Tuesday, May 22, 2007

proSÁBADO 038






UN HOMBRE VA RETRASADO a una urgente y decisiva reunión. Encuentra a un amigo:

—¿Qué hago? ¿Cómo puedo llegar a tiempo?

—Vete de espaldas –responde el amigo.


Fidelidad/ José Balza
[Venezuela, 1939]
http://www.ficcionbreve.org/cuentos/superior.htm
http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/08145029899769417427857/p0000001.htm#I_1_ http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/12159170889099396310624/p0000001.htm#I_1_ http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/68005030434577830754491/p0000001.htm#I_1_ http://www.sololiteratura.com/josebalza.htm
http://www.clubcultura.com/clubliteratura/josebalza/balza01.htm
http://www.generacionxxi.com/entrevistas/balza.htm
http://www.clubcultura.com/clubliteratura/josebalza/balza03.htm

Contenido

Veneno – Sergio Borao Llop
Pokería – Luis R. Santos
Viento norte – Pilar romano
Fragata – René Rodríguez Soriano

Veneno

Creedme: Es en verdad un mal valle, ése de la tristeza, para quedarse a vivir en él.

No hay, oídme bien, ni un solo árbol verdadero, ni un pájaro cuyo canto consiga despertar un destello de magia, ni siquiera un arroyo de aguas transparentes junto al que detener un momento nuestro arduo peregrinaje. Sólo encontraréis allí un exiguo manantial que destila un veneno lento, lentísimo, que el tiempo va inoculando gota a gota en las venas.

Lo malo es cuando (a veces pasa, hay gente que le pasa, no pueden evitarlo, les pasa y es casi inconcebible y ojalá que nunca nunca nunca sepamos que se siente) el veneno se convierte en droga y te engancha y comprendes de repente que ya no hay vuelta atrás, y
sientes que te estás muriendo -que eso te está matando- y al mismo tiempo sabes que tampoco podrías vivir fuera de ese lugar, porque en el exterior no existe nada respirable.

Yo conocí una mujer que contrajo esa enfermedad; estuve cerca, muy cerca de ella, tan cerca que fue imposible (lo supe desde el primer momento) evitar el contagio, imposible permanecer inmune a ese veneno, y también, -¡cómo olvidarlo!- imposible no amarla sin palabras, no morirse un poco en cada lágrima que manaba de sus ojos, no irse olvidando, poco a poco, de los caminos de retorno, de la posibilidad de retornar a cualquier parte, de la mera existencia de otro sitio que no fuera ese valle donde hasta el rumor del viento es una ausencia.

© Sergio Borao Llop

Pokería

Arsenio penetró al estrecho callejón que conducía hasta el lugar en donde residía y en el umbral sintió una fuerte opresión en el pecho; empujó la puerta semiabierta y penetró a la habitación. En ese instante su mujer se revolvía en la cama y sollozaba a intervalos irregulares.

Fue hasta el área que fungía de cocina dentro de la pequeña estancia y encontró la yuca con huevos fritos que su mujer le había servido en el preciso instante en que salió a comprar la leche para los niños, de uno y dos años. Eran entonces las siete de la noche.

Mientras engullía aquella fiambre uno de los niños despertó y empezó a llorar. La mujer también empezó gimotear, con un llanto sostenido y punzante. Entonces el otro niño también se despertó y se sumó al coro quejumbroso.

Arsenio dejó de comer y fue a ver qué le pasaba a sus hijos. Les pasó la mano por la cabeza, pero aún así no logró calmar a los dos pequeños. Él sabía el motivo de su llanto.

Se desvistió y se tiró al lado de la mujer que había dejado de llorar y que ahora miraba absorta hacia arriba. Arsenio encendió un cigarrillo y le ofreció uno a la mujer. Fumaron despacio mientras los niños continuaban llorando.

—No lo puedo creer, Arsenio-le dijo la mujer.

—Yo tampoco. Te prometo que será la última vez, tuve un impulso incontrolable, no lo pude evitar.

—Siempre será la última-le dijo ella.

Se quedaron callados. Arsenio estaba muy agotado y en pocas horas tendría que levantarse para tomar la guagua que lo llevaría a la zona franca en donde laboraba de operario. Pero el llanto de sus dos pequeños no le dejaba dormir.

