Saturday, March 29, 2008

proSÁBADO 050



NO TENÍAN CARA, chorreados, comidos por la oscuridad. Nada más que sus dos siluetas vagamente humanas, los dos cuerpos reabsorbidos en sus sombras. Iguales y sin embargo tan distintos. Inerte el uno, viajando a ras del suelo con la pasividad de la inocencia o de la indiferencia más absoluta. Encorvado el otro, jadeante por el esfuerzo de arrastrarlo entre la maleza y los desperdicios. Se detenía a ratos a tomar aliento. Luego recomenzaba doblando aún más el espinazo sobre su carga. El olor del agua estancada del Riachuelo debía estar en todas partes, ahora más con la fetidez dulzarrona del baldío hediendo a herrumbre, a excrementos de animales, ese olor pastoso por la amenaza de mal tiempo que el hombre manoteaba de tanto en tanto para despegárselo de la cara. Varillitas de vidrio o de metal entrechocaban entre los yuyos, aunque de seguro ninguno de los dos oiría ese cantito isócrono, fantasmal. Tampoco el apagado rumor de la ciudad que allí parecía trepidar bajo tierra. Y el que arrastraba, sólo tal vez ese ruido blando y sordo del cuerpo al rebotar sobre el terreno, el siseo de restos de papeles o el opaco golpe de los zapatos contra las latas y cascotes. A veces el hombro del otro se enganchaba en las matas duras o en alguna piedra. Lo destrababa entonces a tirones, mascullando alguna furiosa interjección o haciendo a cada forcejeo el ha… neumático de los estibadores al levantar la carga rebelde al hombreo. Era evidente que le resultaba cada vez más pesado. No sólo por esa resistencia pasiva que se le empacaba de vez en cuando en los obstáculos. Acaso también por el propio miedo, la repugnancia o el apuro que le iría comiendo las fuerzas, empujándolo a terminar cuanto antes.

Al principio lo arrastró de los brazos. De no estar la noche tan cerrada se hubiera podido ver los dos pares de manos entrelazadas, negativo de un salvamento al revés. Cuando el cuerpo volvió a engancharse, agarró las dos piernas y empezó a remolcarlo dándole la espalda, muy inclinado hacia delante, estribando fuerte en los hoyos. La cabeza del otro fue dando tumbos alegres, al parecer encantada del cambio. Los faros de un auto en una curva desparramaron de pronto una claridad que llegó en oleadas sobre los montículos de basura, sobre los yuyos, sobre los desniveles del terreno. El que estiraba se tendió junto al otro. Por un instante, bajo esa pálida pincelada, tuvieron algo de cara, lívida, asustada la una, llena de tierra la otra, mirando hacer impasible. La oscuridad volvió a tragarlas enseguida.

Se levantó y siguió halándolo otro poco, pero ya habían llegado a un sitio donde la maleza era más alta. Lo acomodó como pudo, lo arropó con basura, ramas secas, cascotes. Parecía de improviso querer protegerlo de ese olor que llenaba el baldío o de la lluvia que no tardaría en caer. Se detuvo, se pasó el brazo por la frente regada de sudor, escarró y escupió con rabia. Entonces escuchó ese vagido que lo sobresaltó. Subía débil y sofocado del yuyal, como si el otro hubiera comenzado a quejarse con lloro de recién nacido bajo su túmulo de basura.

Iba a huir, pero se contuvo encandilado por el fogonazo de fotografía de un relámpago que arrancó también de la oscuridad del bloque metálico del puente, mostrándole lo poco que había andado. Ladeó la cabeza, vencido. Se arrodilló y acercó husmeando casi ese vagido tenue, estrangulado, insistente. Cerca del montón había un bulto blanquecino. El hombre quedó un largo rato sin saber qué hacer. Se levantó para irse, dio unos pasos tambaleando, pero no pudo avanzar. Ahora el vagido tironeaba de él. Regresó poco a poco, a tientas, jadeante. Volvió a arrodillarse titubeando todavía. Después tendió la mano. El papel de envoltorio crujió. Entre las hojas del diario se debatía una formita humana. El hombre la tomó en sus brazos. Su gesto fue torpe y desmemoriado, el gesto de alguien que no sabe lo que hace pero que de todos modos no puede dejar de hacerlo. Se incorporó lentamente como asqueado de una repentina ternura semejante al más extremo desamparo, y quitándose el saco arropó con él a la criatura húmeda y lloriqueante.

