Friday, July 27, 2007

proSÁBADO 042




ELLA TENDRÍA CINCO O SEIS AÑOS cuando empecé a enterarme verdaderamente de su existencia. Hasta entonces era la primera hija de los Torres, una criatura tan bella que parecía hecha con manos de artista, pero no de la manera acostumbrada: Una enanita cargosa que estaba aprendiendo a hablar y oía conversaciones sin entender, ya con una mirada fija en los rostros parlantes de los mayores.

Claro, mis visitas nocturnas a los Torres con bebidas sin más límite que los rechazos de hígado o estómagos siempre o casi siempre reducidas a temas literarios, conversados casi sin discusiones con la admirable inteligencia de Rodrigo y su infalible intuición poética y algún escritor que transcurría con su pareja, se repitieron durante algunos años. Alicia tejía las horas, infatigable, con colores variados de las lanas.

Muy pronto llegó la media docena de años para la niña y se produjo y reprodujo en los principios de la madrugada un cambio de ambiente sutil y memorable. Se llamaba Beatriz, le decían Bichi, yo la llamaba -tal vez todavía- Bichicome. Mal vestido peinador de playas, resignado con la pobre, diaria cosecha.

Se produjo un cambio. Alicia interrumpía muy de vez en cuando su labor para pronunciar, cabeza inclinada, alguna frase corta y venenosa que encajaba con suavidad y destreza en la charla y que muchas veces era para mí. La sonrisa era de pura diversión; nunca acompañaba la pequeña maldad de las palabras.

Como te decía, hubo la imposición de un rito. Fue como si una noche, de pronto, hubiera dejado de mojar la cama y todos la miramos con sorpresa, seguros de que solo para ella habían pasado los años, dos o tres, e irrumpiera en nuestra conversación interminable, acaso la misma con que la habíamos aburrido cuando era una niña de paso balbuceante.

Así, una noche, cuando yo era el único contertulio que seguía hablando de libros y chismes, cuando había quedado solo con sus padres, ella, Bichicome, apareció envuelta en un salto de cama de la madre, adornado en los bordes con marabú teñido de violeta, que arrastró por la alfombra, fingió bostezar y desperezarse, caminó alrededor de la mesa bebiendo todos los restos de bebidas que habían sido olvidados en los vasos. Después se acercó con la boca fruncida y malhumorada, los ojos brillantes por la risa y se acomodó frente a nosotros, en el gran sofá ahora vacío y jugó con los adornos del salto de cama. El cabello muy largo y rubio. Sonrió a nosotros; a los ángeles, a los pequeños diablos, sus amigos. De vez en cuando una pregunta inútil, una curiosidad mentirosa pronunciada con voz de queja, que era innecesario responder.

Y así, una noche y otra y todas las noches de mis visitas. Era demasiado niña para que yo la mirara con ojos distintos a los del hombre que tiene una hija de casi igual cantidad de años y que vive en otra ciudad y fue enseñada a odiarme. Pero ningún sentimiento de nostalgia me impedía mirar a mi Bichicome y pensar melancólico que cuando ella tuviera quince años yo sería irremediablemente viejo.

Después, sin avisos visibles, como suelen llegar estas cosas, la Gracia descendió sobre Alicia y se hizo bautizar y confesó y llena de temor, como si la niña estuviera enferma, decidió bautizarla sin espera.

Bichicome tenía un tío millonario que vivía en un yate y navegaba entonces por aguas de Canadá. Católico como correspondía a un latino con fortuna, aceptó entusiasta la invitación para el padrinazgo y telegrafió la fecha en que, entre viento y motores, podría estar en Monte.

Pero ya por entonces el corazón de Bichi era mío, obsequiado sin que yo se lo pidiera. Era todo lo que podía darme; pero ya lo había hecho en silencio y nada se había enmendado. Y nadie pudo modificar su veto al padrino de oro. Ni sermones, ni razonamientos, ni tenaces insistencias. Yo sería el padrino o no habría bautizo. No pudo elegir peor.

Y así llegó la mañana en que atravesando la resaca entré a la iglesia o capilla, soporté el latín del cura, vi como le mojaba a Bichi la frente con óleos sagrados, le ponía sal en la lengua y pasaba con Rodrigo a la sacristía para colocar la manufactura de un ángel. Bichi disfrazada de novia imposible; solamente el Señor podía darle acomodo en su lecho.

Ya en la calle vi empañarse mis lentes; estaba mezclando a la hija ausente con mi única ahijada. Y recordé que ambas iban a crecer y perder para siempre el paraíso de la infancia.

