Saturday, December 29, 2007

proSÁBADO 047




EL CARRUAJE de Margarita de Messina se detuvo frente a la Catedral de San Juan. Uno de los lacayos colocó la banqueta debajo de la portezuela y ayudó a su señora a bajar, mientras otro les daba luz con una lámpara de aceite de coco. Margarita levantó el velo negro que le cubría el rostro joven, bajó del carruaje y subió la escalinata del templo muy despacio, observando cada escalón con cuidado. Al acercarse a las grandes puertas del vetusto edificio, sintió un agradable olor a incienso.

En la oscura sacristía, alumbrada apenas por dos antorchas, esperaba el obispo de Puerto Rico. Margarita de Messina despachó a las esclavas y a los lacayos que la escoltaban, se arrodilló ante el mitrado y le besó el anillo. El prelado les ordenó al sacristán y a los demás clérigos que salieran, levantó a Margarita de Messina por el codo y la sentó a su lado.

—Hija, perdona que te haya mandado a buscar a la casa de tu hermano. Es bueno que pases allí una temporada luego de la tragedia de anoche. Pero mis votos y una promesa me obligan a darte noticias espantosas.

—¿Excelencia?

—Antes de morir, durante la confesión, tu marido me hizo jurar que te diría todo lo que ahora escucharás: Cuando tu padre murió el año pasado te dejó toda su fortuna y sus tierras. Pero tu marido sobornó –y amenazó– al notario para cambiar el testamento y otorgarle la fortuna a tu único hermano. Lo hizo porque le temía a tu belleza y quería que dependieras de él para todo. Hundido en su egoísmo infinito, pensó que si tenías riqueza propia ya no sería tu dueño. Esta abominación la confesó anoche antes de irse con Nuestro Señor, que todo lo perdona. Lo hizo para purificar su alma y morir en paz. Luego me pidió que te suplicara perdón. Cumplo mi promesa, hija mía.

Margarita de Messina reflexionó unos minutos en silencio.

—Excelencia, ¿dijo algo más mi marido?

—Nada más. ¿Por qué?

—¿No acusó a nadie?

El sacristán, sofocado, entró de pronto al aposento semioscuro. Se excusó ante la señora y susurró unas palabras al oído del Obispo, a quien se le humedecieron los ojos. Al terminar de escuchar el mensaje afirmó con la cabeza y despachó al clérigo. Luego agarró las suaves manos de Margarita de Messina y exclamó:

—Horror, hija mía. Debo darte otra noticia execrable. Tu hermano acaba de morir, también envenenado. Resignación, hija mía.

Confesión Luis López Nieves [Puerto Rico, 1950]
http://www.ciudadseva.com/otros/lln-int.htm
http://www.cuentosymas.com.ar/cuento.php?idstory=26
http://www.alternativabolivariana.org/pdf/nieves_en_la_muralla_de_San_Juan.pdf
http://cuentoenred.xoc.uam.mx/cer/numeros/no_4/pdf/cer4_maeseneer.pdf
http://www.ciudadseva.com/
http://www.ciudadseva.com/datos/index.htm
http://lopeznieves.com/
http://www.ciudadseva.com/obra/2004/actual04/rdj02.htm
http://www.ciudadseva.com/obra/2001/mono/mono.htm
http://es.geocities.com/cuentohispano/lopeznieves/
http://7mares.podomatic.com/entry/2007-02-24T18_10_28-08_00
http://librosgratis.podomatic.com/entry/2006-11-12T17_53_58-08_00
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http://laventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=3753&mode=thread&order=0&thold=0

Contenido

Rey Enmanuel Andujar Hondura
Alejandra Bermúdez Mundo inventado
Fredy Ramón Pacheco Confesiones de una frase de despedida
Elena Román Diez pinceles para un poema
Raúl Dorantes El papel

Hondura

Las heridas de la mujer, mudas, comunicaban nuestras frustraciones dentro del silencio reciclado de los doctores. Promesas: no llorar, no ceder, no pensar… Todo rastro de sangre ha sido lavado aunque, ahí están las negras suturas que servirán de ayuda al recuerdo. Salgo (siempre en taxi, a veces en el asiento de atrás) y me destrozo la fulana con árboles cortados, la isleta rota, la promesa de palmera… de qué clase de forros salen estas ideas, en qué isla se ha visto cosa semejante.

Olivia, casi sana, cicatrizando, sueña con playas entre lo gris y soleado, arena blanca y olitas inquietas; una mano protege la falda, la otra recoge lágrimas. Recuerda: Considerando que tu abrazo es un saludo a la nada, de que vivimos en un mundo de ideas que chocan, se entrecruzan, y obstaculizan.

