Saturday, April 14, 2007

proSÁBADO 007



SIN MUJER A MI COSTADO Y CON LA EXCITACIÓN de mis deseos acuciosos y perentorios, arribé a un sueño obseso. En él se me apareció una, dispuesta a la complacencia. Estaba tan pródigo, que me pasé en su compañía de la hora nona a la hora sexta, cuando el canto del gallo. Abrí luego los ojos y ella misma, a mi diestra, con sonrisa benévola, me incitó a que la tomara. Le expliqué, con sorprendida y agotada excusa, que ya lo había hecho.

–Lo sé –respondió-, pero quiero estar cierta.

Yo no hice caso a su reclamo y volví a dormirme profundamente, para no caer en una tentación irregular y quizás ya innecesaria.

La incrédula/ Edmundo Valadés (México, 1915- 1994)
http://www.her.itesm.mx/academia/profesional/humanidades/literatura/edvalades.html
http://www.ucm.es/info/especulo/numero24/valades.html
http://redescolar.ilce.edu.mx/redescolar/act_permanentes/lengua_comunicacion/el_oto%F1o/entrale/cuento%20nunca%20acabar/edmundorazones.htm
http://www4.loscuentos.net/forum/1/218/
http://elcajondesastre.blogcindario.com/2006/01/00360-la-incredula-edmundo-valades-micro-cuento.html

Contenido

Proyecto uno – Sergio Borao Llop
Juicio a Dios – Juan Freddy Armando
Si ves a mamá dile que fracasé – Emmanuel Andujar

Proyecto uno

Desconcertado, consultó otra vez los planos. Había revisado el proyecto de arriba a abajo un sinfín de veces sin encontrar el menor fallo en él. Sin embargo, ahora que ya todo estaba en marcha, no cabía la menor duda: Algo había salido mal, pero se le escapaba qué pudiera ser. Corregir el error se le antojaba imposible; la mera admisión del mismo resultaría nefasta para su carrera. Así las cosas, no vio más que una solución. Mandó llamar al subdirector. Al hablar, fue tajante:

–Hay que poner en marcha el plan B. De inmediato.

El subdirector asintió sumisamente, adoptó la forma de serpiente con la que el mundo habría de recordarle y partió a cumplir su misión.

Así fue como Eva y Adán creyeron ser expulsados de un paraíso que jamás existió. Para que la ilusión fuese perfecta, hizo falta sembrar la semilla de la culpa y la desconfianza en sus corazones vírgenes.

Después, el escriba oficial, siguiendo al pie de la letra las instrucciones recibidas, según es costumbre en los escribas oficiales, redactó una edificante historia con tentaciones y manzanas.

© Sergio Borao Llop

Juicio a Dios.

"Mi pobre madre, al salir de noche a ordeñar una vaca,
fue mordida en una pierna por una serpiente por la
influencia del Tiempo Supremo".
Srimad-Bagavatan, canto I, cap. 6, texto 9.

La primera vez que mi madre fue herida por un toro que la persiguió en el potrero, creí que se trataba de una bendición de Dios para darme la oportunidad de quererla más y atenderla con diligente amor.

Llegó a casa arrastrándose. Una larga estela de sangre iba dejando a su paso. En el lado izquierdo de su espalda había sido la cornada. Mostraba una honda laceración, y la piel y los músculos le flotaban allí como un pedazo de tela. Su respiración tenía un cansancio mortal. Corrió mucho más de lo que le daban sus fuerzas. Los pómulos estaban color violeta pardo, y las venas de ambos lados del rostro le brotaban rojizas, como si quisieran explotar.

Lejísimos estaba la ciudad. Lejísimos el médico. Concluí en que no debía llevarla a ningún lado, que no valdría la pena. La distancia la mataría. Me decidí a curar la desgarradura, y lo único que encontré fue la aguja de coser sacos, larga y puntiaguda. Le puse hilo y procedí a coser. Después llamaría a las viejas del campo, que saben mucho de remedios.

Ella quería gritar cuando sentía los pinchazos, pero la carrera, el esfuerzo hecho y la sangre perdida le habían quitado las fuerzas. No sé cómo, pero la costura resultó perfecta. Cubrí la herida con hojas de plátano y empleé algunas medicinas caseras para detener la hemorragia, tal como me indicara mi abuela hacía muchos años. Un fuerte instinto de conservación, que creí fuera obra de Dios, me guió las manos, lo mismo que una extraordinaria y misteriosa fuerza espiritual me hizo recordar gráficamente y de viva voz los consejos oídos antaño.

Convencido de que era el espíritu de Dios, pensaba que el Señor comprendía los hechos bondadosos de mi madre. Que sabía de sus largos viajes buscando algo de comer o beber para mí o para algún desconocido que, enfermo, se refugiara en nuestra casita o para algún niño hambriento que hallara en el camino. Del desgaste progresivo de su cuerpo, trabajando para retardar la muerte de mi padre, que duró tantos años en agonía, con ese llanto nocturno que mi madre sufría casi más que él.