Bichicome / Juan Carlos Onetti
[Uruguay, 1909{1994]
http://www.literatura.us/onetti/index.html
http://sololiteratura.com/one/onettiprincipal.htm
http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/onetti/index.htm
http://www.borris-mayer.net/onetti/
http://www.uruguaytotal.com/videos/c5_info.htm
http://ellamentodeportnoy.blogspot.com/2007/03/el-astillero-de-juan-carlos-onetti.html
http://www.epdlp.com/escritor.php?id=2101
http://video.google.com/videoplay?docid=5460788355133802164
http://www.educared.org.ar/guiadeletras/archivos/onetti_juan_carlos/index.htm
http://www.henciclopedia.org.uy/autores/Delatorre/Onetti.htm
http://www.aviondepapel.com/aviadores/onetti.htm
http://letras-uruguay.espaciolatino.com/onetti/index.htm
http://www.youtube.com/watch?v=oNv8uUBf_kQ
http://www.oei.org.ar/edumedia/pdfs/T11_Docu5_Onetti.pdf
http://www.elpais.com/todo-sobre/persona/Onetti/Juan/Carlos/4017/

Contenido

José O. Álvarez – Pedro mena, autor de Borges
Sergio Borao Llop – Moebiana
Pablo Martínez – La presa
Pilar Romano – Volver en julio

Pedro Mena, autor de Borges

Soy Pedro Mena y soy el autor de Borges. Puede que esta confesión caiga como baldado de agua fría en la cabeza de los amantes de ese impostor, pero es una verdad que no ha visto la luz por estar cumpliendo condena. Un editor que tiene los derechos de la obra cervantina y ahora "dizque borgesiana", me demandó por plagio.

Sus espías académicos defensores de las letras y la dignidad me cogieron copiando El Quijote al pie de la letra y eso me ha costado casi toda mi vida en prisión. Sin embargo, el mismo desgraciado que desgració mi vida se dio mañas para hacerse a mis escritos.

Ahora que soy libre me encuentro con que todos mis apuntes los han falseado y tergiversado y le son atribuidos a un tal Borges.

El tiempo de prisión me curó de la costumbre de copiar textualmente a los clásicos que tenía desde que tengo uso de razón. Dante, Shakespeare, Homero, Tomás de Aquino, Aristóteles y uno o dos más eran mis maestros. Repetir textualmente los escritos de estos autores me permitía adentrarme en los vericuetos de su genialidad para apropiarme de su memoria, aburrirme con sus ángeles y gozar con sus demonios. Era una forma de re-lectura en la que me escudaba para evitar la pérdida de tiempo con la basura de los contemporáneos que mis contertulios me recomendaban con ahínco.

Aunque mi amigo el siquiatra me diagnosticó que la mejor manera de ser escritor era asistiendo a los talleres de escritura, con una sola vez que asistí a uno de ellos quedé curado. Me estrellé con mucha parla, poca letra.

En la corte no aceptaron mis excusas. Con palabras altisonantes tan caras a esa gentuza me disculpé con aquello de que la mejor lectura es la que se escribe. El peso de la fortuna del editor de marras pesó en el mazo de madera del juez y mi vida se dirigió por los senderos del infortunio.

No fue por falta de talento que no escribí novelas o ensayos peripatéticos. La brevedad de mis escritos se debió, en principio a la falta de papel, al final a una progresiva desconfianza hacia el lenguaje. El único escrito largo, exceptuando las obras que copiaba textualmente, fue el que escribí en las paredes de la cárcel que pintaban una y otra vez. Ésa, que considero mi obra maestra, era mandada a borrar por el director de prisiones cada vez que llenaba sus muros. Enemigo acérrimo del graffiti castigaba sin piedad toda escritura. Abrigo la esperanza que algún día, cuando logre aclarar todo este embrollo, pueda exhumar el palimpsesto de mi obra maestra siguiendo los procedimientos que utilizaron para recuperar el original de la Ultima Cena de Leonardo de Vinci que casi había desaparecido.

La infamia de todo este enredo merece una historia local. Han llegado al descaro de titular a unos de mis manuscritos como "Textos cautivos", cuando el que estaba cautivo era yo. Afortunadamente puedo contar el cuento porque no llegaron al extremo de poner en práctica los postulados del homicida Roland Barthes.

No quiero agobiarlos con hechos de mi vida para dar constancia de mi reclamo, sino enumerar algunas de las obras cuyos títulos y contenido fueron tergiversados añadiéndoles retazos de enciclopedia para congraciarse con los pedantes.