Deberías escribir cosas coherentes, dice el maestro de literatura creativa y le explico, Maestro, llego hasta la página en blanco tan temida con las ideas articuladas y al final viene la nostalgia de una ciudad destrozada en verano permanente en donde todo está cerrado y me gana a la coherencia y lo que termino haciendo son estos relatos de trescientas palabras, que aunque las palabras, por separado, sean interesantes, el conjunto siempre termina siendo algo bien tanguero, bien bachatú.

Me voy de nuevo porque siempre ha sido tarde, tu cuerpo sin fe ya no es mi casa, me entero que le has puesto a aquellos sentimientos un se vende, un cerrado, un se traspasa y te sientas a esperar: nuestra historia es un clasificado al que nadie hace caso. Yo me he quedado con la esperanza de besos y el tamaño profundo de tu mordida. No tuve nada que darte, esperanza única de domingo playero, constancia de que sólo somos carne de consumo.

© Rey Emmanuel Andujar

Mundo inventado

Mis aldeanas fueron a ver un médico que les diagnosticó artritis y achaques menopáusicos. Entonces retornaron al papel, cargaron sus canastas y me suplicaron que les regalara un camino para llevar sus flores. Así, de espaldas, me inventaron un mundo de silencios grandes manchados de colores.

Silencio roto

Mis aldeanas presienten en el silencio otras dimensiones. Dicen ellas que así se prepara una gran explosión universal o un grito de rebeldía. Presienten que nadie aguanta el abandono, el desamparo, el silencio, mucho rato. Por eso, necesito hablar de ellas para que ellas me inventen un camino de acuarela y crayón.

Fe

Mis aldeanas saben que están hechas de los mismos elementos que las piedras, el agua, el maíz. Oyen desde acá el grito en las cavernas y conocen de miedos universales y de cielos e infiernos. Ellas saben que yo les mutilo las ofensas, los rituales de iniciación, su necesidad de intercambiar carne con carne. Sabe que yo las obligo a creer contra todo y todos.

© Alejandra Bermúdez

Confesiones de una frase de despedida

Se perdió en el sopor del silencio. Las ratas y sus agudos chillidos atropellaban las cañerías que transportaban la sangre nauseabunda; y estallaban los tímpanos del monstruo. Se desplomaron los restos de piel y huesos, al mismo tiempo que un coro enlutado de voces fantasmagóricas salía desesperado a vomitar los últimos esputos de alma, aún apelmazados en las entrañas. Resonaban las flatulencias disparadas por las últimas palabras escritas en la conciencia. ¿Cómo podrían haber convivido en vida la vida de aquel mal viviente desecho humano, los semejantes del escritor de soledades, habitante de la oscuridad más escalofriante de la egolatría vital? Una máscara rodeada de vísceras inútiles había nacido y ni los fuegos de la pasión ni los instintos, jamás la habían desgarrado con la sutileza que lo hizo él mismo el día de su muerte. Un filoso cuchillo construido con el acero de sus propias palabras, desnudó los asquerosos panfletos acumulados en su corazón: “No amo nada ni nadie más que a mi. Soy la más suculenta e inteligente defecación de la especie. Soy el Dios de mi exclusivo infierno. ¡Soy!”…

Pero sí, era en realidad. Así desagradable y perverso. A diferencia de los que no tenían idea de su ser y creían vivir. Se imaginaban hasta especies similares y orgánicas, con sentido, con razón, alma, inteligencia y el resto de sinónimos inventados por el verdadero creador de las tinieblas; al punto de creerse contenedores de la verdad impoluta y santificada.

En las penumbras desafiantes de esa verdad, la continencia de la confesión convertía al monstruo en una criatura pensante, capaz de reconocerse así mismo. Y ¡Ay! de aquel mortal cerebro que viva, sin ser capaz de extirpar el tumor de la fe que arrastra, sin saber que esa verdad no existe; y la fe no es más que la muleta vergonzosa de un ser incapacitado para vivir. Esa pústula, lacerante y pervertida pluma en mano, podía hundir la daga de palabras dulces en la voracidad de las ansiedades femeninas; o incinerar las bondades de una ofrenda de vibraciones afectuosas, venidas de otro ser cautivado por el encanto de la víbora, a sabiendas de que el universo giraría instantes después de la herida, y él estaría en otra circunstancia, tiempo y espacio; adorado por las miserias de sus reflexiones egocéntricas, y el infinito de moléculas sobrevivientes del universo de soledad que lo habitaba.

