Friday, April 13, 2007

proSÁBADO 004


UN ANCIANO VE UN MUERTO sobre el que caía la claridad de la luna. Reúne gran número de animales y les dice:

–¿Cuál de vosotros, valientes, quiere encargarse de pasar el muerto o la luna a la otra orilla del río?

Dos tortugas se presentan: la primera, que tiene las patas largas, carga con la luna y llega sana y salva con ella a la orilla opuesta; la otra, que tiene las patas cortas, carga con el muerto y se ahora.

Por eso la luna muerta reaparece todos los días, y el hombre que muere no vuelve nunca.

El muerto y la luna/ Blaise Cendrars (Francia, 1887-1961)
http://www.epdlp.com/escritor.php?id=1570
http://es.wikipedia.org/wiki/Blaise_Cendrars
http://www.henciclopedia.org.uy/autores/Kupchik/Cendrars.htm


Contenido

Cuento sin trama ni título – José T. Beato
Danza de la ironía – Thelma Kirsch
Los lunares de Matilde – Jaime Cabrera González
Lluvia Oquendo – Blanca Kais Barinas


Cuento sin trama ni título

Un rayo de luz se filtra no muy tímido por la ventana. Despierto y miro desde la cama. Por lo visto, afuera el sol deja caer hace rato su larga melena dorada. Debe ser domingo. Hay música alta en el apartamento vecino. Las notas cortan audaces el viento, sin hacer caso de los ruidos de la calle.

Es música enérgica. Oigo el tremolar de cuerdas graves. A éstas, se le superponen de pronto agitados violines. Percusión firme y repetida, oboes, fagots, trompetas....es la Novena; sospecho que en interpretación de Von Karajan. Me lavo, me visto y me asomo al balcón. Me tiro en un sillón.

Mi gato pudibundo llega reservado y orondo. A poco, me mira desconfiado. En un instante sus pelos se ponen de punta, conforme la música se agita. Yo también me levanto de mi falencia que no es lo mismo que de mi valencia y mucho menos que de mi cadencia. Brinco, me zarandeo y zaleo los brazos....el espíritu indomable de aquellas armonías a veces disonantes, me elevan y me tumban, me contonean, me traquetean y sacuden.

Orgullo, lucha; deseo el combate....Tatáaa...tatáaaaa. Siento como que me aplastan, mejor dicho ya lo han hecho. Resurge el tremolar de violines y de aquel bajo sinuoso. ¡Ay! Esas notas como que me ofenden, mejor dicho, estoy ofendido ....mejor dicho es la vida que me ofende. Voy a agredir...mejor dicho, voy a luchar....chiriiii, chiriiiii, tatáaaa...tatáaaaaa....

© José T. Beato


Danza de la ironía

"Un rey agoniza desde un millón de segundos"
Octavio Paz

Observas la ovación preconcebida mientras diriges sin batuta los gestos en el teatro del absurdo. Te alistas para el día que no verás. En la agenda donde anidan tus fantasmas agrupas epitafios, inventas coronas de gladiolos con enredaderas en el tronco. No dudaría que alguna lápida emergiese del ciprés que se encuentra en la entrada del campo santo, después de todo, el grabador de tumbas moraba allí mucho antes de conocerte.

Eres carne de cárceles entre secas muchedumbres y humores de rancias presencias.

¿Nunca te conté que el reloj ya no detiene las horas; que dejó de ser su dueño desde que el cristal de sílice robó su péndulo y olvidó como late el corazón; que el tiempo no detiene las hojas sobre los árboles, y el invierno los humilla?

Huyes de la vida escondido entre trofeos e imaginando caravanas de pegazos que cabalgan llevando un féretro moldeado por asistencias y multitudes aglutinadas. Un cortejo, donde los pañuelos de lino aparecen presuntuosos y a nadie dicen nada. No hay ningún papel con tinta enlutado. No llegarán a tiempo los perfumes que encargaste para este último momento y los vuelos conocidos que iluminaban tus ojos pasarán sin detenerse.

Las esquelas vienen desde fábricas de letras, las pegas en tu álbum de recortes. Nadie las leerá. Ningún poeta dejó una huella, ningún asceta describió tu invertida soledad. Y corres, corres porque tienes que presentarte aunque te alimentes muerto, ¡es tu funeral! No lo mereces. Porque mereces el sol del mediodía, la dulzura del pasto nuevo y la ausencia del remanente. Mereces a la amante que espera hasta que el manzano deje caer la última gota de su fruto y manche las lágrimas que le lavan el rostro.

Ay, si conocieras las puertas que se han abierto trayendo las presencias que no pudiste robar. Pero te dejo en tu agonía –ya me conocerás- porque pasaba y dije: ¿de dónde viene ese olor a incienso ya quemado; ese tul que vuela despacio con brazos extendidos y se aloja en los pasillos de la memoria?

Las mariposas también mueren dejando estelas de colores en colecciones petrificadas. ¿Tampoco lo supiste? Cada noche, cuando oscurece, desapareces del mundo que acaba de borrarse.

© Thelma Kirsch


Los lunares de Matilde

Este mediodía después de la lluvia llegó Matilde. Es viernes. Ella viene todos los viernes a la misma hora de la mañana, pero esta vez ha llegado tarde. Mamá le ha abierto el portoncito del callejón para que no vaya a mojar el piso de la sala con las chancletas de caucho y el plástico que trae en la cabeza.

Encuentro a Matilde ya sentada en la cocina, mete el pan en el café con leche; tiene las piernas cruzadas, mueve una de sus chancletas mientras come. Su figura desgarbada y su nariz torcida y sus cabellos grasosos y su sonrisa sin dientes me reciben con la misma alegría de cada semana. ¡Se parece tanto a mamá, sólo que mamá no tiene lunares!

