Sunday, April 15, 2007

proSÁBADO 008



LA CACERÍA HABÍA DURADO VARIOS DÍAS. Las tácticas fueron las de siempre. Acosar a las enormes bestias, acosarlas con fuegos, con griterío. Y así empujarlas hasta los grandes pantanos. Allí se atacarían pataleando lentamente, levantando oleadas inmensas de cieno, hundiéndose cada vez más con gañidos atronadores, desconsolados, ahogándose. Después vendría él a lancearlos en grupos, la carnicería enseguida y el devorarlos semi-crudos allí mismo.

Ya todos habían huido, cazadores y perseguidos. Iban ya muy lejos. Solamente uno quedaba, altísimo, feroz. Y el hombre delante de él, tan sólo con una pequeña hacha tallada entre las manos. Lo acometió la bestia con furia. Temblaba la tierra a sus pisadas enormes, a su trote empeñado en aplastarlo; temblaba como cuando los grandes cataclismos. Por fin un agujero, una grieta en el farallón. Adentro se precipitó el hombre como una sabandija. Y la bestia bramando afuera, rascando, intentando agrandar el huraco. Ya su largo dedo uñado, como viga, penetraba hasta el interior de la oquedad; y el hombre, los brazos abiertos de espaldas al muro, acorralado.

Después fue la cabeza, su horrible, redonda mole asomando a la hendidura y una lengua áspera estirándose más y más, azotando, buscándolo en la penumbra. Y detrás el interminable pescuezo ondulando como una serpiente colosal. A cada momento lo mismo. Todo el tiempo el espanto del asedio aquél en la soledad del páramo.

A la mañana, el hombre acercábase hasta la entrada del agujero. Se topaba otra vez con la bestia atravesada; un arroyo de baba densa, maloliente y turbia le chorreaba hacia el valle; y el ronco resoplo de bruto adormecido, echado contra la colina y el agujero, contra su presa exhausta de hambre, de cansancio. El hombre a rastras regresaba al fondo de la cueva. De rodillas se tumbó de nuevo acezando en la oscuridad. Se dejó caer estirando hasta el cuello la piel que lo cubría, espesa de pelambre como su rostro.

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. [Para Augusto Monterroso]

El asedio/ Juan Aburto (Nicaragua, 1918-1988)
http://www.dariana.com/diccionario/juan_aburto2.htm
http://www.dariana.com/diccionario/juan_aburto3.htm
http://www-ni.laprensa.com.ni/archivo/2002/diciembre/14/literaria/comentario/comentario-20021213-02.html
http://mypage.direct.ca/a/agarcias/7_dos.html

Contenido

Breve historia del ser no terminado – José T. Beato
La atávica atadura – Eduardo Díaz Guerra
Escena – Aymer Waldir


Breve historia del ser no terminado

En el principio eran tan sólo Dios y el Caos. Para uno, el eterno recuerdo de sí y para el otro el perpetuo fluir, movimiento infinito. De pronto, de la memoria brotó la Palabra y con ella la luz.

A partir de entonces hubo instante, cesó el desorden y se creó el espacio, los colores y los días. Con la palabra vinieron los seres, las constelaciones, las entelequias y las quimeras.

Pero una mañana el Gran Solitario se dijo divertido: haré un ser contradictorio; por ejemplo, que sea solo, pero que no pueda estar sin compañía. Racional, pero con deseos que lo lleven con frecuencia a traspasar la frontera de la irracionalidad. Finito, pero sin límite. Creado, mas no terminado, sino siempre en lucha por realizarse por completo, que no sea, sino que haga. Libre, pero condicionado. Hecho de tal modo que sea el mismo que se concluya.

Y he aquí al hombre, doble y uno, macho y hembra, sobre el suelo caminando. Sin embargo, desde abajo, mira erguido siempre hacia el cielo azul, porque sospecha, intuitivo, que al fin y al cabo es el infinito su destino.

Libre, con angustia perenne, busca un origen en el tiempo que será inevitablemente su destino, como que su vida es línea que se curva sobre sí misma: donde termina, comienza. Del infinito surgió único y por lo mismo, de allí mismo regresa multiplicado.

