina. El tren por fin. Vacilo y leo despacio: E VIETATO ATRAVESSARE IL BINARI. Golpe contundente. Cuando lo que ahora soy, libre de aquel estropajo de sangre, carne y pelos, se confunde con la mortecina luz de las cuatro, escucho a la alemana tratando de hacerse entender entre la gente del forense y los Carabinieri: Él me dijo, en perfecto italiano, que estaba muy triste, pero nunca imaginé que era un suicida.

© Emmanuel Andújar

La muerte de Benito

Las rameras cuidaron de él en el oscuro cuartucho de la calle Sol, pero no hubo tiempo, en unos instantes la vida se le fue del cuerpo y a ellas las manos se les quedaron vacías.

Lo rasuraron, lo bañaron con el agua de lavanda; esa lavanda barata y escandalosa que alborotaba a la mulata Luisa, la que trabajaba en el café La Estrella, donde Benito tenía asegurado cada mañana sin más costo que la facundia que brotada de sus labios carnosos, una taza de café humeante y su cajita de cigarros Competidores. “Que sean Competidores, Luisa, no equivoques la caja." -Decía Benito con la camisa medio abierta, abanicándose el pecho con el sombrero mientras Luisa lo miraba alelada.

Ellas, las putas del barrio Jesús María, mezclaron el sabor medio dulzón de la muerte con el deseo de la vida; le acariciaron el cuerpo con ternura, lo frotaron todo con el agua de lavanda, con tal suavidad, que hicieron palidecer de envidia las gardenias que había traído Luisa. Vistieron a Benito con el traje blanco y reluciente de los domingos que recién planchara Aurelia; la mulata blanconaza de asentaderas grandes y jugosas como hojas de caisimón, que si no le hubiera recordado tanto a su madre, Benito hubiese pasado por la piedra de su sexo sin mayor complicación. Pero le tenía lástima, y por más que trató de verla con otros ojos, no pudo con la estampa del parecido ligada a la de sus cuatro negritos como ángeles de chapapote pululando por el solar con las barrigas hinchadas por los parásitos.


Las mujeres seguían acariciándolo, llorándolo suavemente con aquellas lágrimas que caían sobre el cuerpo de Benito como un manantial salado y pegajoso por el rimel, que llevaban adherido al rostro como una etiqueta espantosa de la que ya no podrían librarse jamás. Le pusieron aquellas medias nuevecitas que el negro Bartolo tenía guardadas en un cajón para una ocasión especial y con gusto ofreció para que el difunto emprendiera con buen pie el viaje al otro mundo. También lo calzaron con sus zapatos de dos tonos, a los que el propio Bartolo había sacado un brillo tan destellante, como si Benito fuera a lucirlos en su último baile. Luego el clavel; un clavel rojo en la solapa del muerto las hizo quedar a todas con las gargantas, y hasta con los ojos, hechos un nudo de la admiración que le profesaban al chulo más guapo de Jesús María y sus alrededores.

Lo lloraron con todas sus lágrimas, con todas sus gargantas y con todos sus clamores, hasta quedar exánimes y gastadas todas las caricias y palabras de que disponían en su extenso repertorio de burdeles y callejuelas oscuras. Luego lo llevaron a enterrar... Caminaron bajo la lluvia; una lluvia fría y naranja en la que se perdiera el singular cortejo por las ruinosas callejuelas del cementerio, y los negritos de Aurelia convertidos en diablitos, chapoteaban felices en los charcos animados por el croar de los sapos y la belleza de las lagartijas que sacaban sus pañuelos en espera de un nuevo arco iris.

