DE PROMETEO nos hablan cuatro leyendas.
Según la primera, lo amarraron al Cáucaso por haber dado a conocer a los hombres los secretos divinos, y los dioses enviaron numerosas águilas a devorar su hígado, en continua renovación.
De acuerdo con la segunda, Prometeo, deshecho por el dolor que le producían los picos desgarradores, se fue empotrando en la roca hasta llegar a fundirse con ella.
Conforme a la tercera, su traición paso al olvido con el correr de los siglos. Los dioses lo olvidaron, las águilas, lo olvidaron, el mismo se olvidó.
Con arreglo a la cuarta, todos se aburrieron de esa historia absurda. Se aburrieron los dioses, se aburrieron las águilas y la herida se cerró de tedio.
Solo permaneció el inexplicable peñasco. La leyenda pretende descifrar lo indescifrable. Como surgida de una verdad, tiene que remontarse a lo indescifrable.
PROMETEO/ Franz Kakfa (Checoslovaquia: 1883-1924)
http://www.rinconcastellano.com/biblio/relatos/index.html
http://www.letropolis.com.ar/2006/08/kafka.tex.htm
http://hotelkafka.com/blogs/FranzKafka/archive/2007_01_01_archive.html
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/euro/kafka/metamor.htm
Contenido
Mexico City – Ramón Tejada Holguín
El remolino – Pilar Romano
Y no – Aldo Vercellino
Nebuhla – María Rebeca Castellanos
Mexico City
Como todos los jueves me entrego a la antigua maravilla: ¿qué actuación me deparará hoy la sesión nocturna? Las cortinas se elevan con parsimonia - y ¿si el misterio no se revela? - trato de mantener la calma. ¿Podré interpretar los oscuros designios que la maravilla provoca?
En la pantalla de la noche se abre paso una espléndida y fecunda ciudad, rodeada de una espesa bruma azul celeste. Una lava incandescente inicia su trayectoria hacia el ombligo del mundo, y se lo va engullendo sistemática e inexorablemente. Ángulo cerrado del rostro de una mujer, inexplicable profundidad oceánica de la intriga hedonista, que lanza su desgarrante estertor: o la ciudad había sido abandonada o el resto de sus habitantes esperaban, con avidez, el momento que ha llegado.
La lava se sedimenta, se endurece, se torna a un color ocre. Un viento frío se lleva la niebla: un desierto es ahora la ciudad. Un erial se observa en la pantalla de la noche.
Lento travelling mientras camino hacia el lugar donde nace una orquídea. ¿Autorreconstrucción? Una fuerza extraña me dice que arranque la orquídea. Su raíz es una mandrágora, extraño tubérculo con forma de mujer. De nuevo dejo entrar la simiente de la reconstrucción a mi reino interior, a mi ciudad destruida por enésima vez. En cuclillas estoy. Dejo caer la mandrágora, y la calcinante arena la absorbe. Cierro los ojos, y comprendo que no debo llorar por la devastación.
En la pantalla de la noche se observa una mano menuda posándose en mi hombro. Una amazona está a mi espalda. Me incorporo, veo su grácil cuerpo, sus ojos café, su perfecta sonrisa, esos labios… Su cabeza se recuesta en mi pecho, y todo, en la pantalla de la noche, se desvanece. Penumbras. La pantalla se ilumina y observamos a la amazona tomando mi mano izquierda. Retorna a mí la vieja angustia, mi excesivo temor al estrecho contacto de otro ser humano. Mi cobardía me abruma.
Estamos en la cima de una colina que debió estar en el centro mismo de mi ciudad. La cámara hace un tranquilo paneo por la gran muralla que rodeaba a mi reino interior. ¿Cómo, cuándo y por dónde entró la amazona al territorio baldío que alguna vez fue feudo de los pitufos del placer y la alegría? Su mirada furtiva me revela una verdad antigua, un gran arcano, que sólo se revela a través de los sentimientos, que las palabras no pueden desentrañar, que ninguna imagen puede capturar. Caen los muros.
Súbito, aparece de nuevo la ciudad en todo su esplendor. Desaparece la colina, ambos flotamos por encima del ombligo del mundo. Una flauta se deja escuchar. Le muestro el recuerdo de la mujer cristalina que anduvo este camino. El viento frío retorna repentinamente. Pasa a nuestro lado, fugaz, el recuerdo de la mujer inexplicable de la intriga hedonista. Busco un tranquilo y apacible camino al futuro. Siento que ha llegado el momento de la revelación. El viento frío trae de nuevo la niebla azul celeste, está vez más densa. Las frutas no llegan a madurarse, la revelación queda a mitad de camino. Su mano, otrora tibia y hospitalaria, se enfría. Un inesperado tornado separa nuestras manos. La amazona de los ojos café ya no está a mi lado.
Flotamos el uno frente a la otra. Extiendo mis manos hacia ella. La niebla no me deja verla con precisión, no sé si extiende sus manos hacia mí, o intenta alejarse, no sé si le ha gustado ser la simiente de la reconstrucción de la morada de los enervantes pitufos del placer y la aventura. Sólo sé que está a pocos metros de distancia, que no la alcanzo, que un abismo nos separa, un abismo que ora se achica, ora se agranda. El tiempo se detiene: no es cámara lenta, es la inamovilidad temporal absoluta. No entiendo nada, o entiendo nada. Estoy ahí, y no comprendo las señales de humo que salen del lugar donde ella está. No sé cómo moverme o actuar. Me he quedado paralizado, flotando en la cuasi reconstruida ciudad, sin saber qué demonios hacer.