© José T. Beato

La atávica atadura

Hoy me levanté antes de las cinco de la mañana. Tenía que salir, con los arrieros, a llevar el ganado en edad a vender a la feria del pueblo. No me dio tiempo ni de lavarme: me exigió.

Le miré hacer como siempre hago, desde que era pequeña, mirando un punto fijo del suelo y casi intuyendo cada ademán suyo. Así sé cuándo necesita su sombrero de pana, o la fusta, o su caja de cigarros. Claro, eso es de día. Cuando está presionado, cambia hasta el punto de convertirse en un animal de monte, completamente distinto de cuando se viene a mí, recién bañado, instalada la noche, a implorarme que abra las piernas, a montarme como me gusta o a dejar que sea yo quien le cabalgue como me den las ganas. Entonces le miro como quiera, ahí sí. Le desafío los ojos, negros como el caballo azabache que prefiere usar, el que más trabajo dio de domar.

Ni se enteró de que aprendiera a leer y escribir, y cuando se dio cuenta, no se opuso; más bien, creo que no le importó. O lo vio como una oportunidad. A veces, luego del frenesí, me escucha leerle cuentos de marinos y galeones y naufragios hasta quedar rendido. Quizás esa parte sensible la heredó de su madre, que era mujer buena, de voz queda y ademanes silenciosos. Y justa, además de mi maestra. Nunca dejó que los mayorales ni los obreros de la caña intercambiaran siquiera dos palabras seguidas conmigo, y eso que hubo más de dos con los que me hubiera gustado aunque fuera conversar, sólo para escucharles hablar en su tosco idioma y reírme de sus cuentos sin gracia. Pero ya murió. No es fácil estar sola, aquí, aunque he seguido la tradición y con nadie hablo.

Le preparé pan con mantequilla y salami. Le hice chocolate de agua, que comió y bebió sin despegar los ojos de la mesa.

Quizás se sentía molesto por tener que apartarse de mí una semana, por lo menos. Él sabe que aunque en el pueblo haya mujeres que por paga se le entreguen y le finjan, nadie lo hará mejor que yo. Ni su esposa. Estoy obligada a lavar su ropa, a planchar. Tengo que mantener limpia la casa, los cuadros, los pisos, los innumerables adornos que ha traído de sus viajes. Debo lustrar sus botas, sus polainas, que queden relucientes, como para que pueda peinar su pelo, también negro, mirándose en su reflejo. Y cocinar, hacer esos mejunjes tropicales de que tanto disfruta, o asados acompañados con víveres en hoja. Todo, en fin.

Pero esta es mi venganza. La tengo en este monte que crece, agreste, aquí, y en los tortuosos caminos que le hago tomar para sacarle el alma.

No aspiro a más. Ni él tampoco. Él es amo y señor de allá afuera; yo, de aquí adentro. Cuando me obliga, lo torturo. A veces, cuando más deseoso viene, luego de tratar ásperamente a la doña o de haber golpeado a cualquiera de los peones por algún nimio error, me tiendo y no me muevo, por más que busque y rebusque palabras para mí desconocidas. Le devuelvo el favor. Mientras peor me trate, menos le doy, y eso lo va matando lentamente. Cuando me toma y no me tiene, su refugio es el alcohol, o el té de campana.

Desayunó, se levantó y ni me miró. Yo tampoco a él. Salió, ya extrañándome, lo sé. Su mujer duerme hasta tarde y ni se entera de nada. La pobre.

Pero cuando me trata bien o cuando me da la gana, le doy lo que me pide, y hasta más. Es mi recurso. Qué puede esperarse de mí, negra, mujer arrancada de niña de la tierra de sus padres y traída aquí a la fuerza: su esclava.

© Eduardo Díaz Guerra

Escena

Ella se aferra al cuello de su chaqueta en tanto que sus pies se hunden bajo el piso. Sus ojos imploran clemencia y él, inalterable, una y otra vez la apuñala rencorosamente. Terminado el acto, se enciende la luz, el público aplaude; al escenario regresa el actor agradecido, saluda, se despide y los espectadores comienzan a salir. Baja el telón y nadie advierte que la actriz aún no se levanta.

© Aymer Waldir
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© mediaIslaproSÁBADO 15 de enero 2005.

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