No era ermitaño su pensamiento, sin embargo; no era la ascendente morada espiral de un gasterópodo, asimétrico recinto a causa del arrollamiento de sus vísceras. Estaba lúcido y confiaba en la palabra de regreso que ella le prodigó en la despedida. Alegres los senos, festivas sus caderas, contoneos de la mirada, los párpados entrecortando el vacío que los ojos reflejaban; un manojo de nervios erizando su piel. Un pródigo equipaje balanceando en una mano, y las llaves del auto tintineando impacientes en la otra. El me voy pero volveré antes del anochecer, aunque cantarina la voz y temblorosos los labios al pronunciarlo, era evidente despedida para no volver. La tarde ya era ocaso y las sombras se proyectaban porque justo en ese instante era el antes del anochecer. La mentira hacía lodosas las palabras y podía verse el acento del volveré goteando sobre el camino que la conducía a los brazos de su amante. El me voy si era definitivo y cristalino. El monstruo, tan experto crítico literario, sin embargo fue el más torpe analfabeta ese antes del anochecer, cuando ella decidió liberarse de sus palabras vanas, insidiosas, cargadas de letras inútiles; sus hostiles oraciones de verbos y predicados indecentes, las frases de cortedad criminal como guillotinas, cada vez que inventaba un relato de presentes o pasados. Ella se iba y solo invirtió la frase del clímax: “Me voy y jamás volveré a ver otro anochecer en tus asquerosos textos repetidos de insolencia”, debió decir, si no fuera porque ella era bondadosa y perdonaba todas las infidelidades del editor conspicuo, cuando él era, y no ahora convertido en vulgar escribiente de panfletos.

Escuchó un grito cuando cerraba la portezuela, y sabía que era la interjección del loco dejado en su estercolero de frases chorreando desde la biblioteca. Se había atravesado su pluma en la garganta, por eso ahogaba el ¡Vuelve antes del amanecer maldita! Tarde, muy tarde confesaba su debilidad, a pesar de sus danzas celestiales y sus comuniones con las musas. Tarde se resignaba a que ella llegara, aunque fuera al amanecer; porque antes del anochecer era imposible; cuando apenas el auto se ponía en marcha con las luces encendidas, los grillos aturdidos se volvían sordos y el cuerpo rodaba escaleras abajo, con la pluma en la garganta, escupiendo las últimas palabras tintas de sangre; minúsculas todas, sin exclamaciones, huecas mas bien, hasta llegar a la última contrahuella imprimiendo los últimos puntos suspensivos.

© Fredy Ramón Pacheco

Diez pinceles para un poema

Un hombre en una cueva. Una cueva en un hombre. Un hombre dentro de una cueva construyendo una ventana sobre un trípode. Un trípode de siete pies. Una ventana de cristal de hiedra.

Un hombre se acerca a una ventana a medio hacer. Una ventana por la que sólo puede ver lo que él quiera. Una ventana de cristal de hiedra hecha añicos y semillas que se sostienen en vilo por un conjuro (o un don).

Un hombre lleva sus dedos a la ventana. Las manos de un hombre se mueven a cámara lenta descansada sobre un trípode de siete pies. Los dedos de un hombre contra el cristal lo hacen acuarela. Diez pinceles para un poema.

Un hombre en una cueva construye una ventana de cristal de hiedra sobre un trípode de siete pies, siete añicos y siete semillas. Un hombre dibuja un poema con diez pinceles y un conjuro (o un don) que le permite ver lo que él quiera a cámara lenta. Un hombre en una cueva en vilo sostiene una acuarela. [a rrs]

© Elena Román

El papel

Vivo en el cuarto piso de un edificio ubicado en Granville y Winthrop; una calle es ruidosa, la otra más bien tranquila. Casi pegado a la ventana del pequeño estudio, tengo un escritorio de formica, el mismo en el que solía escribir notas para recordarme lo que tenía que hacer. Pero durante el verano que recién pasó, me empezó a llenar de ansias la posibilidad de que una de las hojas se levantara a causa del viento y se escapara por la ventana. Se me ocurría que la hoja de papel podría llegar hasta la banqueta y provocar una fatalidad… Ya después caminaba por alguna de esas calles, y cada vez que veía una hoja me detenía a corroborar que no era una de las mías. De cualquier modo, la recogía y la ensartaba en un clip que siempre llevo en la mochila. No había de otra: tenía que recoger esa hoja, a menos que a ojos vistas fuera papel encerado o un pliego con restos de chocolate. En mis andanzas, llegué a topar con un paquistaní que no discriminaba: igual le daban los manuscritos en papel cuadriculado que las envolturas de celofán. En una ocasión, a la altura de la Broadway, le pedí que me dejara revisar si por ahí, entre sus montones, no se había colado alguno de mis papeles; la mala suerte no debía caer sobre él ni sobre nadie... Llegó el mes de julio. Y antes de montar mi bicicleta era de rigor revisar que no se asomara un pedazo de papel en la mochila o en alguna bolsa de mis pantalones. Ya en agosto no podía fumar sin que antes auscultara minuciosamente el cigarrillo: no fuera a suceder que hubiese algún pedacito de mis hojas perdido en la ranura que hay entre el tabaco y el filtro. Con las primeras lluvias ni siquiera intenté hacer el amor con mi mujer. Tenía la certeza de que un papel doblado con alguna de mis notas se interponía entre su vientre pálido y mi ombligo.

© Raúl Dorantes
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mediaIslaproSÁBADO 047 29 de diciembre 2007.-