Dios sabe, me dije, del afán de ella por llevar comida a los trabajadores que laboran sin descanso en medio del cañaveral caliente. Imaginaba al Altísimo viendo a mi madre quedarse muchas veces sin comer por dar socorro a algún necesitado.

Por mi cabeza no había cruzado nunca la sospecha de que el Omnisapiente ignorara aquello. Tan perfecto lo concebía. Tan justo. Más que por la escuela, la iglesia o las palabras de mis padres, conocí a Dios a través de los actos de mi madre.

Pero la segunda vez que ella fue agredida por un toro, aunque la herida no fue tan terrible como la primera, una sombra de duda me ocupó la razón. Traté de olvidarla. Luché duro conmigo mismo. La olvidé. Después, cuando ella pasó varios años llorando todas las mañanas por el dolor de las dos heridas, otra vez la ponzoña de la duda me clavó el pensamiento, evadí todo razonamiento. Seguí exculpando al Omnipotente. No dejé desmoronar mi fe.

Pero se me enfermó el alma. Arrepentido maldije todas mis dudas. A mí mismo. Cerré los ojos y me aferré a Él. Mi cuerpo iba carcomiéndose. Tarde me di cuenta de que también mí alma se podría. De que mi mente era un territorio baldío, árido, un desierto perenne y sin límites posibles. Y ahora, la gente cree que me he desmayado cuando mira mi cuerpo descolorido y postrado.

Tendrá hambre, pensarán. Pero no. No saben que ese temblor de mis músculos y huesos, ese caerse de mis ojos, esa respiración apretada, es mi agonía. Siento que se me seca el espíritu, que mi alma desfallece, el mundo se oscurece y no veo el cielo que me acoja.

Me sofoca un calor interior, siento que mi cuerpo es todo fuego que me hiere y me calcina, y no sé si estoy o voy hacia el infierno, porque aquí, ante el cadáver de mi madre, agredida y tiroteada por el dueño del potrero, me niego a encontrarle sentido a este "Conformidad, hijo: obra de Dios", que me dice el cura párroco

© Juan Freddy Armando

Si ves a mamá dile que fracasé

Para Andrés Astacio.

"Estoy conciente de que en esta barra corro peligro de muerte."
Sasá Belarminio

El sonidito del frasco de diazepán sonaba como una maraca dentro de la noche. Aurora miraba perdidamente el vacío. La sangre se había detenido camino a la cocina y el cuchillo, cansado de entrar y salir del cuerpo de Licurgo, reposaba en un ecléctico sillón. Horas después Andrés recibiría por el Messenger la noticia. Su desconcierto lo llevó tropezando a la barra del tugurio donde Sasá rogaba por otra cerveza prometiendo saldar una cuenta que crecía y crecía hasta rebosar la paila, como los espaguetis Milano. Sasá no recibió con alegría al pobre Andrés; el dueño del burdel aguardaba en una esquina, bate en mano, a que se ordenara algo más. El recién llegado ofreció pagar las birras con tal de ser escuchado. Y habló: Coño, la jeva se le fue virgen para Francia; tanta pasión restringida para no desvirgarla y se le zapateó con Licurgo el Encantador. Hasta la madre de Aurorita había catalogado a ese muchacho como "Un perfecto hijo de Dios". Al momento de abordar, Aurora se enteró de todo. Conversadora la niña, contaba a las azafatas maravillas de su novio que la esperaba en Paris. Emocionada, daba detalles de cómo le entregaría su virginidad no bien se bajara del avión. A la hora de los nombres, en un perfecto francés sin acento todo fatalmente coincidió. Le tuvieron que dar uno de los calmantes que traía en el bolso y hasta la frotaron con la botellita de BayRum que cargaba cuando la francesita le dijo que qué coincidencia, hace unos cuatro días un garzón bastante encantador llamado Licurgo se lo había metido repetidas veces en el baño del avión. A ella y a la otra sobrecargo que se llama Lulú, que hoy no vuela porque está libre y de seguro anda con el susodicho enseñándole museos y bebiendo Beaujolais en las plazas. Sasá encendió un cigarrillo y confirmó que en la confianza es que está el peligro. Andrés se arrancó en un llanto quedo y cabeza gacha, pidió dos frías más. Ya en Francia, lo primero que hizo Aurorita fue comprarse un gran cuchillo Tramontina (10 euros aprox.) y luego se entregó a Licurgo en el departamento parisino. Rodó sangre del acto y sangre de todas las veces que el sagrado stainless steel entró y salió de la tripa. Poseída, llegó hasta la computadora, hizo Sign In y procedió a enviarle a la madre el mensaje fatídico de su corta estancia en la Ciudad Luz. Andrés, portador de las buenas nuevas, había dejado la cartera en casa. Sasá cometió el error de asumir la deuda. El dueño del bar, bate en mano, decide no aguantar más pendejá: Comienza la segunda del noveno.

© Emmanuel Andujar
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© mediaIslaproSÁBADO 15 de enero 2005.

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