Nunca he visto a nadie con tantos lunares, y comienzo a contárselos sin que ella diga nada. Casi nunca dice nada en la cocina, sólo hace un ruido de agua que baja por un tubo después que se lleva la taza de café a la boca. Yo sigo el camino de hormigas sobre su piel; uno, dos, tres lunares.

En cambio cuando plancha el bulto que mamá ha hecho con una sábana que termina en un nudo, se le da por hablar y hablar, alisando la ropa. Dice de su casa y de su soledad y de su barrio. Habla de una historia que no parece que fuera la suya mientras continúo contando sus lunares; siete, ocho, nueve.

Esta vez mamá no dice nada, ni siquiera la corrige cuando llama a abuelo, papá; apenas mueve la cabeza siguiendo cada palabra. Mamá tiene esa cara que pone cuando se queda pensando. Ella a veces se queda pensando por largo rato, es como si no estuviera, como si no me viera. Los ojos se le van para otra parte, las pestañas se le detienen.

Sólo cuando Matilde dice algo del hermano de mi papá, se acaloran un poco, pero sin alzar la voz. De vez en cuando detienen lo que dicen para mirarme. Tengo un dedo en uno de los lunares de sus pies.

Yo no les presto mucha atención, no me intereso en lo que hablan, discuten muy bajito, pienso, y no quiero confundirme con la cuenta de tantos lunares.

Uno, dos, tres.

Por estar pensando he tenido que volver a contar. Ahora que parecen más tranquilas escucho algunas frases que mamá deja sin terminar: "Aún no se te ve la…".

De repente mamá dice cuando alcanzo el lunar siete a la altura del tobillo, niño, ya basta, está bueno, te pones tan pesado… En ese momento ya no hay nada por planchar y yo que he perdido mi conteo, me quedo como todos los viernes con las ganas de saber cuántos lunares tiene Matilde.

Mamá despide a Matilde en la puerta con un, no vaya a ser que llueva otra vez y tú con esa... Y entonces escucho a Matilde toser con la cabeza baja como si tuviera el plástico, como si se mirara las chancletas de caucho. Se lleva una mano llena de lunares a la barriga y luego parte con una bolsa de mercado en la que mamá ha metido algunos vestidos de mi hermana pequeñita.

Al verla alejarse entre los charcos pienso que la otra semana tendré una nueva oportunidad… pero entonces me doy cuenta que mamá está llorando, llora en silencio como cuando uno no quiere que nadie se entere, llora como nunca. Y eso hace que en alguna parte empiece a dolerme Matilde y lloro con rabia su partida y busco a quien culpar….¡Todo por culpa de sus lunares!

© Jaime Cabrera González


Lluvia Oquendo

Lluvia Oquendo llegó al poblado con la infancia a rastras y una madre que parecía estar en otro mundo.

Nadie recordaba quién las trajo, pero quien fuera las abandonó; así que se quedaron en el viejo bohío al final del camino.

No se sabía nada de ellas, porque nunca hablaron de sus vidas, detenidas en un silencio lejano.

Fue el tabaquero, que de tanto andar por los caminos se enteraba de muchas cosas, el que contó que la madre era de la frontera, que una crecida del río se llevó a su familia, quedándole sólo un hermano, quien con el tiempo se perdió no se sabe dónde.

Que rodando de casa en casa le embarazaron a la fuerza, y de esa manera nació Lluvia Oquendo.

También dijo que el nombre de la niña se debía a que nació bajo una lluvia sin límites.
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Con este pasado en su pequeño cuerpo, Lluvia Oquendo se hizo parte de ese entorno, siempre igual en el dolor y el hambre.

Cuando, sin esperarlo, su madre muere más de cansancio que de enfermedad, siguen pasando por el rancho esas sombras raudas que no dejan rastro.

Así Lluvia Oquendo se hace una mujer rotunda y silenciosa, familiar para todos en el poblado.
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Duerme todo el día, porque amanece recostada en la pared del bohío, en la vieja silla de guano.

Conoce todos los secretos de la noche, pero nunca ha salido una palabra de su boca para contarlos.

Cuando alguien le deja un cigarrillo, fuma con lentitud y deleite, mientras piensa que todo cuanto ve es su destino para siempre.

Protegida por la oscuridad casi adivinó a Valerio acercarse.

Lo vio todo, porque cada noche vive la espera de que se detenga ante su puerta. Por eso sabe el más mínimo detalle del hecho.

Valerio caminaba mirando el suelo, tratando de ver el trillo que va al lado del camino. Silbaba quedamente y su paso era lento y cuidadoso.

Lluvia Oquendo vio la sombra detrás de él y el brazo alzado y contundente que se abatió sobre su espalda una y otra vez sin darle tiempo a nada.

El cuerpo se curvó hacia atrás y después hacia delante, antes de caer.

Luego, la sombra huyó veloz, tropezando con las piedras.

Lluvia Oquendo se revolvió en su asiento espantada, con un grito detenido a la fuerza, y entonces los ojos del hombre se posaron en ella.

Sintió un pavor inmenso ante esa mirada que se convirtió en una expresión amenazante, reconociendo a quien se decía había cobrado a buen precio cada muerte misteriosa ocurrida en esos lugares.

Con un escalofrío que le recorrió la espalda, se supo condenada.

Se sumergió en el terror y se vio habitando el miedo cada noche, esperando la estocada mortal que hiciera eterno su silencio.

Entonces, Lluvia Oquendo, empujada por el miedo y sabiendo que ya Valerio no se detendría ante su puerta, dejó su pasado en las paredes del bohío, echó su presente en un bulto cualquiera, y tomando un camino sin futuro se fue como vino.

© Blanca Kais Barinas
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© mediaIslaproSÁBADO 25 de diciembre 2004.

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