Se levantó, fue a la cocina, tomó un cuchillo y salió de nuevo la calle. Caminó de prisa en medio del ladrido de varios perros que se disputaban el amor de una perra en celos, y en pocos minutos estaba de nuevo en el lugar.

—¿Trajiste más dinero?-le preguntó uno de los jugadores.

—No-respondió Arsenio tajante-. He venido a buscar el que perdí, sé que aquí entre nosotros hay tramposos, que juegan con cartas marcadas.

Los cuatro hombres no se dieron por aludidos y continuaron con su partida de póker.

—¡Si no me devuelven mis quinientos pesos nadie saldrá vivo de aquí!-Amenazó Arsenio.

El humo de los cigarrillos formaba una espesa cortina que opacaba los rostros de los hombres sentados a la mesa. Entonces fue el dueño del lugar que respondió:

—Arsenio, quien no puede jugar, no debe hacerlo, a ti nadie te ha obligado a apostar tu maldito dinero.


—Me han hecho trampa, lo sé, así que, para que evitemos una desgracia, mejor devuélvanme mi dinero.

—Nadie te tiene miedo, Arsenio, así que vete a la mierda.

—Arsenio-le replicó dijo otro de los hombres, que hablaba con un cigarrillo colgado a los labios-todos aquí nos conocemos, no queremos problemas, mejor retírate, mañana será otro día y tal vez tu suerte mejore.

Pero Arsenio sabía que para tener la oportunidad de otra revancha tendría que aguardar al siguiente pago en la fábrica. Esa ingrata certeza pareció hacerle perder el control. Sacó el cuchillo que escondía debajo de la camisa y lo blandió amenazante:

—¡Contaré hasta tres para que me devuelvan mi dinero! -Entonces uno de los hombres, el que no había abierto la boca, sacó un revólver y le apuntó:

—¡Te rompo la cabeza a balazos si no botas el cuchillo! -le dijo mientras se incorporaba.

Arsenio se vio obligado a obedecer y tras poner el cuchillo en le piso el hombre lo golpeó en la cabeza con la cacha del revólver. Arsenio cayó aturdido, y un hilillo de sangre se deslizaba por su frente. Otro de los hombres le dio tres brutales patadas en un costado y un tercero le apretó el cuello con un pie.

Intervino el dueño de la casa y obligó a los jugadores a detenerse. Arsenio estaba inconsciente. Entre tres lo arrastraron a la hasta la acera de la calle y retornaron a la mesa de juego.

A esa hora la jugada solía ponerse más interesante.

© Luis R. Santos

Viento norte

El viento norte torturándote durante todo el trayecto y tú loca, impotente, odiándolo...entras a la cocina y te parece más grande, desmesurada casi. Te acomodas el pelo mientras miras ese mundillo en el que sueles moverte durante varias horas... "delantal" suena a cosa con filo, te dices tontamente.

Empiezas a moverte recordando que odias también los días en los que tu horario no coincide con el de él; durante un rato no sabes qué hacer y no es porque lo extrañes, a ese tipo de persona no se las extraña, es que la casa sola parece existir de otra manera, de una manera que te inquieta y más aún con el viento norte soplando desde la mañana. El infierno debe oler a grasa, te dices mientras tomas a desgano el pedazo de tela que suena a cosa con filo y atas las tiras por detrás de tu cintura. Ves la botella y te sirves un vaso de cognac. Treinta y tantos grados de alcohol pasan por tu garganta y llegan incendiarios a tu estómago. Te sientes estúpida por no haber optado por un trago fresco en ese mediodía con vahos de fiebre. Al menos el cognac es de mujeres de mundo, te dices, "bourbon" suelen pedir algunas de esas mujeres en las películas. Pero te ves con copa y delantal, ni siquiera está del todo limpio el delantal y tropiezas con la ridiculez y te bebes otro vaso.

La calle recibiéndote sorprendida y ya con menos viento; hola, saludas al viudo que llega a su casa contigua a la tuya, hola, cuando siempre le has dicho buenas tardes. Y te das cuenta de que él se ha dado cuenta, pero no te importa. Ni siquiera te importa adonde vas ni porqué has decidido salir en vez de lavar los platos que huelen a infierno.