Las rameras de Jesús María rindieron tributo a Benito; lo lloraron, llenaron el humilde féretro de besos de colores, ligueros, lazos, peinetas, zarcillos, algunas estampillas de santos y hasta fotografías a las que borraron viejas dedicatorias. Por última vez, besaron el ataúd, lo vieron bajar a las profundidades de la fosa cuando Bartolo y el resto de los hombres lo enterraron tapándolo con paletazos de tierra negra y fértil donde rojos y hermosos gusanos, tendrían la fiesta de la carne, el debut de un baile nuevo en que las prendas íntimas ligadas a las estampillas y el resto de la bisutería obsequiada a Benito, sería saqueada y revolcada para celebrar la entrada del difunto al seno de la tierra.

Las mujeres regresaron tristes a casa, con triste paso en medio de una lluvia triste en el triste día de la despedida. Abrieron las puertas a un sentimiento nuevo, con el recuerdo de Benito convertido en santo; un santo hermoso y admirado al que pondrían en el altar de sus corazones lleno de velas e inciensos, de flores y escapularios, de tragos de ron y tabacos humeantes: ofrendas y mixtura de todos sus credos. Un santo al que ya nunca volverían a escuchar hablar de sus andanzas, de sus bravuconerías, de sus conquistas…, un nuevo santo callado que les recordaría tal vez a San Francisco de Asís, o quién sabe si mejor fuera compararlo con Changó de las legiones.

Pero muy pronto, aquel chulo, el mejor plantado de Jesús María transformado en santo por el amor ciego y desenfrenado de las putas, se identificaría como un espíritu renovado y feliz. Las mujeres no tardaron en darse cuenta que el chulo sandunguero vendría a habitarlas en sus sueños de lluvias; volvería a vivir y a morirse nuevamente en los brazos de sus desazones; a quedarse dormido en las noches de juerga y a desaparecer como siempre, con el alba.

Aquel terrible agujero apenas sin sangre, por donde había entrado la bala, parecía el causante de que el alma se le saliera constantemente del cuerpo.

© María Eugenia Caseiro

Heroico II

Laocoonte siendo sacerdote de Apolo se dedicó a castrar efebos y violar doncellas con sistemática dedicación digna de más augustas causas, aunque no menos jacarandosas, hasta que del mar aparecieron las serpientes de Neptuno para ahogar a sus dos hijos, que terminaron también con él.

Fue el único que supo presagiar el engaño con que los griegos tomarían a Troya y quedó su martirio en el mármol que ahora atesora El Vaticano, luego de pasar unos cuantos siglos bajo la tierra de la parcela de un campesino italiano que sólo supo de ahogar a su mujer con el follar y el empreñar anual.

Todo este fandango comenzó –según la lengua de Homero- cuando París quien pese a su condición de príncipe y en honor a su verga, muy cachonda y vagabunda, se robó a Helena, mujer de Menelao, por lo que los aqueos se dedicaron a sitiar con escasa misericordia, y durante dos lustros, a la hasta entonces reina de Los Dardanelos.

Escombros y esclavos quedaron donde coitos y señores reinaron, azotaínas implacables contra los viejos patricios remacharon el triunfo que sobre las ingles del rey putañero se supo maquillar con una supuesta guerra por la libertad económica en el Mar Negro que los troyanos habían sabido zamparse a su faltriquera voraz.

Del Mediterráneo no se podía pasar al Mar Negro sin pagarles a estos hijos de Troya, en las aduanas se quedaban ninfas y efebos para completar el peaje de quienes eran dueños y señores del mar hasta que los aqueos con Agamenón, muy señor y rey de Micenas, con su caballo de madera empreñado de soldados y lanzas la acabó.

Y en ese menú de melancolías una veleta hizo que en un decenio se acabara la ciudad temible donde besos y amores fueron milagros botando cielo e infierno, de propios y forasteros, sedas, oro y poder al fondo del mar donde nunca Matarile iría a buscar o llevar sus llaves en una disposición de ilusiones disfrutadas por los dioses y sus olvidos.

© Alfredo Cedeño


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© mediaIslaProSÁBADO 17 de diciembre 2005.-

1 comment:

Unknown said...

gracias por la referencia a e.a.i, el ultimo gran maestre de la literatura americana