"El Delta", que seguía las electroencefalográficas frecuencias del sueño, fue cambiado a "El Aleph" que se ubica en el nivel de lo real. La cuadratura del tiempo finito representado en un dado, dio paso a la cacofonía del caos del infinito tiempo circular representado en una minúscula bola brillante.

El Jardín de los senderos que se bifurcan era el de los senderos que se multiplican. Había rehusado ese título que fue el primero que me asaltó al escribirlo, porque me parecen abominables las pobres dicotomías que tanto sirven a los críticos.

Funesto el desmemoriado, quien había servido de conejillo de indias a un doctor alemán de apellido Alzheimer, lo bautizaron Funes, el memorioso. El protagonista mío veía la inutilidad de la historia que siempre se repite. Por eso su memoria era virgen. Ninguna idea lo manchaba. En cambio el otro, se convertía en una enciclopedia ambulante de datos inútiles que matan la capacidad del asombro.

Para no caer en el campo de las repeticiones, de las enumeraciones ad infinitum abusadas por mi impostor, el lector ya puede imaginar lo que sucedió con todos los otros manuscritos. Si de lector pasivo se trata (Dios me libre de invocar aquí la torcedura política de Cortázar), remítase a la teoría de la recepción del tan manoseado teórico alemán.

Su supuesto "corpus" literario es motivo de discusión en todos los círculos del planeta. Lecturas borgesianas compiten con lecturas chamánicas y lecturas bíblicas. En los primeros he tratado de entrar para aclarar dicha impostura pero siempre me sacan a empellones y me declaran persona no grata.

Una revista francesa que denunció el entuerto fue sacada de circulación y Roger Caillois, quien firmaba el documento, condenado al olvido. Antonio Tabuchi, siguiendo las pistas del francés, lo corroboró en el suplemento literario del periódico Clarín de Buenos Aires el 13 de junio de 1996, pero recibió su bien merecido: fue ignorado y declarado loco.

No culpo a Borges. Él fue solo una víctima del tinglado armado por académicos y editores. Se aprovecharon de su bondad pero fundamentalmente de su ceguera, como se aprovecharon de mí por venir de un lugar remoto.

Por ese complejo de inferioridad de creer que sólo trasciende lo que huela a extranjero, vea a blanco y suene a plata, hasta mi nombre fue cambiado. En lugar de Pedro Mena, natural del Chocó, negro y sin dinero, me llamaron Pierre Menard.

© José O. Álvarez

Moebiana*

Para verificar que venía siguiéndome, ensayé itinerarios imposibles. Así, ejecutamos con precisión idénticos vaivenes, idénticas elipses, recortes y tirabuzones. Recorrimos extraños vericuetos, laberintos y desiertos. Inventamos rutas, estaciones y nombres de ciudades.

Como era previsible, nos perdimos; y lo que es peor: Después de tantas vueltas inútiles ya ni siquiera sabemos quién es el perseguido y quién el perseguidor, ni qué motivó esta situación, ni adónde nos dirigimos.

*Moebiana. De Moebius. La banda o anillo de Moebius es una superficie de un sólo lado, donde envés y revés son la misma cosa.

© Sergio Borao Llop

La presa

Desde que murió su madre, aquella vida de los barrios se le había hecho insoportable a René Marte. En verdad, desde su adolescencia, cuando le viraron el mundo y lo trajeron a vivir entre el bullicio de los altoparlantes, el monótono pregón de los buhoneros y el humo maloliente de los vehículos y la basura acumulada en todos los rincones, jamás pudo adaptarse a este cinturón de miseria donde vinieron a recalar.

Por ello, ante la desidia de la gente y el hedor que lo inundaba todo, no lo pensó dos veces; se fue a vivir al campo, huyéndole al bullicio y al progreso de la capital. Tenía vivo en sus recuerdos el río de su niñez, ese hermoso caudal que bordeaba los terrenos que dejó su padre en heredad, y que lo vio crecer hasta que era ya un hombrecito. Al fin y al cabo eso era lo que siempre había soñado: volver al campo, y construir su casa en el cerro.