No es que te quejes, nunca te quejas. No te quejaste cuando tenías seis años y tu madre se fugó con aquel músico de la banda de policía. Ni en otras ocasiones. Tan sólo sabes que eres la mujer que no deseas ser. Sobre todo te das cuenta cuando sopla el viento norte y te frena el vuelo de la imaginación y a la luz de la realidad todo te parece insoportable. Miras a la joven que camina contoneándose y notas que lleva un paraguas, entonces te olvidas de envidiarle el contoneo y piensas que puede llover. Diez o doce pasos más y ya sientes las gotas que también han mojado al carnicero que se apura en cerrar su negocio y tropieza contigo; te repugna el olor a carne cruda que con el hombre mojado huele peor y sientes un incontrolable deseo de no seguir caminando por esas veredas, entre gente que corre y se atropella.

El bar es lúgubre pero benévolo y no te importa el olor desagradable, olor a decadencia, el mismo que envuelve a las putas que se acomodan en la barra. Notas que ellas notan que no eres una de ellas y te importa; hasta ahí no te ha empujado el viento, piensas. Pides un whisky, ahora un whisky doble y el suelo inicia al rato una especie de oleaje y tú inquietándote, con una sensación más rara que la que sientes en tu cocina desmesurada. Y el piso que sigue moviéndose y la visión de la cocina sin horizonte te acercan una sensación de naufragio, casi ves cómo se hunde el sueño de vivir un amor de película, o de barrio al menos, de ser admirada, de recibir miradas con dulzura y que el estar en la cama con tu hombre no te parezca tan sólo un inevitable camino al manoseo y al olor a grasa de motores. Y la sed insaciable de inconciencia llegándote lentamente, disfrazada de salvación, hasta colmarte de algo que no sabes nombrar. Tan sólo sientes que empiezan a rodearte mariposas, mariposas con alas formidables moteadas de añil. Y un poco más allá el hombre, mojado pero pulcro, mirándote con algo de la dulzura que siempre esperaste.

—No puedo pagarte- dice, porque no sabe. Y lo sigues, llevándote la mirada de las otras.

© Pilar Romano

Fragata

NO LA TRAJERON LOS VIENTOS NI LAS AGUAS, no vino desde el Japón, como Leiko, Yoshiko, Yoko y Mayumi; alborotaba el polvo de los caminos con su paso de ballerina o cierva alada; cantaba en lenguas como las brujas, las rezadoras y las comadronas. La atrapé una mañana con mi Agfa Instamatic en las ruinas de las Cinco Estrellas, deshojaba margaritas y daba de beber a los graffitis desdibujados en los cariados muñones de las cinco columnas. Alguien habló de más, se alborotaron las palomas grises del pasado, y me perdí en el rafagazo de sus ojos.

Recuerdo la inconsciencia con la que echaron abajo las cinco torres, las destrozaron, las trituraron y dieron cuenta de los gladiolos, los lirios y los rosales; eran los mismos, los mismos energúmenos, que días antes, se ataviaban con los colores y las consignas del benemérito de las medallas y los botones y los bicornios emplumados. Eran ellos, los vi también lanzarles piedras y anatemas a los Colón y a los Pichardo, por negarse a negar que renegaran de sus creencias y filiaciones. Ella cruzó, y ni piedras ni palabrotas me tocaron, llevaba mallas negras, pienso yo que ni siquiera atiné a enfocar las periferias de su celaje.

Con una luz difusa, la divisé otra tarde, cuesta arriba por la calle del mercado; la seguían los niños, y tres o cuatro cometas que lustraban el aire tras el conjuro de sus cabellos, desmesuradamente sueltos y sin gobierno. Acababan de anunciar otro de los tantos golpes de Estado que habrían de sacudirnos después de la caída del tirano y sus secuaces. Ella pensaba una canción, y en la torpeza de mis dedos, uno tras otro, se velaban los rollos de película. Ocasión que aprovechaban ellos para saquear las mansiones y los locales del partido, yo sólo iba del Eslava al Pozzoli en mis lecciones de solfeo. Pero eso fue otro día, otro viernes, cuando apostamos con Omar robarle el beso a la Mayumi, frente al piano…