Cada vez más rápido, corriendo casi, se alejó del yuyal con el vagido y desapareció en la oscuridad.

El baldío / Augusto Roa Bastos [Paraguay, 1917-2005]
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/roa/excava.htm
http://www.elortiba.org/roabastos.html
http://www.elpelao.com/letras/2739.html
http://www.epdlp.com/escritor.php?id=2217
http://cvc.cervantes.es/ACTCULT/roa/
http://www.geocities.com/macondomorel/roabastos2.html
http://www.romanistik.uni-mainz.de/hisp/roa/La_realidad_superada.htm
http://news.bbc.co.uk/hi/spanish/misc/newsid_4489000/4489387.stm
http://www.unameseca.com/Biblioteca/Veladas/2005/roaBastos/roaBastosResena.pdf
http://www.youtube.com/watch?v=8EBjT9ltCNk
http://www.youtube.com/watch?v=re6dbV6HbMY&feature=related
http://www4.loscuentos.net/cuentos/link/534/53439/print/

Contenido
Raúl Dorantes Función del mar
Sergio Borao Llop Cuando digo París
Minelys Sánchez La sombra entre mi sábana
Marcos Winocur Tía Eutanasia juega a la lotería: si pierde, gana; si gana, pierde
Manuel Llibre Otero Exactitud

Función del mar

Estamos en un barco y vamos rumbo a los arrecifes. Queremos bucear. Unos nomás miran el azul. Acá, otros revisan cada parte del equipo. ¿Están atadas las mangueras? ¿Hay suficiente aire en los tanques? ¿Funcionan los indicadores? Sí, todo sí. El barco ya va deteniéndose sobre el arrecife mayor.

En la cubierta tenemos que mojar el traje para que pueda entrar a nuestro cuerpo, hazaña que no es fácil. Cada quien recoge sus aletas y su visor. Cada quien se pone un regulador. Y cada quien camina hasta instalarse en el límite de la popa. Ya está: detrás de los cristales nos miramos. Y no al saltar, sino en el momento mismo de tocar el agua descubro que no hay nadie más. Suelto un poco de aire y empiezo a hundirme. Si miro hacia arriba es sólo para comprobar que la superficie se va quedando atrás. No hay olas ni viento. El mundo no me existe.

Miro el indicador. Ya puedo ver que el arrecife sube hacia mí. Dejo salir un poco de aire para que el arrecife suba más despacio. El fondo también viene hacia mí. Pongo aire para quedarme sin movimiento, en la ingravidez del mar. No puedo sentirme las dos mangueras, no puedo sentirme el visor ni las aletas. Soy libre. Empiezo a nadar, pero sin usar piernas ni brazos. Puedo ir hacia cualquier rumbo si así lo quiere mi respiración. Inhalo para subir, exhalo para bajar. O viceversa. Todo puede ser viceversa. Miro los peces, las burbujas, los corales. No hay tesoros de naufragios en el fondo. Pero tal vez me tope con tritones y sirenas. Les echo un ojo azul a las mantarayas, otro negro a los tiburones. Más allá me cruzan los calamares y sus nostalgias. Acabo de saber que de aquí vengo. Me soy agua antes que respiración.

Pero el indicador de pronto insiste que vaya a la superficie. Están los números diciendo “ven, sal, te estamos esperando”.

Ahí es que aparece la melancolía. Suelto el aire mientras me muevo en círculos, y entre más asciendo más me invade una cosa como llanto. A veinte pies de la superficie, me detengo. Aquí ya existen los minutos, los segundos. Miro arriba y empiezo a nadar hacia la luz. Se va sintiendo lo agitado del oleaje, todo allá arriba es alboroto. Pienso en Cristo: qué triste se ha de haber sentido al tercer día... ¿De dónde me llegó ese pensamiento? Busco una respuesta, y me sorprende el ras del agua. Bien, aquí aparezco, buenas tardes, señores, qué les cuento. En el barco, el nosotros ya me aclama. Agarro la escalera, alguien me ayuda con los tanques y las aletas. Mientras trepo, voy sintiendo el retorno de mi peso. Camino torpemente de un lado a otro de la cubierta. Pongo una mano sobre la borda y me pregunto: ¿será éste el nacimiento?