Cuando miró su rancho recién terminado, creyó que tal vez sería más acogedor si tuviera en el frente un gran árbol que le diera sombra. Pensó en el framboyán que había visto camino al río, y fue a buscarlo. Lo sembró donde había mejor tierra para que creciera mas rápido. Alguien le había dicho que la borra de café era un buen abono, que hacía que los árboles se dieran grandes.
Pasaron los días. René le echaba borra de café a su matita, que cuidaba con esmero, como si fuera su única familia. Le acariciaba las hojas de vez en cuando mientras la plantita crecía y crecía casi frente a sus ojos. Algunas veces, al acariciarla, pensaba en Carmencita, la hija del bodeguero, a quien le había prometido regresar para llevársela a vivir con él a ese cerro de Bonao. Cómo era de putica la condenada –pensó-. Recordó las travesuras que ella le hacia cuando estaban solos en el colmado, mostrándole los senos sólo para verle la cara, ya que le decía que él era muy serio; y con tanta picardía lo recordaba, que hasta se reía, porque fue ella quien casi lo obligó para darle su primer beso. Cuando bajaba al pueblo generalmente era para llamarla, comprar algo y recoger la borra que le guardaba una tía suya que tenía un negocio donde se vendía café colado.

Su tía siempre le decía que se fuera a vivir con ella al pueblo, pero él se negaba diciéndole que en ese cerro viviría con su mujer y criaría los hijos que Dios le diera; siempre alejado del ruido y el desorden de la gente.

El árbol había crecido en poco tiempo, su fronda ya era suficiente para dar su sombra y René, sentado bajo ella en una silla de guano, se extasiaba recordando a la mujer que pronto estaría acompañándolo en aquella hermosa soledad; siempre observaba lo fuerte que había quedado el rancho, no lo tumbaría ni un huracán –pensaba-. Tiró la vista al llano y vio sus reses y sus chivos pastando tranquilos, y más adelante, el río que se perdía entre el monte. Fue entonces cuando volvió a escuchar el mismo rugido que otras veces, pero ahora se oía mas cerca; sí, eran tractores, los conocía muy bien, y no precisamente de arar la tierra; los había visto en acción en Villa Juana cuando tumbaron el ranchito donde vivió junto a su madre, y le dieron los chelitos con los que había logrado su soñada heredad. Pero el ruido todavía venía de lejos. Cerró los ojos y continuó pensando en Carmencita.

Una mañana, tuvo un sueño. Soñó que entre su sabana tibia se deslizaban unas suaves manos que lo acariciaban, y pudo ver dibujada la figura de una escultural mujer que se contorneaba libidinosa y en celo. Se imaginó que era Carmencita que había llegado y lo tentaba a hacer travesuras; al descubrir la sabana quedó perplejo, millones de raicillas del framboyán, haciendo un extraño zumbido se habían unido y formado una escultura con figura de mujer que yacía a su lado, como una amante esposa en busca de amor.

Lo despertó el rugido estrepitoso y violento de las máquinas. Comprendió que el sonido no era del sueño que venía, era de la realidad. Las voces de los hombres se confundían entre los tractores que se diputaban el derrumbe del cerro.

René Marte vio su framboyán partido en mil pedazos entre las fauces de un tractor. No fue rabia, ni estupor, fue amor. Le fue encima al maquinista con un machete. Sonó un disparo. René cayó rodando hasta donde se hallaba su árbol deshecho entre la pala mecánica. Abrió sus ojos y acarició sus hojas como lo hacía cada mañana. Un hilillo de sangre se deslizó de su boca hecha tierra, mientras una profunda y terrible oscuridad le cegaba los ojos, y le robaba sus sueños para siempre…

Ante la confusión reinante, el capataz, pistola en manos, dejó escuchar su voz:

–Pero ese hombre estaba loco, por poco le rompe el pescuezo a ese infeliz que tiene tres muchachos –señalando al maquinista-. Parece que nadie le dijo que por aquí es que va la presa.

© Pablo Martínez

Volver en julio

Qué les puedo contar en esta noche de julio...

Que mi corazón sigue trotando sin apuro y me reclama de vez en cuando alguna invitación, pero lo dejo seguir porque no sé adónde llevarlo, porque no veo ninguna puerta nueva por donde entrar con él.

Que sigo pensando que el pasado fue mejor, quizá porque tengo miedo de haber desfigurado el futuro.

Que me parece que pocas cosas buenas llegan y las que llegan no duran.
Pero quiero contarles también que sé salir de las sombras y los incendios. Más cansada quizá, pero íntegramente yo. A veces me ayuda alguien, desde un laberinto de historias que se me han vuelto invisibles.

Estamos en julio otra vez. Y julio tiene ese silencio tan especial... un silencio que me empuja a buscar abrazos.

Quizá sea agosto o quizá sean los frescos tardíos de setiembre los que me hagan recordar que aún cerrando los ojos puedo ver volar los pájaros y que esos pájaros vuelan para mí.

© Pilar Romano
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mediaIslaproSÁBADO 28 de julio 2007.-