Era mayo y llovía, traían guijarros y larvitas las rigolas, y estallaban las rosas y los lirios en los patios, ella buceaba en los mandados y los manoseos, cantaba Blanca Rosa Gil o Daniel Santos y todo se mojaba o nos mojaba; pomelos como peces luchaban por brotar de la franela, hacerla trizas y quedar con sus pezones a merced de los perros del deseo. Yo me quedé sin Instamatic, casi sin dedos en la sed de verla y de tocarla, disuelto entre los planos de sus piernas abiertas en la oscuridad del cine. Después, sin rumbo repartí panfletos y proclamas, icé banderas y pancartas, buscándola, inventándola por los vanos del día. Ella tejía al andar alfombras de amapolas, de sueños y ansias locas.

No vino con los últimos refugiados de los devastados aserraderos de los Mera, ni en la caravana de los saltimbanquis que levantaron tiendas por la parte sur del pley y leían cartas, vendían rositas de maíz, algodón dulce, gofio y pegapalos. Nació casi a orillas del
río, al final de la callecita que todavía el Ayuntamiento no encontraba muerto ilustre a quien endilgársela; me lo confirmó el viejo Abelardo, en su percudido cuarto oscuro, lleno de ácidos y recuerdos vencidos. Ella tenía un amor que no le cabía en el pecho, siempre entraba a las fiestas por las puertas del servicio y era frugal y generosa como huidizos su mirada y su andar.

Con tanto empeño como repulsión, mi hermana quiso que ella aprendiera a leer y a escribir. Tía Viola y tía Gume le tejieron velos y capuchas para que las acompañara a misa. Yo leía entre sus muslos el alfabeto de los fuegos más calmos, y estallaba mientras sus labios balbuceaban un abc que era tan soso y tan nadero, como la entrega y la solidaridad en que se abanderaban las mojigatas de mis tías y mi insincera hermana. Yo navegaba en unas aguas tan santas y tan locas, como las ganas de volar inciertos mares, aferrado al vaivén de mi fragata, sin gobierno.

Habrían de venir las elecciones, las primeras en más de cuarenta años, y las primeras disensiones y desacuerdos, y las primeras caravanas, y la compradera de votos, y los insultos, y las traiciones, la guardia en la calle. Se dividieron y se conciliaron familiares y viejos amigos. Ella ni se inmutaba, correteaba pley arriba y pley abajo, y besaba, ¡cómo besaba por las noches a escondidas!, luciendo y sacudiendo los pendientes que habrían de echar de menos nuestras madres y hermanas. ¿Quién ganó, cómo hicimos para zafarnos de la fatídica familia del tirano?

Siete meses después, volvieron ellos con sus turbas de azarosas tropelías, y otra vez los muchachos por las montañas, blandiendo aperos, ardiendo en llamas, sangrando a mares por devolverle el cauce al río, lavar las nubes, plantar malvones y claveles… Subieron los ejércitos, los postulantes, los sacerdotes, los tutumpotes, las comisiones y las organizaciones internacionales para la paz y la concordia. ¡Insoportable! –dijo la radio-, soplaba un viento frío desde la sierra.

Volaron las aves turbias, nadaron peces de fango y larvas albinas que se ensañaron contra la luz del día. Dicen que vieron a un par de mallas grises, rotas y sin gobierno, rielando contra la neblina…. Le decían Japón, tenía los ojos rasgados y sabía más que nadie desatar con sus dedos los nudos del placer y del deseo. Puede verla, pasar la página y soñar.

© René Rodríguez Soriano
___________________

© mediaIslaproSÁBADO 29 de julio 2006.-

1 comment:

teresa coraspe said...

Ese desenfadado narrar, es como ir oyendo las canciones de Daniel Santos en las rockolas (creo que ya no existen) de mi país. Es una manera de contar con ritmo ligero el que tienen sus relatos; nos recuerdan a Salvador Garmendia, Josefa Zambrano y otros escritores, tales como Eduardo Liendo.Todos venezolanos, por cierto. Aparte, es una muy ligera impresión; yo diría que sensación porque he leído rápido, tan pronto llegó proSÁBADO. Luego un saludo desde por estos lados del tiempo. Teresa Coraspe.
PD: Le estimo no responder, gracias.