© Raúl Dorantes

Cuando digo París

Cuando digo París no estoy hablando de las fotos que duermen en los álbumes del sótano, aunque tras las persianas del recuerdo naveguen los colores de la noche como cristales que lentamente se van deshilachando sobre un cojín de nostalgia bordado con caricias y notas musicales.

Cuando digo París no hablo de pasos misteriosos y prófugos resonando a una orilla de la calle, ni de la sombra añil que deja una lágrima rodante, ni del labio-trasluz detenido en el tiempo por el furtivo impacto de unos besos cuyos ecos van rebotando y multiplicando su reflejo por todas las esquinas en penumbra.

(Sé que cuando tú dices París es la voz de una melodía no inventada, es el empedrado irregular y las riberas del Sena, es el amanecer en plena noche y la risa, la colosal estatura de los edificios, la insólita música de las piedras, la fuente helada de Versalles, la verificación de un sueño...)

Pero si yo digo París te estoy nombrando. Cuando digo París hablo de ti y de los puentes, sobre todo de ti y de los puentes y de una isla, y en esa isla unos pies parados en el infinito, allí parados y mirando eternamente hacia la mole indescriptible, hacia las torres que esperan, hacia la inmensa soledad de un reloj que nunca se detiene.

© Sergio Borao Llop

La sombra entre mis sábanas

Tropecé con su mirada esta mañana y quise morir de vergüenza. Me sentía asquerosamente culpable. No podía mirarlo, no. Hacía tanto tiempo que me vigilaba. Se paraba frente a mi cama todas las noches. Pero mamá y Lorenzo, juraban que era sólo el producto de mi miedo. Cierto. Siempre me asustaba la oscuridad y me aterraba que mi madre se alejara.

Ayer noche, desde que mamá salió la sombra se metió entre mi sábana. Se tendió a mi lado y metió una mano entre mi ropa íntima. Su dedo gordo y caliente se deslizó en mis partes. Un calor placentero me invadió toda y me ablandé como Spaguetti. –¿Te gusta?-, me susurró al oído y su respiración fogosa me abrió la carne y me endureció los senos recién nacidos. –Sí-, contesté temblando.


Apoyó un hierro duro y ardiente en mi trasero y lo rozaba con la misma velocidad con que el dedo agitado iba y venía más y más hasta que roncó como si le clavaran una puñalada y se dejó caer sobre mí, medio muerto.

La sombra partió en silencio. Y yo quede ahí. Confundida. Mojada. Y nunca más he podido mirar al tío Lorenzo.

© Minelys Sánchez

Tía Eutanasia juega a la lotería: si pierde, gana; si gana, pierde

Mi querida tía Eutanasia, hay que reconocerlo, era una persona negativa. Apartada de todos, su vida giraba en torno al juego de la lotería. Pero no aceptaba correr los riesgos propios del azar. Entonces ideó no comprar billetes pero anotar el número. A ése, le jugaba a perder. Tía Eutanasia, después del sorteo, consultaba con ansiedad la lista de premios, muy contenta de no haberse sacado ninguno. ¡Hoy me gané los tantos y tantos pesos que he jugado a no ganar! -exclamó una y otra vez.

En una palabra, al perder, ganaba; al ganar, perdía. Pero la suerte acabó jugándole la mala pasada que era de temerse: el número elegido ¡resultó con el premio mayor!

Fue con cianuro el -¡ay!- último acto negativo de mi querida tía Eutanasia.

© Marcos Winocur

Exactitud

Gran genio de la ingeniería de su tiempo, apenas terminando un palacio, se embarcaba en la construcción del próximo, pues su sabio Sultán le había revelado que cuando se cumple un deseo, entra la muerte, si no se plantea el reto de consumar otro. Era viudo, estaba endeudado y su salud empeoraba, seguía erigiendo palacios en busca de cambiar su suerte, sin entender que los proverbios para sultanes no funcionan para los ingenieros.

© Manuel Llibre Otero
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mediaIslaproSABADO 050 29 de marzo 2008.-

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