En la pantalla de la noche se ve, girando, un hombre turbado y confundido, que intenta vencer a la espesa niebla azul celeste para mirar a la amazona situada en el centro del ombligo del mundo, sacerdotisa de mi liberación.
© Ramón Tejada Holguín
La primavera aún no desplegaba sus artes, pero los lapachos de agosto ya habían desatado su lujuria. Estaban obsesionados con el rosalila de sus corolas. Sólo el cielo, siempre el mismo, me acompañaba sin poder cubrir del todo mi señal de lo dolido, aún cuando habían decidido acompañarme mis logros, algunos disfrazados de éxitos.
Avancé hasta que un charco me regaló un remolino. Y el remolino me regaló una imagen con rostro de niña, de niña fresca como lechuga fresca. Me incliné y vi que tenía en los ojos todos los tiempos, como si desde siempre hubiera estado allí. Le ofrecí la bolsa con mis logros para que jugara con ellos, pero no los miró. Sentí que me preguntaba por lo que no había hecho y me llegó el espanto. Era cruel, como todos los niños en ciertas ocasiones. –Te lo mostraré yo- me dijo. No resistiría tener delante de mí todo lo que había dejado sin hacer, lo que no me había animado a hacer. Todo junto, al mismo tiempo. Pero el momento se presentaba como instancia inapelable.
Los tiempos de los ojos de la niña empezaron a envolverme, a conminarme, como a un testigo al que obligan a revivirlo todo. El abrazo de los tiempos incineró mis quimeras, asesinó a mis mascotas, deformó mis máscaras, redujo las distancias piadosas del olvido y yo sentí un ingobernable deseo de cambiar de piel.
Quise cambiar de piel como las serpientes, aunque perdiera el olor que me diferencia de los demás seres de sangre caliente. Descendí hasta soledades congeladas y, frente a lo no hecho, la cercanía de ciertas pieles apetecidas se perdió para siempre.
© Pilar Romano
Y no
No tiene sentido desestrechar por un segundo el cañaveral para emitir una palabra que se parece a un eco de lata, o de pájaro, o de persona.
No tiene sentido asomar la nariz por entre las paredes del silencio para saludar a un espejo que mueve la mano, simiesco, y emite fonemas, multiplicado.
No tienen sentido los maniquíes parlantes, agonistas secundarios que prometen, amigos que resbalan sobre las horas apiñados en torno a una excusa; cada vez más, yéndose.
Ni tiene sentido el viento, sin embargo estamos vivos o algo así, y hay gente que sonríe, saludando a la muerte. Triste.
© Aldo Vercellino
Nebuhla
Era un baile de debutantes. Yo no era Nebuhla.
Tenía un rostro de facciones grandes, ojos más grandes de lo que creía, piel muy blanca. Era la belleza monumental que vi frente a la casa del herbolario el otro día. No lograba aceptar ese rostro como mío y traté poderosamente de modificarlo en el sueño, pero inevitablemente ése era mi rostro y no el otro. El otro ya no existía. Este era el que siempre había sido. Sin embargo, en mí persistía la sensación de ser otra, o de haberlo sido. No pude cambiar la realidad: finalmente tuve que aceptar que yo era ésa y no la que pensaba.
Yo no estaba vestida a la usanza de la nobleza y, además, por detrás se me salían, por debajo de la corta túnica, unas grandes nalgas. Me dije "pues muévelas lo mejor posible", y entré al elegante salón con el balanceo que dan los años de llevar pesados cestos en la cabeza. Entonces supe que era verdulera.
En eso, las deslumbrantes debutantes comenzaron a bailar en un círculo. El clanclán argentino de sus joyas era parte de la música. De repente, una de ellas echó a correr llevada de un cetro. Las demás la siguieron irresistiblemente. Era como si estuvieran poseídas de algo que las hacía correr en contra de su voluntad. Esta escena me divirtió tanto que [la soñé] la repetí varias veces, con pase de bastón y todo.
Al terminar, los convidados nos dirigimos a la salida. Ya era el día. Una señora gorda iba hablando con otra de deporte. Una dijo "tú corrías en tu juventud". La otra le dijo que sí, allá en Uruk. Comprendí que esto debió haber sido antes de la segunda guerra florida y que probablemente su entrenamiento la había ayudado a sobrevivir los festivales donde se hacía honor a la diosa Sanguis.
Llegamos a un comedor. Era un puesto abierto a los caminantes. Vi una mujer acuclillada en el mostrador. Por detrás, su túnica dejaba ver sus pelos púbicos. Un joven que supe era su hijo le arrebató un paño con el que ella trataba de cubrirse.
–Miren.
–No debes tratar así a tu madre.
El no me prestó atención. Me di cuenta de que él era peligroso y de que asesinaría a su madre. Le pregunté: "¿cómo te llamas?". Me contestó. Ahora yo existía para él y podría influir en él, pero también me ponía en peligro de muerte porque él desearía tarde o temprano una relación más estrecha.
Un hombre se le acercó ofreciendo mandrágora. El joven le preguntó si tenía opio. No pude oír la respuesta del vendedor, pero el joven comenzó a quitarse uno a uno sus numerosos anillos y a entregárselos al traficante. El hijo se volvió a mí: "¿quieres la mesa?". Y se quitó un collar del que pendía un gran cuadrado de plata tallado como el estómago de una tortuga. Me miró pidiéndome discreción, para que el traficante no se interesara en la mesa. Le dolía separarse de esta pieza.
Guardando la mesa, la maga salvó la vida.
© María Rebeca Castellanos
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© mediaislaproSÁBADO 4 de diembre de 2004